En su famoso discurso del Pan de Vida, del capítulo 6 de San Juan, escuchamos que Nuestro Señor se define a sí mismo como el Pan de Vida: “Yo soy el Pan de Vida que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Jn 6, 51).
Nuestro Señor se define como alimento. Él es alimento que da vida. El descendió del Cielo, como había sido figurado por el maná, en forma de comida. Él, al hacerse hombre, se hizo comida. Él es el pan que descendió del Cielo.
Los judíos lo entendieron muy bien, porque el ejemplo del maná en el desierto era una imagen del todo familiar a ellos. No les era difícil entender que cierta comida podía descender del Cielo.
Ahora bien, los judíos lo habrían entendido mucho mejor si hubiesen estado presentes en la Cueva de Belén, donde Nuestro Divino Salvador fue puesto en un pesebre.
El evangelio de San Lucas dice así: “Y María dio a luz a su primogénito; lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre”; y agrega: “porque no había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2, 7). El evangelista dice para ellos, cosa “innecesari[a] en caso de que solo quisiese decir que el albergue o posada común estaba repleto, para lo cual hubiera bastado con decir que no había lugar. Por tanto, es probable que hubiera, pero no para ellos”[1].
Y como no había lugar para ellos, se tuvieron que contentar con un establo. El evangelista no dice que se alojaron en un establo, sino que dice que María lo recostó en un pesebre: “el evangelio solo menciona un pesebre, en griego fatne, es decir, un comedero de forraje, o sea, el cajón donde comen los animales, lo cual nos lleva a un establo”[2]. La Real Academia de lengua española, lo define como “especie de cajón donde comen las bestias”, o también, “lugar destinado a la comida de las bestias”[3]. En italiano se dice mangiatoia, lo cual ineludiblemente nos remite al verbo mangiare.
Este detalle, de que Nuestro Salvador fue puesto y recostado en un pesebre, no pasó desapercibido por los Padres de la Iglesia. San Beda dice: “Aquél que es el pan de los ángeles, está recostado en un pesebre para poder fortificarnos como animales santos con el trigo de su carne”[4]. Y san Cirilo: “Encontró al hombre embrutecido en su alma y por esto fue colocado en un pesebre como alimento para que, transformando la vida bestial, podamos ser llevados a una vida conforme con la dignidad humana tomando, no el heno, sino el pan celestial que es el cuerpo de vida”[5].
El hecho entonces de que Nuestro Salvador haya sido puesto por María dentro del pesebre, no hace más que recordarnos que Él vino como comida y para ser comido. María lo pone en el plato de las reses, de las bestias brutas. Es entonces evidente que la Fiesta de la Navidad está indisolublemente relacionada con el Sacramento de la Eucaristía. De aquí que nuestro fundador, haya dicho que el sacerdote es multiplicador de Navidades[6].
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Jesús nace y es puesto en un pesebre tal como sucede en cada Misa. El pan y el vino se consagran, y nace Jesús, por el grandísimo milagro y misterio de la transustanciación, y es puesto en una patena y en un cáliz, para ser bebida y alimento. Es que Belén y la Última Cena, la Santa Misa, que es también el Calvario, son dos extremos que se tocan, no son más que el inicio y la consumación de la Obra de la Redención… Por eso hay tantas similitudes entre estos dos acontecimientos.
a. Tanto en la Misa como en Belén la divinidad se esconde, y exige de nosotros la virtud de la fe. A los pastores le fue dicho que encontrarían al Salvador envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y ellos, al ver estos signos, creyeron en que ese niño enclenque era el mismo Salvador, el Mesías. Y lo adoraron.
La noche de la Última Cena, el Señor dijo que esto (señalando el pan) era su cuerpo, y los discípulos creyeron, y lo adoraron allí presente.
b. Tanto en la Misa como en Belén, la divinidad se presenta frágil. El Niño Dios es débil, inútil y lábil. Necesita que alguien lo tome y lo sostenga. De aquí que reclame de nosotros cuidado, atención y cariño. Nos exige la virtud de la caridad. A los niños, a los bebés siempre se los cuida. Nunca se los deja solos. Requieren nuestra vigilancia.
En la Misa, sucede algo similar. Aquí en el altar yace el Dios de los corazones, para que le amemos, para que le cuidemos, atendamos y para que no lo dejemos solo. En la Eucaristía, Él es frágil, débil y delicado. Es débil como una fina masa de pan, y delicado como un poco de vino. Se rompe, se derrama. Pero Él ha querido estar de este modo, bajo estas apariencias, por nosotros.
Dios se ha hecho bebé para que le amemos completamente, con ternura (¡cuánta ternura nos suscita un bebé!), para que más le cuidemos.
c. Tanto en la Misa como en Belén, la divinidad está entregada, ofrecida para ser tomada y comida. Navidad es Dios dado en banquete, puesto en un pesebre, en lugar del heno. Allí les dice a las bestias: “comedme a mí, si queréis vivir eternamente”. Nos pide entonces la virtud de la esperanza, de que creamos que sólo Él es el alimento que nos da la vida.
Esto mismo sucede en cada Santa Misa. Dios se ofrece como comida: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55).
Imaginemos al niño Dios, acostado en un pesebre, diciendo estas mismas palabras del discurso del pan de vida: “mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”.
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Navidad es un día de banquetes, porque Dios se no da como alimento. Cada Misa es Navidad, y cada Navidad una Misa. Alegrémonos, entonces, y acerquémonos al establo de Belén para ver allí, en el pesebre, al niño Dios, dado como alimento, el Pan de Vida eterna, nacido en Belén, que significa Casa de Pan[7].
Vayamos hoy con inmensa alegría y regocijo, como los pastores, y adoremos al Dios hecho alimento, tanto en el pesebre como en la Eucaristía… y digámosle: “Adoro Te devote, latens Deitas”.
¡Cuántas cosas podemos decirle a Nuestro Niñito! ¡Coloquios tiernísimos! Así lo hacía San Juan de la Cruz. Se cuenta que, estando el santo en Granada, en una ocasión, bailó con la imagen del Niño Jesús en sus brazos. “Se levantó de donde estaba sentado, y se fue hacia una mesa donde en estos días se acostumbraba a tener un Niño Jesús, a quien dirigir todas las alegrías de aquel tiempo, y tomándole en sus brazos, comenzó a bailar con un fervor tan grande que parecía haber salido de sí, que para la modestia y sosiego del Varón Santo era cosa muy extraña, y le cantaba diciendo ‘Mi dulce y tierno Jesús, si amores me han de matar agora tienen lugar’”[8].
Hablémosle así al Niño Dios, con afecto, con cariño. Pidámosle perdón por nuestros desvaríos y pecados y prometámosle ser santos, que si Él se hizo pan y se dejó recostar en un pesebre fue por nosotros, para que seamos santos… No hagamos que su nacimiento sea en vano.
Y hablémosle también a la Madre, para que nos muestre al Niño Dios y nos lo deje tener en brazos…
[1]Miguel Ángel Fuentes, Comentario al Evangelio de San Lucas, p. 45.
[2]Ibidem.
[4]Citado por Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea.
[5]Citado por Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea.
[6]P. C. Buela, Sacerdotes para siempre.
[7]Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, 35, 7.
[8]Fray Jerónimo de San José, Historia del Venerable P. fray Juan de la Cruz, lib. IV, cap. XI, Madrid 1641, pp. 428-429.