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Homilía del P. Diego Pombo, IVE, con ocasión de la Fiesta de Santa Catalina de Siena, Patrona de Italia y de Europa, en la Santa Misa celebrada en la Capilla de la Procura Generalicia de las Servidoras en Roma

Hoy celebramos a Santa Catalina de Siena en quien, por misteriosos designios, Dios unió la contemplación de Cristo crucificado y el servicio de la Iglesia. Unió a la contemplación una intensa actividad dirigida a la conversión de los hombres, especialmente a los hombres de la Iglesia, y a establecer la paz en la Iglesia y en la sociedad.

No solo es santa, sino que también es patrona de Europa y doctora de la Iglesia. No solo su vida es ejemplar, sino que también su doctrina es eminente, llena de sabiduría que ha aleccionado al mundo, y por eso fue declarada doctora. No hay muchos doctores en la Iglesia, solo 35, de los cuales 4 son mujeres. Una de ella es Santa Catalina, con la particularidad, como saben, de que ella no sabía leer ni escribir. Por eso ella trasmite una sabiduría que no puede tener otra fuente que el Espíritu Santo.

Conocemos su vida. Simplemente voy a destacar lo que dijo Juan Pablo II en una homilía en San Pedro el 29 de abril de 1980 al celebrarse el VI centenario de la muerte de Santa Catalina. El Papa destacaba lo que es capaz de hacer el hombre cuando es totalmente transformado por la gracia. Estamos en tiempo de Pascua y hemos celebrado y meditado el misterio de la Resurrección de Cristo, que es también nuestra resurrección, es un resurgir, un renacer a una vida totalmente nueva, por la gracia. Y la vida de los santos, y especialmente de Santa Catalina, son ejemplos vivos de la fuerza transformadora de la gracia.

Decía el Papa:

«Nosotros miramos hoy a Santa Catalina ante todo para admirar en ella lo que inmediatamente impresionaba a cuantos se la acercaron: la extraordinaria riqueza de humanidad, que nada ofuscó, sino que más bien aumentó y perfeccionó la gracia, que hacía de ella casi una imagen viviente de ese auténtico y sano “humanismo” cristiano, cuya ley fundamental fue formulada por el hermano y maestro de Catalina, Santo Tomás de Aquino, con el conocido aforisma: “La gracia no suprime a la naturaleza, sino que la supone y perfecciona”[1]El hombre de dimensiones completas es aquel que se realiza en la gracia de Cristo».

Más adelante, afirmando que la naturaleza salió de las manos del Creador, dice: «una naturaleza buena en sí, y por lo tanto sanable en sus debilidades y perfectible en sus dotes, llamada a recibir eso “de más” que la hace partícipe de la naturaleza divina y de la “vida eterna”. Cuando este elemento sobrenatural se injerta en el hombre y puede actuar allí con toda su fuerza, se tiene el prodigio de la “nueva creatura”, que en su altura trascendente no anula, sino que hace más rico, más denso, más sólido lo que es simplemente humano.

Así nuestra Santa, en su naturaleza de mujer dotada abundantemente de fantasía, de intuición, de sensibilidad, de vigor volitivo y operativo, de capacidad y de fuerza comunicativa, de disponibilidad a la entrega de sí y al servicio, se transfigura, pero no empobrecida, en la luz de Cristo que la llama a ser su esposa y a identificarse místicamente con Él en la profundidad del “conocimiento interior”, como también a comprometerse en la acción caritativa, social e incluso política, en medio de grandes y pequeños, de ricos y pobres, de doctos e ignorantes. Y ella, casi analfabeta, es capaz de hacerse oír, y leer, y ser tenida en cuenta por gobernadores de ciudades y de reinos, por príncipes y prelados de la Iglesia, por monjes y teólogos, muchos de los cuales la veneraban incluso como “maestra” y “madre”.

Es una mujer prodigiosa, que en esa segunda mitad del siglo XIV muestra en sí de lo que es capaz una criatura humana –insisto–, una mujer hija de humildes tintoreros, cuando sabe escuchar la voz del único Pastor y Maestro, y nutrirse en la mesa del Esposo divino, al que, como “virgen prudente”, ha consagrado generosamente su vida.

Se trata de una obra maestra de la gracia renovadora y elevadora de la criatura hasta la perfección de la santidad, que es también realización plena de los valores fundamentales de la humanidad»[2].

Escuchamos en la primera lectura las palabras de San Juan: “escribo estas cosas para que no pequéis” (1 Jn 2, 1); esta fue la misión de Santa Catalina: habiendo sido transformada por la gracia, ofreció su vida en la oración y en la acción para que los hombres no pequen.

Es también nuestra misión como religiosos: ofrecer nuestra vida para la salvación de las almas. Primero tenemos que ser nosotros transformados por la fuerza de la gracia, para poder después trasmitir ese fuego que es el Espíritu Santo, como lo llamaba Santa Catalina; trasmitir el fuego del Espíritu a todos los hombres, para que los hombres no pequen, para que los pecadores se conviertan, para que todos se salven.

A ella, que fue mensajera de la paz y de la unidad en la Iglesia, le tenemos que pedir de modo especial hoy estas dos cosas: la paz en el mundo, la unidad en la Iglesia, unidad que hoy se ve particularmente amenazada.

 


[1] S. Th. I, q. 1, a. 8, ad 2.

[2] San Juan Pablo II, Homilía en la concelebración eucarística en el VI centenario de la muerte de Santa Catalina de Siena, Vaticano (20/04/1980).

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