El P. José Rossi, IVE, con ocasión de los votos perpetuos de dos Servidoras –una de ellas su hermana de sangre– predicó la homilía que ofrecemos a continuación, presentando a San José como modelo necesario para nuestra vida religiosa si queremos ser “como otra encarnación del Verbo”, poniendo nuestra virginidad al servicio del Verbo Encarnado.
LA VIRGINIDAD DESPOSADA AL SERVICIO DEL VERBO ENCARADO
Al profesar los votos nos comprometemos a que nuestra “vida sea memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, el Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14)”;a “prolongar la Encarnación del Verbo en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre, (…) para ser como otra humanidad de Cristo”.
Nos comprometemos a vivir el Misterio de la Encarnación, a servir a la Persona del Verbo Encarnado, por medio del holocausto perfecto llevado a cabo por los votos religiosos. Por eso, nuestra vida se centra en la contemplación de este Misterio, tomando de él la luz y la fuerza para vivir la propia entrega al Verbo Encarnado.
Esta contemplación se dirige, en primer lugar, a la Persona Divina del Verbo, que por nuestra salvación se hizo hombre. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, en el seno virginal de María Santísima, por lo que, inmediata y necesariamente entra en nuestra existencia la Madre de Dios, quien participa de manera intrínseca y física en el Orden de la Unión Hipostática, es decir, en el Misterio del Verbo Encarnado.
Pero el Evangelio no nos habla, en primer lugar, de María sola, como la Madre Virginal, sino que, al introducirla en el relato de la Historia de la Encarnación y Redención, incluso antes de decir su nombre, el Espíritu Santo la presenta como una “Virgen desposada con un hombre llamado José” (Lc 1, 27). La Madre del Verbo Encarnado no es simplemente una virgen, sino la Virgen desposada con José. San José entra, de este modo, extrínseca y moralmente, en el Misterio de la Encarnación, porque es padre de Cristo, de un modo singular, a causa de su matrimonio virginal con María Santísima, la Madre de Dios. Entra, como afirma San Juan Crisóstomo, “en todo el servicio de la economía de la Encarnación”[1].
Por esta razón, San José es parte necesaria de nuestra vida religiosa, si queremos ser como otra encarnación del Verbo, porque de este modo singular, es padre del Verbo Encarnado. Es padre de Cristo por su Matrimonio y por su Virginidad.
La paternidad de San José no procede de la generación según la naturaleza, pero “está fundada en un vínculo moral realísimo. Y así real es esta paternidad singular, como verdadero es el vínculo del matrimonio entre María y José”[2]. Esto lo afirmó ya San Agustín: “Por la fidelidad del matrimonio, merecieron ambos ser llamados padres de Cristo: no sólo ella es madre, sino que también él es padre, como esposo de la madre; una y otra cosa según el espíritu, no según la carne. Aunque el padre lo era sólo según el espíritu, y la madre según la carne y el espíritu…”[3]Y, Santo Tomás: “Y si alguien es llamado hijo de alguien porque es educado por él, José mucho más podía ser dicho padre de Jesús, aunque no fuese su padre según la carne: porque no solo lo crio, sino que era esposo de la Virgen Madre”[4]. Y, más claramente aún, afirma que es padre “en virtud de la unión del matrimonio; de manera que así estuvo más unido a Él que lo hubiera estado en caso de haber sido adoptado de otro modo”[5].
La razón es que por el matrimonio los cónyuges entregan y aceptan, mutuamente, el derecho perpetuo y exclusivo al cuerpo del otro en orden a actos de por si aptos para engendrar hijos. “En virtud, pues, de esta realidad, San José adquiere un derecho y un dominio o propiedad sobre el cuerpo de María que el Espíritu Santo no derogó, al suplir todo concurso de varón en la concepción del Hijo de Dios. Por eso todos los teólogos y escritores no se cansan de repetir que Jesús es propiedad de San José por nacer de aquel jardín, en aquel seno y de aquella carne inmaculada sobre la que él tenía verdadero dominio”[6].
Por esta razón Santo Tomás afirma con firmeza que Cristo es fruto del matrimonio de San José y María. La paternidad de San José respecto a Cristo no es como la de quien adopta a un extraño, sino superior, porque el Niño es fruto de su matrimonio, y dicho matrimonio está directamente ordenado a recibir y educar este Niño[7]. Y así lo enseña San Agustín: “José no solo debe ser considerado padre, sino incluso padre en grado sumo”[8].
San José es padre del Verbo Encarnado de un modo singular, ya que, si bien no lo engendró, por haber sido engendrado en el seno virginal de su esposa, naciendo como fruto verdadero y legítimo de su matrimonio, le pertenece de algún modo, pues como dice San Francisco de Sales, “es hijo de su Familia”[9].
En segundo lugar, debemos afirmar que existe un vínculo real de paternidad en San José respecto de Cristo, en virtud de la virginidad, porque la virginidad “hizo fecunda a la Virgen María, e hizo participar a José de esta bienaventurada fecundidad, y lo elevó hasta ser padre del mismo Jesucristo”[10]. San José, por su virginidad, cooperó en la concepción virginal de Cristo, porque la virginidad de María dependía de la suya. Así lo afirma San Jerónimo: “el mismo José era virgen por María, para que de un matrimonio virginal naciese un hijo virgen”[11]. Es decir que, San José es padre de Cristo por su virginidad.
Quien mejor expuso y defendió esta verdad fue San Agustín: “…igual que ella fue madre sin concupiscencia carnal, así también él fue padre sin unión carnal. […] No lo separemos porque careció de concupiscencia carnal. Su mayor pureza reafirme su paternidad, no sea que la misma santa María nos lo reproche. Ella no quiso anteponer su nombre al del marido, sino que dijo: «Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando». No hagan, pues, los extraviados murmuradores lo que no hizo la casta esposa. […]…como es marido casto, es igualmente casto padre. […] Lo que obró el Espíritu santo, lo obró para los dos. «Siendo –dice– un hombre justo». Justo era el varón, justa la mujer.El Espíritu Santo, que reposaba en la justicia de ambos, dio el hijo a ambos. Pero el que el hijo naciese también para el marido lo obró en el sexo que convenía que lo diera a luz. Y así el ángel ordena a los dos que impongan el nombre al niño, con lo que se manifiesta que ambos tienen autoridad paterna”[12].
En este misterio de su paternidad virginal, San José se convierte, junto con su Santísima Esposa, en modelo acabado para el religioso de nuestro Instituto: se trata de una virginidad desposada al servicio del Verbo Encarnado. Así podemos describir a María, así a San José y a cada religioso de la Congregación.
El amor virginal entregado totalmente al Verbo Encarnado, por medio del desposorio, es lo que hace fecunda la vida religiosa. La virginidad, sin el complemento del matrimonio con Cristo, es decir, sin dirigir totalmente el amor y la vida hacia la Persona del Verbo Encarnado, no puede dar frutos. María y José, como dice Fulton Sheen, “aportaron a sus desposorios no sólo sus votos de virginidad, sino también dos corazones colmados de amor, como nunca hubiese habido en corazones humanos; […] en José y María no hallamos una cascada desbocada o un lago disecado, sino más bien dos juventudes que, antes de conocer la belleza de la una y el bien plantado vigor del otro, quisieron someter y ofrendar esas cualidades a y por Jesús. Inclinados sobre la humilde cuna del Niño, no están, pues, la ancianidad y la juventud, sino la juventud y la juventud, la consagración de la belleza en una doncella y el dominio del pleno vigor en un hombre”[13]. Por esto, la virginidad de ambos encuentra su perfección en la entrega total al Verbo Encarnado.
La virginidad desposada de este modo da fruto, porque atrae al Verbo Encarnado. “Podemos decir, como lo expresa Bossuet, que la divinidad del Verbo eterno queriendo unirse a un cuerpo mortal, pedía la bienaventurada mediación de la santa virginidad, la cual teniendo algo de espiritual, ha podido de cierta manera preparar la unión de la carne con este espíritu puro”. Y cita a San Gregorio Niceno, que dice: “La virginidad hace que Dios no se niegue a venir a vivir con los hombres: ella da a los hombres alas para volar al lado del cielo; y siendo el caso sagrado de la familiaridad del hombre con Dios, concuerda por su mediación cosas tan separadas por naturaleza” (De Virginit, cap 2).
El Verbo Encarnado como dijo San Juan de Ávila “quiere ser tratado de vírgenes”[14]. María Santísima y su Esposo Virginal San José, son el modelo acabado de este amor purísimo entregado totalmente a Cristo, que cuanto más puro, es más perfecto. Los Santos Esposos Virginales, poseen esa fuerza que llamamos virginizante yesponsalizante, de modo que acercándose a ellos el religioso aprende a vivir lo propio de su consagración: el amor virginal desposado con el Verbo Encarnado.
“La virginidad de María era necesaria para operar la Encarnación del Verbo. Y la virginidad de José no era menos importante, ya que debía salvaguardar la de María”[15]. De este modo, es necesaria la virginidad consagrada, llevada a plenitud por el matrimonio con Cristo, para que el Misterio de la Encarnación alcance a cada hombre. El amor virginal ofrecido en holocausto, conquista el Corazón de Cristo, lo atrae, lo engendra en la propia alma y lo comunica al mundo entero.
“Encomendándonos –nos exhorta San Juan Pablo Magno– a la protección de aquel a quien Dios mismo «confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes», aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la «economía de la salvación». Que san José sea, para todos, un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno”[16].
Pidamos a María Santísima y a su Esposo San José, no enseñen a vivir este amor virginal desposado para el servicio del Verbo Encarnado. Lo pedimos especialmente para las hermanas que en esta Santa Misa profesan sus votos perpetuos para seguir más de cerca al Verbo Encarnado.
[1]San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo 5, 3, Madrid 2007, p.93.
[2]Bonifacio Llamera, Teología de San José, Madrid 1953, p.102.
[3]San Agustín, El matrimonio y la concupiscencia, 11.
[4]Santo Tomás de Aquino, In Johannes (1, 45), c.1, l.16.
[5]Santo Tomás de Aquino, S. Th., 3, q. 28, a. 1, ad 1.
[6]Bonifacio Llamera, op. cit., p. 106.
[7]Santo Tomás de Aquino, In IV Sent., dist. 30, q. 2, a. 11 ad. 4: “La prole no es efecto del matrimonio sólo en cuanto por él es engendrada, sino también porque en él es recibida y educada. Y en este sentido, aquella descendencia (Jesús) fue fruto de este matrimonio, no en el primero; ni el hijo del adulterio ni el adoptivo, que es educado en el matrimonio, son bien del matrimonio, porque éste no se ordena a la educación de ellos, como este matrimonio fue ordenado esencialmente a recibir y educar la prole”.
[8]San Agustín, Sermón 51, 26.
[9]San Francisco de Sales, Entretenimientos Espirituales, XIX.
[10]Jacques Bénigne Bossuet, Sermón primero sobre San José.
[11]San Jerónimo, Adversus Helvidium, 21.
[12]San Agustín, Sermón 51, 30.
[13]Ven. Arz. Mons. Fulton Sheen, El primer amor del mundo, cap. 7.
[14]San Juan de Ávila, Sermón 4.
[15]H. M. Gasnier, OP, Treinta visitas al silencioso San José, cap. 8.
[16]San Juan Pablo II, Redemptoris Custos, n. 32.