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Homilía predicada por el R.P. Alberto Barattero en el Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad”

Homilía predicada por el R.P. Alberto Barattero en el Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad” con ocasión de la admisión definitiva de María del Cielo Leyes a la vida contemplativa el día 8 de diciembre de 2014 “Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María”

Una vez, en los Pirineos, tres niñas salieron de su casa para recoger un poco de leña para el fuego. Pero cuando estaban atravesando un pequeño río, una de las tres, que aún no había cruzado, vio en una gruta que había allí, una Señora vestida de luz, toda resplandeciente y apacible, de una belleza incomparable. Y a la pregunta de la niña –que no la reconoció–: “¿Quién eres? Por favor, dime ¿quién eres?”, esta Señora, como haciendo una síntesis, como reconcentrando en pocas palabras todo su misterio, le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

Podemos decir que, en cierto sentido, el gran secreto de la Virgen, aquel que le ha permitido ser la Madre del Salvador y sobrellevar todas las consecuencias de esta maternidad, fue la gran vida interior que tuvo gracias a su Inmaculada Concepción. “Fue el Espíritu Santo quien, llenando de gracia a la persona de María en el primer instante de su concepción, la redimió de modo más sublime, haciéndola Inmaculada”[1].

Es decir, por el hecho de que la Virgen María fue Inmaculada, Ella ha sido revestida de las gracias del Espíritu Santo desde el primer instante de su concepción. Y por eso dice Santo Tomás que el primer efecto o la primera consecuencia de la acción del Espíritu Santo en la Virgen María, de este revestimiento de gracia que no permitió que fuera manchada por el pecado, fue el “en el recogimiento sobre uno solo y en la elevación por encima de la multitud”[2], es decir, reunir todas sus potencias en una única actividad, en la contemplación de Dios: ésta era la vida interior de la Virgen.

Sin embargo, para entender mejor la vida interior de la Virgen, para penetrar un poco aquella grandeza de ánimo de la Virgen, podemos ver su relación con su Divino Esposo, el Espíritu Santo, a través de sus dones. Pero, en primer lugar, recordemos qué son los dones del Espíritu Santo, y luego veremos el efecto de algunos de estos dones en la Virgen.

1.                 Los dones del Espíritu Santo

 Los dones del Espíritu Santo son cualidades sobrenaturales que Dios nos da junto con la gracia y las virtudes infusas, por medio de las cuales el hombre se dispone a obedecer prontamente a las mociones del Espíritu Santo que habita en nosotros. Es decir, por medio de los dones, el Espíritu Santo comienza a ser el motor de nuestras acciones (evidentemente nosotros debemos ser dóciles al Espíritu Santo, para que así Él pueda ser el motor de nuestras acciones).

Pero esta inspiración de Dios, que hace que nuestras potencias obren movidas por el Espíritu Santo, es distinta de aquella moción ordinaria de Dios para hacer el bien y evitar el mal, porque es un impulso especial, una moción directiva para ejecutar aquí y ahora lo que el Espíritu Santo nos inspira y que no podemos hacer con nuestras solas fuerzas naturales.

Por eso, los dones del Espíritu Santo nos hacen obrar de un modo sobrenatural (es decir, por encima del modo humano de obrar), por una cierta amorosa connaturalidad de las cosas divinas y por una cierta experiencia afectiva de ellas.

Por eso, a diferencia de los actos de las virtudes infusas –en las cuales Dios es causa principal primera y nosotros somos la causa principal segunda–, en los actos producidos por los dones del Espíritu Santo, Dios es causa principal única y nosotros somos solo causa instrumental; por tanto, estos actos son formalmente divinos y sólo materialmente humanos. Sin embargo, como es la libertad humana la que deja espacio a la acción divina (hay una absoluta docilidad a Dios), el que sea humano sólo materialmente no disminuye en absoluto el mérito del alma en esa acción.

Y la Virgen, por ser llena de gracia y de caridad, poseía en un grado altísimo los dones del Espíritu Santo, y, como fiel Esposa Suya, fue absolutamente dócil a sus mociones; por eso se puede decir que Ella fue movida y gobernada en todo por el Espíritu Santo.

2.                 Los dones en la Virgen (fortaleza y piedad)

El don de fortaleza da al alma una energía inquebrantable en la práctica de la virtud, porque nos hace practicar la virtud de un modo sobrehumano. Tal vez una de las más bellas expresiones de lo que hace este don en el alma es la que escribió Santa Teresa de Jesús: “Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino…”[3].

Y como consecuencia de esto, hace que el alma sea audaz y valerosa frente a todos los peligros, frente a todos los enemigos, porque tiene una confianza extraordinaria en Dios; los que se dejan mover por el Espíritu Santo a través de este don, tienen una energía sobrehumana, hasta el punto de estar dispuestos al martirio.

Pero este don no sólo da una fuerza extraordinaria para sobrellevar lo extraordinario, sino también para vivir heroicamente lo ordinario, es decir, da fuerza para sufrir ese martirio invisible –pero a menudo más difícil– que es la práctica heroica de cumplir el propio deber cada día, es decir, la fidelidad en el cumplimiento de los deberes sin la más pequeña infracción voluntaria, que constituye un verdadero martirio de pequeños alfilerazos.

Este don en María tiene su particularidad en cuanto que Ella, más que ningún hombre excepto Jesús, ha sufrido tanto; por esto se dice que Ella debió sufrir un verdadero martirio junto a la Cruz de su Hijo: el martirio del corazón. Pero para soportar estos arduos y graves dolores, no bastaban las fuerzas humanas, ni siquiera la sola virtud de la fortaleza, sino que era necesaria una fuerza especial, y esta fuerza la recibió del Espíritu Santo a través del don de fortaleza.

“Fue el Espíritu Santo quien sostuvo el ánimo de la Madre de Jesús, presente al pie de la cruz, inspirándole, como en la Anunciación, el fiat a la voluntad del Padre celeste, que quería estuviera maternalmente asociada al sacrificio del Hijo para la Redención del género humano”[4].

El don de piedad, por medio del cual el alma siente una gran ternura filial por Dios Padre y un total abandono en sus manos, esa ternura, ese amoroso abandono de la Virgen por Dios Padre, está perfectamente expresado en este doble fiat de la Virgen a la Voluntad del Padre –como decía la Carta de Pablo VI–. Pero el don de piedad nos hace ver una gran veneración por la paternidad del Padre respecto del Verbo Eterno, es decir, una gran complacencia y adoración no sólo porque Dios es mi Padre, sino porque Dios es Padre del Verbo. Justamente esta adoración manifestó la Virgen cuando Jesús le dijo: ¿No sabéis que Yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lc 2,49). Ella, aun no comprendiendo, en un profundo gesto de adoración de este misterio trinitario, conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2,51).

Además, el don de piedad nos hace ver y amar al prójimo como un hijo de Dios, y sin duda la Virgen ama a todos los hombres, hasta el punto de aceptar el oficio de Madre, movida por el Espíritu Santo, como dice Pablo VI: “Fue el mismo Espíritu Santo quien dilató con inmensa caridad el Corazón de la Madre dolorosa para acoger de labios del Hijo, como su último testamento, la misión de Madre […] de toda la humanidad” y también rezando por todos nosotros “fue nuevamente el Espíritu Santo quien elevó a María, en alas de la más ferviente caridad, al oficio de Orante por excelencia”[5].

Conclusión

La tradición asemeja la belleza de la Virgen María a la belleza de la luna (pulchra ut luna (Cant 6,10)). La imagen es muy profunda y habla de la interioridad de la Virgen, porque así como la luna refleja la luz del sol, así la Virgen, por su profunda espiritualidad, refleja la luz de Dios.


[1]Pablo VI, Carta al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional.

[2]S. Th., III, 27, 3 ad 3: “mentem eius magis in unum colligens et a multitudine sustollens”

[3]Santa Teresa, Camino de perfección, 21, 2.

[4]Pablo VI, Carta al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional.

[5]Id.

Admisión - Monasterio Beata Gabriela de la Unidad - SSVM

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