El pasado 31 de diciembre, primeras vísperas de la Solemnidad de María Madre de Dios, nos reunimos con las hermanas de la Casa Provincial en la capilla de la Procura Generalicia de las SSVM para dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos en el año concluido con la Santa Misa y el canto del Te Deum. A continuación publicamos la homilía pronunciada por el P. Gustavo Nieto, Superior General del IVE.
Te Deum
Queridos todos, nos hemos reunido hoy para dar gracias a Dios nuestro Señor por todos los beneficios recibidos durante el año que está a punto de terminar. Y lo hacemos del mejor modo que se puede ser agradecidos con Dios, es decir, mediante la celebración de la Santa Misa, de la Eucaristía, que significa acción de gracias, y a través del canto del Te Deum, himno que la tradición atribuye a San Ambrosio y a San Agustín: se dice que ante la alegría del bautismo de San Agustín, San Ambrosio proclamaba el himno y San Agustín lo repetía (siglo IV).
En la “tarde del 31 de diciembre se entrecruzan siempre dos perspectivas diversas: la primera, vinculada al fin del año civil; la segunda, a la solemnidad litúrgica de María Santísima Madre de Dios, que concluye la Octava de la santa Navidad. El primer acontecimiento es común a todos; el segundo es propio de los cristianos”[1].
Esta realidad, confiere a esta celebración vespertina, siempre, un carácter singular, un clima espiritual particular que invita a la reflexión; a una reflexión que, ante la consideración del paso del tiempo y de la Encarnación del Verbo, se hace ineludible y que es la consideración sobre el misterio mismo de “la vida” de “nuestra vida”, frágil y fugaz como el paso del tiempo, pero al mismo tiempo sólida y permanente por el hecho de la Encarnación del Verbo.
1. El fin del año civil
En primer lugar, este día nos enfrenta ante el misterio de la vida misma, ilustrado de una manera muy singular y muy profunda en el hecho de que la vida pasa, que el tiempo transcurre, que lo que pasa no vuelve a suceder nunca más. Esto si bien es muy simple, no deja de ser muy profundo y trascendente al mismo tiempo. Por algo decía San Pedro Fabro (uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, canonizado hace poco): “el paso del tiempo es el gran mensajero de Dios”. Aun los que no tienen una visión cristiana de la vida se enfrentan ante esta realidad, en estas horas se piensa siempre en los acontecimientos que han pasado, en las personas que han influido de una u otra manera en nuestros días. En una palabra, hay como una invitación implícita a reflexionar sobre el paso del tiempo y al mismo tiempo sobre el misterio de la vida. Es importante, pues, sacar frutos de estos días de una manera sapiencial y profunda.
El mundo, por otra parte, no lo hace. El mundo se pierde en festejos y diversiones, pero para nosotros no debería ser jamás así, porque “el paso del tiempo es el gran mensajero de Dios” para nuestras almas y es por tanto tiempo para sacar provecho.
En este sentido, decía el papa Benedicto “en las últimas horas de cada año solar asistimos al repetirse de algunos ritos mundanos que, en el contexto actual, están marcados sobre todo por la diversión, con frecuencia vivida como evasión de la realidad, como para exorcizar los aspectos negativos y favorecer improbables golpes de suerte. ¡Cuán diversa debe ser la actitud de la comunidad cristiana”[2].
Y aquí entra la Solemnidad de María, Madre de Dios y la Encarnación del Verbo. “La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle “las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos”[3].
Parece de esta manera que estos dos acontecimientos que se entrecruzan al mismo tiempo se iluminan, el paso del tiempo con su fugacidad y su vanidad y al mismo tiempo la celebración de la plenitud de los tiempos como centro de la vida del hombre.
Hablando precisamente de la visión mundana de la vida y de cómo se festeja en estos tiempos los últimos días del año, continuaba el papa Benedicto “Así pues, se confrontan dos valoraciones de la dimensión tiempo, una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la plenitud de los tiempos (Ga 4,4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo”.
Esto es muy importante y es lo que da la verdadera dimensión al cierre del año y a lo que San Agustín llama “el misterio del tiempo y la eternidad”. Por un lado, ante esta realidad del “misterio del tiempo” somos llamados a considerar con total seriedad y con la mayor profundidad posible el misterio de la vida, pero no de la vida en general sino de “nuestra vida particular”, de los acontecimientos que nos suceden, de la exclusividad de los mismos, de la irrepetibilidad de los mismos (lo que sucedió, sucedió), de la gracia que hay en cada uno de ellos (lo decía San Alberto Hurtado, cada acontecimiento que sucede en mi vida, tiene siempre un aspecto divino). Hasta los mundanos lo hacen, pensando en lo que pasó, en las personas que ya no están con nosotros, etc.
Por otro lado, la realidad del “misterio del tiempo” y del transcurrirse de acontecimientos sobre acontecimientos, es una invitación a pensar en la eternidad, en el final del camino de la vida, al final de nuestro camino terreno. Hubo un comienzo y habrá un final, un tiempo para nacer y un tiempo para morir (Qo 3, 2), que a medida que los años pasan se presenta cada vez más cercano.
“Con esta verdad, bastante simple y fundamental -decía el Papa-, así como descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y también nuestros días”.
Mucho se podría decir del valor del tiempo, que ciertamente es muy provechoso. Hay un famoso sermón de San Alfonso María de Ligorio en el que habla sobre el valor del tiempo y de cómo emplearlo bien. De todas maneras, esta consideración quedaría siempre incompleta sin una reflexión al mismo tiempo profunda y responsable sobre cuál debe ser nuestra actitud ante este misterio que nos envuelve y nos define en cierta manera.
¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la vida? ¿Nuestra actitud ante el paso del tiempo, de “nuestro tiempo”, el que Dios nos ha dado y nos hace palpar de una manera tan tangible? ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante los acontecimientos que nos rodean? ¿ante la realidad que nos circunda?
Esto implica, es cierto, como lo señalaba hace poco el Papa Francisco, un examen de conciencia de cómo se ha vivido, de lo que se ha ganado y de lo que se ha perdido en este sentido, sobre qué profundidad se le ha dado a los distintos acontecimientos y vicisitudes, de qué dimensiones se los ha rodeado, en otras palabras, cómo se los ha comprendido y se los ha iluminado.
2. La Solemnidad de María, Madre de Dios
Encuentra aquí su lugar de una manera particular la celebración litúrgica de la cual estamos celebrando las primeras vísperas, que es la de Santa María, Madre de Dios, que ante el misterio del transcurrir del tiempo nos presenta el misterio de la plenitud de los tiempos (como se ha leído en la segunda lectura) cuando Dios envió a su hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para liberarnos a nosotros que estábamos bajo el yugo de la ley.
– La primera respuesta ante el misterio de la vida se encuentra en la Sagrada Escritura, y la trajo a colación San Juan Pablo II en unas vísperas que celebró en la Basílica de San Pedro el 31 de diciembre de 2001, a pocos días de concluir el gran Jubileo del año 2000 y se basa en las virtudes de la humildad y la confianza, sobre las que se construye siempre, siempre, una base segura para edificar luego la vida teologal en el alma.
“Señor, ¿es este el tiempo?” (decía el Santo Padre) ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber “antes” lo que sucederá “después”, para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hech 1, 6-7). Pero añadió: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (…)hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud “nueva” con respecto al tiempo”[4].
Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
– Pero hay una segunda actitud que se desprende de esta primera y con la cual se debe enfrentar la vida, y esto es clave: es la centralidad de Jesucristo, en todo lo que sucede, en todo lo que pasa. Es ahí donde se revela el misterio del hombre, el misterio de su fugacidad en esta tierra.
Les decía recién que siempre en este día se lee el texto de la Carta a los Gálatas, en el que se habla de la Encarnación que se dio en la plenitud de los tiempos. De nuevo al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (Ga 4, 4).
Lo explica el santo Padre con estas palabras “Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente.
En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el todavía no del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el “ya” de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo.
Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra”[5].
Es así que la tensión del alma humana o el drama del hombre encuentra luz, sosiego y tranquilidad solamente en el misterio del Verbo Encarnado, del Verbo que irrumpe en la historia para llenarla de sentido y de finalidad.
Estos textos de Benedicto XVI, iluminan lo que estamos diciendo: “Otro año llega a su término, mientras que, con la inquietud, los deseos y las esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo. Si pensamos en la experiencia de la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que es en el fondo. Por eso, muchas veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a nuestros días? Más concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y dolor? Esta es una pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de cada generación y de cada ser humano.
Pero hay una respuesta a este interrogante: se encuentra escrita en el rostro de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el Viviente, resucitado para siempre de la muerte. En el tejido de la humanidad, desgarrado por tantas injusticias, maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad gozosa y liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y nacimiento nos permite contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno ha entrado en nuestra historia y está presente de modo único en la persona de Jesús, su Hijo hecho hombre, nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar radicalmente la humanidad y liberarla del pecado y de la muerte, para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios. La Navidad no se refiere sólo al cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne directamente, sino que nos la regala nuevamente de modo misterioso y real.
Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4, 4-5). Estas palabras tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque desde el día en que nació el Señor la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros. Así pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno definitivo. Desde que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más esclavo de un tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno.
La Iglesia vive y profesa esta verdad y quiere proclamarla en la actualidad con renovado vigor espiritual”[6].
Queridos Hermanos: es precisamente por esto, principal y eminentemente, que en esta liturgia, mientras nos despedimos del año que queda definitivamente en el pasado, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo. Y es por eso que cantamos el Te Deum, que es un himno de acción de gracias a Dios Padre por la Encarnación de Jesucristo. Lo hemos cantado tantas veces que puede ser que se nos pase por alto la belleza que encierran sus versos.
Después de la acción de gracias a Dios y la alabanza al Verbo Encarnado, el himno termina con una petición y una determinación que bien deberíamos clavar en nuestra alma para que se convierta en una convicción que ilumine el nuevo año que se inicia: In te, Domine speravi, non confundar in aeternum –En ti señor confié, no me veré jamás defraudado.
Que la Santísima Virgen nos conceda la gracia de vivir siempre con la luz de esta fe en nuestra alma.
[1]S.S. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de María Madre de Dios, 31 de diciembre de 2006.
[2]Ibidem.
[3]Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et spes, 1.
[4]S.S. Juan Pablo II, Homilía al final del canto del Te Deum, 31 de diciembre de 2001.
[5]Ibidem.
[6]S.S. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios y canto del Te Deum, Basílica Vaticana, 31 de diciembre de 2011.