El pasado 21 de noviembre se celebró en la Iglesia la Jornada de oración por los religiosos de vida contemplativa. Al celebrar la memoria de la presentación de la Virgen María al Templo, entregándose por completo al Señor, recordamos el valor inmenso que la entrega de nuestras hermanas tiene en sí, ya que en la vida de clausura “nuestras monjas consagrarán sus vidas a contemplar y a vivir el misterio del Verbo Encarnado en la máxima expresión de su anonadamiento que es la cruz y que las llevará a entregarlo todo y a entregarse totalmente, demostrando así que no hay mayor amor que el que da la vida por sus hermanos”. En agradecimiento a Dios por el don de la vida contemplativa en nuestro Instituto y en la Iglesia, publicamos a continuación un escrito de una Servidora que narra la experiencia de la entrega sin reservas a Dios.
Hace unos años, estando en cierta misión, tuve la gracia de -por primera y última vez- presenciar un acto tan sencillo como impactante en la pequeña capilla de un Carmelo, que fue el ingreso de una joven postulante a la clausura.
Quien ha estado presente en la entrada de una joven al Carmelo, estará de acuerdo conmigo en que en ese sencillo acto de dar dos golpes a la puerta y besar el crucifijo de rodillas para luego desaparecer de la vista de los allí presentes tras el cierre lento pero seguro de la puerta que lleva la inscripción de “clausura”, es motivo de profundas reflexiones existenciales. Así se me plantearon a mí algunos interrogantes: ¿qué hago yo en este mundo? ¿cómo vivo mi vida religiosa? ¿realmente doy gloria a Dios con lo que hago? ¿sigo hoy como en el día de mis Bodas con Cristo, con las mismas disposiciones de dejarlo TODO por Él? ¿estoy dispuesta a “morir en vida”, para asemejarme más a Cristo?
Pero debo confesar que no me indujo menos a una profunda reflexión, el breve diálogo que tuve con otra religiosa que había acudido a la entrada de la postulante al Carmelo, aunque no la conocía. Esta religiosa hacía poco había celebrado sus 25 años de profesión y muy emocionada me comentó la fuerte impresión que le causó el ver a esa chica sola, sin su familia, en un país extranjero, lejos de su idioma, patria y cultura… que venía a encerrarse tras las rejas de un Carmelo en un país tan lejano y diferente al suyo. Y concluyó su propia reflexión poniéndome otro cuestionamiento a mí: “¿Y usted, hermana… si Dios la llamara a la vida de clausura, entraría?”
Con esta frase volvieron a la carga mis planteos: ¿Cuánto lo amo?… ¿cuán dispuesta estoy a seguirlo a donde me quiera llevar, sea donde fuere, y en las condiciones en que Él quiera? E incluso en el momento que Él quiera… aún viviendo en medio de una intensa vida apostólica. En fin… ¿qué le dará más gloria a Dios?… etc.
Otro hecho casi insignificante se podría decir, pero que a mí me ha hecho reflexionar bastante, es algo que me sucedió en otra ocasión, mientras que esperaba a reunir a un grupo de jóvenes con el que habíamos viajado a las Jornadas Mundiales de la Juventud. Un hombre se me acercó y me dijo: “hermana, solo quería agradecerle por su consagración”, y se fue sin darme oportunidad de contestarle nada. Esa frasecita, me dejó la piel de gallina, porque en ese momento me di cuenta de lo mezquina que soy yo en dar gracias a Dios por haberme hecho a mí esposa de su Hijo y colaboradora Suya en semejante obra como es la redención de los hombres; y por ende me di cuenta de lo poco que había valorado hasta entonces este inmenso don de la vocación religiosa; y a la vez sentí vergüenza de mí misma porque ese hombre que ni conozco ni me conoce valora mi vocación religiosa como lo que es, es decir: no solamente como un don particular hecho a esta persona sino un don hecho por Dios a la Iglesia, y como tal un don hecho por Dios a los hombres mis hermanos; de lo cual se desprende la grave responsabilidad que se sigue de cuidarla y de perfeccionarla por el bien de la Iglesia. Es también una realidad el hecho de que inclusive los demás se ven beneficiados por mi consagración, ya que cuanto más perfecta es un alma consagrada es mayor el poder de intercesión que adquiere ante Dios en beneficio de los hombres sus hermanos.
De una cosa estoy convencida y es que Dios no mira tanto lo que hacemos cuanto las disposiciones que tenemos de corazón al hacer lo que hacemos, ya sea algo ínfimo como algo monumental. De ahí que Santa Teresita exclamara que “no es menos meritorio el martirio del corazón que el derramamiento de sangre”, y ello porque el alma que ofrece en su corazón cada pequeño sacrificio con una actitud martirial (bien entendida), coopera en la obra de la salvación y da tanta gloria a Dios como quien en un instante derrama su sangre por la misma causa que es la Gloria de Dios y salvación de las almas.
Muchas veces, nos pasa que nos acostumbramos a nuestro estilo de vida, y nos olvidamos que a Dios debemos amarlo cada día más, es decir, cada día como si fuera el primero y el último. Nos olvidamos que Dios y las almas esperan de nosotros cada día un poco más, un poco más de virtud, un poco más de amor, un poco más de abnegación, un poco más de entrega… Y nosotros por el contrario a medida que pasan los años y adquirimos “experiencia”, creemos ya haber hecho bastante, o al menos nos sabemos ya “enrolados” en este apostolado o en aquella actividad y hasta tenemos la tentación de pensar que acabarán nuestros días haciendo eso mismo, sin pensar que quizá Dios no nos pida eso mañana.
“Ego semper novitius”, no por nada ese famoso epitafio nos recuerda la necesidad absoluta de mantener siempre vivo nuestro primer fervor, a fin de que el Señor pueda contar hoy con nosotros de la misma manera que lo hizo hace unos años. De modo que estemos dispuestos a enterrarnos vivos, con todo lo que somos y poseemos, al igual que el grano de trigo.
Cuando esa hermana me preguntó qué haría yo… no le contesté… pero… sí, Dios ya me había llamado.
Una Servidora contemplativa.