“Señor… ¿A quién vamos a ir?”
Con motivo de nuestros votos perpetuos
Después de multiplicar milagrosamente los panes y dar de comer a una multitud, Jesús predica el discurso del Pan de Vida. El apóstol Pedro estaba allí, muy cerca de su Maestro, como era costumbre, escuchándolo con atención. Sentía en carne propia su nada, experimentaba su pequeñez y debilidad; veía que el camino para seguir al Señor se estrechaba cada vez más. Como los demás discípulos, él tampoco entendía. El misterio del Corazón de Jesús era demasiado grande para ser comprendido. Sentía abrirse ante Él y su Maestro un abismo sin fin… ¡qué duras sonaban sus palabras! ¡Qué difícil se hacía creer!… con lágrimas en los ojos vio la partida de muchos discípulos, tanto mejores que él. Vio con tristeza cómo algunos de los que habían sido su ejemplo abandonaban a Jesús, “Desde aquel momento muchos discípulos se volvieron atrás y dejaron de andar con Él” (Jn. 6,66).
Se desató una guerra en su apasionado corazón. Deseaba volar hacia Dios y el peso de la carne lo aprisionaba… deseaba cielo y era barro, deseaba santidad y se sabía pecador.
Es osado afirmarlo, pero imagino que tuvo miedo de la Cruz y no es ilógico pensar que tuvo la tentación de marcharse. En ese momento, la pregunta de Jesús que sabía lo que pasaba en el corazón de sus discípulos: “¿Ustedes también quieren irse?” (Jn 6,68), lo impulsa a decidirse.
La fe y sinceridad del Apóstol vencieron su alma arrebatada… buscó la irresistible mirada de Jesús… aquellos ojos que lo habían cautivado y transformado… aquellos ojos que lo sondean y conocen todo. Sin importarle nada más exclamó: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68).
Una vez más dejó sus redes y siguió a Jesús. En su corazón, que navegaba a oscuras, resonaba el eco de las palabras que la noche anterior Jesús le había dicho mientras caminaba sobre las aguas: “No tengáis miedo” (Mt 10,28).
Aún no podía ver con claridad, pero sabía algo con certeza: nadie había hablado antes como aquel hombre… solo Él tenía palabras de vida eterna… solo Él podía calmar la sed de infinito que ardía en su corazón.
Hoy en día, Jesús sigue haciendo la misma pregunta y como aquella vez, también hay muchos que se vuelven atrás y dejan de seguirle.
Este 19 de marzo, Solemnidad de San José, 14 hermanas diremos con toda la fuerza de nuestro corazón: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
Hace seis años, hicimos nuestra primera profesión y aunque en la intención fueron perpetuos, ¡Qué diferente es profesar ahora! En aquel entonces, la entrega fue tan real como ahora, pero en estos años, Dios nos ha dado pruebas de lo que significa seguirle. Vimos muchas veces multiplicarse los panes y nos sentimos seguras con los bienes que nos prodigaba, pero también hemos recibido astillas de su Cruz que han ido dando forma al corazón: renuncias, humillaciones, arideces, noches, incomprensiones. La misión en lejanos países, la soledad, tentaciones, enfermedad, muerte de seres queridos. Cruces grandes, cruces pequeñas que han hecho estremecer al alma y nos dan pruebas de que para estar con Jesús hay que elegir el camino estrecho.
Por milagro de la gracia hemos perseverado y con el alma estremecida, como San Pedro, queremos decir “¿A quién vamos a ir? Solo Tú Señor tienes palabras de vida eterna”. Nosotras no nos queremos ir y le decimos sí para siempre. ¿A quién iremos?, nosotras queremos quedarnos aquí y acompañar a Jesús hasta el Calvario. Postradas, queremos dejar ante el altar todo nuestro ser y nuestra nada con el deseo de que Dios haga con nosotras lo que quiera.
Sólo Jesucristo tiene palabras de vida eterna, palabras que ensanchan el alma y le dan alegría infinita. Sólo Jesús que nos ha amado hasta el extremo es capaz de colmar nuestras aspiraciones más profundas.
¿A quién vamos a ir?Si no podemos imaginarnos en otro lado y deseamos morir en el seno de esta Familia Religiosa vistiendo el hábito de Servidoras.
Con los votos perpetuos queremos decir sí al llamado de Cristo y comprometernos a no ser esquivas a la aventura misionera y llevar a todos los hombres esa Palabra que da la vida eterna. El mundo, aunque lo niegue, tiene una desesperante sed de Dios y nosotras queremos mostrar a ese mundo que Cristo vale la pena, porque no solo da la vida sino que Él es la vida misma.
Con los votos perpetuos, al igual que Pedro, profesamos nuestra fe y buscamos la irresistible mirada de Jesús que nos ha cautivado. Y le damos nuestra vida para que la hermosee con su Cruz, porque es la Cruz lo que hay que esperar para la esposa de un Crucificado.
Nosotras no queremos esperar la muerte para alcanzar el Cielo, porque los votos nos lo anticipan.
Pedimos la protección de nuestra Madre, la Virgen de Luján, la de su esposo San José, patrono de las vírgenes y la de San Juan Pablo Magno, Padre de nuestra amada Familia Religiosa. Y las oraciones de cada uno de ustedes por nuestra fidelidad, para que Dios finalice la obra que ha comenzado.
¡Viva la Misión! ¡Viva nuestra Familia Religiosa!
Hermana Maria del Magnificat