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Versión virtual. Año XXII. N° 330

Roma, 6 de enero de 2017

Solemnidad de la Epifanía del Señor

Homilía predicada por el R.P. Gonzalo Ruiz Freites en la Solemnidad del Nacimiento de Nuestro Redentor, Casa Procura Generalicia, Roma

El 25 de diciembre nos reunimos las Hermanas de la Casa Procura Generalicia junto a las Hermanas de la Provincia Nuestra Señora de Loreto para celebrar el Nacimiento de nuestro Redentor. En la Santa Misa, el P. Gonzalo Ruiz Freites, IVE, nos predicó una hermosa homilía que publicamos a continuación.

 Nació para sufrir

Celebramos la Navidad y nuestro corazón se dirige lleno de amor al Niño Jesús que yace en el pesebre. Lleno de amor y de ternura al contemplar al mismísimo Dios que se hace tan pequeño, tan débil, tan necesitado por amor a nosotros. Y tan amable, porque como dice S. Alfonso, los bebés no tienen que hacer nada para despertar el amor de los grandes: por sí mismo son amables, despiertan ternura y amor. Y por eso el Dios se hizo niño… para atraer nuestro amor.

Cuando nace un niño la alegría de sus padres, y de la casa entera, es inmensa. El mismo Señor lo recuerda[1]. Cuando nace un niño lo que tenemos delante de nosotros es una vida nueva, un nuevo inicio, algo que llena el alma de esperanza. Y uno podría preguntarse qué será de este niño, qué hará, qué estudiará, cómo será su carácter y mil cosas más. Pero en el caso del Niño de Belén hay algo que marca su nacimiento como en ningún otro caso: este Niño viene al mundo para sufrir. Tiene un destino ya marcado, que Él mismo ha elegido libremente por amor nuestro: sufrir toda su vida indecibles sufrimientos, hasta llegar al colmo del sufrimiento en la cruz. Por amor a mí. Porque como bien dice S. Tomás, el fin de la encarnación era poner remedio al pecado[2]. La encarnación es el primer y el gran anonadamiento, como dice la carta a los Filipenses: (Él) siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se anonadó a sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 2-6). Pero también, y para poner remedio al pecado, ofreció el supremo sacrificio de su vida en la cruz, derramando su sangre por nosotros: mi cuerpo entregado… mi sangre derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 26-28), porque como bien dice la Carta a los Hebreos, sin efusión de sangre no hay redención (Heb 9,  22). O como dice S. Juan Apóstol, Él es propiciación por nuestros pecados y no solo por los nuestros, sino por los del mundo entero (1 Jn 2, 2); y esto desde el inicio y movido por su infinito amor, desde su ingreso en este mundo, es decir, desde su envió por parte de Dios: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados(1 Jn 4, 10).

Por eso ya en Belén se proyecta la sombra de la cruz. Incluso ya en Belén, se comienzan a ver muchos sufrimientos que el Niño Dios, el Rey del cielo y de la tierra, el todopoderoso, ha querido sufrir libremente por nosotros. Se ve así su pobreza radical, su falta de acogida por parte de los hombres (no había lugar para ellos; Lc 2, 7); su debilidad física, su necesidad de comer, de ser alimentado, de ser abrigado, de ser sostenido, se ve también cómo su nombre suscita la persecución del mundo (Herodes busca al Niño para matarlo; Mt 2, 13), y en su nombre son martirizados los santos inocentes (Mt 2, 16ss); aun Él no ha hecho nada y ya tiene que huir de su patria y sufrir desprecios y destierro. Y junto a Él, sufren los que son suyos, los que están con Él: María y José.

De hecho, la cruz aparece también profetizada en la presentación de Jesús en el Templo, en las palabras del anciano Simeón, que llama a Jesús Luz para iluminar a las naciones (Lc 2, 32), lo cual reclama los Cánticos del Siervo Sufriente de Yavéh (Is 42, 6: te he establecido como luz de las naciones; 49, 6: yo te haré luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra). Siervo que dará la vida en expiación por nosotros, los pecadores: Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.  ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y en sus llagas hemos sido curados… Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca… Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido; y se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba, por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca[3].

Y esos sufrimientos acompañarán también a los que están con Él, a los suyos. Por eso el mismo Simeón profetiza a María: y a ti misma una espada de dolor te atravesará el alma (Lc 2, 35). El mismo Juan Bautista, en los albores de la vida pública del Señor, lo llamará Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29.36), Cordero, porque es el verdadero Cordero pascual que será inmolado en la verdadera pascua, de la cual la antigua pascua judía era una simple figura y profecía, una sombre. El nombre de “Cordero” indica la naturaleza sacrificial de su misión. En el Cuarto Cántico se dice también del Siervo que como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca (Is 53, 7). Y en el Apocalipsis se presenta a Cristo como el Cordero que ha sido degollado, pero está puesto en pie (Ap 5, 6): es decir, Cristo que ha padecido, pero que ha resucitado, y por eso es digno de recibir recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5, 12-13). Todo en Él, entonces, desde el inicio, indica que viene para sufrir y para redimirnos por medio de sus sufrimientos.

Es una de las paradojas de la Navidad: vemos un Niño apenas nacido, con toda la vida por delante, lleno de vida y sabemos que en realidad viene para sufrir, viene para morir, por amor nuestro ¿Cómo no nos va  conmover tanto amor?

Jesús sufrió todos los géneros de sufrimientos

En una conocida questio, S. Tomás se pregunta si Cristo padeció todos los tipos de sufrimientos[4]. Después de descartar esto, dice sin embargo que padeció todos los géneros de sufrimientos. Y esto sea de parte de los hombres que lo hicieron sufrir: padeció tanto de los gentiles como de los judíos; de los hombres y de las mujeres (las sirvientas que importunan a Pedro). Padeció también por parte de los jefes y de sus ministros, e incluso de la plebe, según las palabras de Sl 2, 1-2: ¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías. Padeció también de los familiares y conocidos, como es claro en el caso de Judas, que le traicionó, y en el de Pedro, que le negó.

Otra, por parte de todo aquello en que el hombre puede padecer. Cristo padeció en sus amigos, que le abandonaron; en la fama, por las blasfemias proferidas contra él; en el honor y en la gloria, por las burlas y las afrentas que le hicieron; en los bienes, puesto que fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes.

Además, padeció universalmente por lo que atañe a los miembros del cuerpo: en la cabeza la corona de espinas y los golpes; en las manos y pies, taladrados por los clavos; en la cara, las bofetadas y salivazos; y en todo el cuerpo, los azotes y golpes. Padeció también en todos los sentidos del cuerpo: en el tacto, por haber sido flagelado y atravesado con clavos; en el gusto, porque le dieron a beber hiel y vinagre; en el olfato, porque fue colgado en el patíbulo en un lugar maloliente, llamado lugar de la calavera, a causa de los cadáveres allí existentes; en el oído, al ser herido por las voces de los blasfemos y burlones; en la vista, al ver llorar a su madre y al discípulo amado.

Por eso se le aplican bien las palabras de Isaías: desde las plantas de los pies a la cabeza no hay en él nada sano, sino, sino heridas y golpes y llagas abiertas que no han sido vendadas (Is 1, 6). O como dice el Sl 38, 3: no hay parte ilesa en mi cuerpo. Este mismo cuerpecito que ahora vemos en los brazos amorosos de María.

Jesús sufrió por amor nuestro

Todo ese sufrimiento, que comienza en Belén, fue por amor nuestro. Y fue voluntario: Yo doy mi vida para retomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo mismo la doy” (Jn 10, 17-18). No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15, 13). Por eso en el Apocalipsis se nos dice que los santos se han purificado en la sangre del Cordero, pues Él nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5; cf. 5, 9, 7, 14 el lavado de los vestidos en la sangre del Cordero; 12, 11). Al punto tal que al final del Apocalipsis se lo ve a caballo, acaudillando victorioso, y se dice que lleva un manto teñido de sangre, y su nombre es el Verbo de Dios (19, 13).

Tenemos que seguir a Jesús en la Cruz

Contemplando hoy al Niño Dios, tan amable y cuyo amor nos llena de ternura, debemos comprender, en la fe, que viene para salvarnos, para sufrir, para morir por nosotros, para ofrecerse en sacrificio expiatorio de suave olor para Dios. Y tenemos que tomar la firme decisión de amarlo por sobre todas las cosas, cumpliendo así el primero y más grande mandamiento (Mt 22, 37ss). De seguirlo en la cruz, porque esa es la primera condición de sus discípulos (Mt 16, 24ss). Y de amar la cruz, como Él la amó porque ella éramos nosotros. Y tenemos que comprender que llevar la cruz es una gracia: es una gracia que se nos conceda poder padecer algo por Cristo. Lo enseña S. Pablo: porque en relación a Cristo, a vosotros se os ha dado la gracia no sólo de creer en Él, sino también de padecer por Él (Flp 1, 29). De hecho, Él ha querido asociar a los suyos a su pasión para la redención del mundo. Ya dijimos que desde el inicio sufren los suyos con Él: María y José. Y eso mismo es lo que Él nos pide.

Escuchemos en este día de gozo su apelo y su llamado urgente. Enamorémonos de Él, y sigámoslo en la Cruz. Allí está, además, el centro de nuestra vocación como almas consagradas: la total identificación con Él, obrada por el amor que hace uno con el amado porque transforma en el amado. Digamos con Santo Tomás Apóstol: vayamos también nosotros a morir con Él (Jn 11, 16).

Nos lo conceda María Santísima.

Nino Jesus

Memoria de la Hna. María del Dulce Nombre Costantini, en ocasión de los 15 años de la muerte del R.P.Guillermo Costantini

El pasado 28 de diciembre se cumplieron 15 años de la muerte del P. Guillermo Costantini, IVE. En su memoria queremos recordar su figura de Sacerdote ejemplar y en cierto modo expresar así nuestra gratitud por todo el bien que ha realizado con su Ministerio, de una manera especial por su exquisita Caridad y ayuda hacia nosotras, Servidoras, dado que fue Consejero, Confesor y Director espiritual de numerosas religiosas.

El testimonio de su sobrina, hoy religiosa de nuestro Instituto, la Hermana María del Dulce Nombre Costantini, nos lo presenta tal como era.

“Vos que lo conociste ¿Qué nos podés contar del p. Guillermo?”

– ¿De verdad? ¿Vos sos sobrina del padre Guillermo? – era la común expresión de las personas cuando te conocían, mientras se te quedaban mirando fijamente como recordando en su interior quién sabe qué cosa; otros, queriendo expresar algo, luego de un lapso de silencio se te acercaban y te decían: “A mí tu tío me ayudó mucho en esto…”; “yo conocí al p. Guillermo en una situación muy difícil que estaba atravesando y él me ayudó…”; “yo le debo mucho a tu tío cura…”. Otras personas, en cambio, que no habían tenido la oportunidad de conocerlo personalmente pero que habían oído hablar de él, te pedían: “Por favor, contáme algo de tu tío, yo no pude conocerlo”

Ante ese pedido, nunca me sentí del todo preparada para responder. Generalmente se esperaría la clásica respuesta: “Bueno, no lo digo porque sea mi tío, ¡eh!, pero ¡era un santito!”. A mí en cambio, me ocurría algo casi al contrario. Por una parte, porque el entero de su perfil que yo conocía comprendía un sinnúmero de anécdotas y aspectos de su vida de las que me fui enterando por otros. Por otra parte, porque era como si los demás me hicieran tomar conciencia de que era algo más que un simple “cura simpático y divertido”, o porque luego de un análisis más profundo uno se daba cuenta de que había algo más detrás de todo lo que hacía. Esta reflexión se fue formando a través de testimonios de compañeros sacerdotes, de testimonios confidenciales de distintas personas que lo tuvieron como director espiritual, etc.

La “imagen” que tengo de Guillermo es la misma que podría tener cualquiera y que sin más, no diría nada del otro mundo: celebrando la Misa, haciendo interlocuciones en los sermones (especialmente en la Misa de niños), confesando, saludando aquí y allá al final de la Misa, visitando a este o a aquel en el confín de la ciudad, organizando campamentos, salidas, entreteniendo a los niños con sus magias…, y a todos lados donde iba, con su alegría y buen humor constantes, sus chistes, ocurrencias y divagaciones que animaban las conversaciones. Cuando vivíamos en Bariloche nos llevaba a las excursiones con las hermanas y alguna vez me hizo creer que era yo quien guiaba la excursión. Cuando vivíamos ya en San Rafael […] Guillermo se hacía el tiempo para ir a visitarnos. A veces, debido al agotamiento que tenía, pasaba por casa y aprovechaba a dormir sólo unos diez minutitos. Éramos los sobrinitos los encargados de ir a despertarlo: entrábamos de golpe, todos juntos a la habitación a la hora que nos había indicado y lo atacábamos a cosquillazos. Otras veces, volviendo del Colegio, nos encontrábamos con que papá y mamá habían tenido que salir por trabajo, y hallábamos a Guillermo quien nos esperaba en casa habiéndonos preparado la polenta para el almuerzo…

Dicho así, digamos que era una persona que caía bien a todos. Pero sólo cuando uno entra en la lógica cristiana del celo por las almas y en la intimidad de un alma sacerdotal, se entrevén aspectos más trascendentales.

Era sí, el típico despistado y metepatas que cada tanto se mandaba algún papelón pero que al mismo tiempo, sabía reírse de sí mismo y compartía sus anécdotas para que los demás se rieran con él y de él. Tal vez ese “saber reírse de sí mismo” fuera, como Chesterton observa, signo del equilibrio emocional que causa la sana humildad. Escuchaba a los demás y se dejaba incluso corregir […]

Tenía el don de gentes, sí, y sabía entablar relación con las personas más difíciles, con las más intratables, amargas, antipáticas o insulsas. ¿Qué lo podía mover? No era un mero desafío humano. A veces las ovejas eran tan duras de corazón, que el pastor no lograba nada más que sacarle alguna vez una sonrisita. Sin embargo a Guillermo le interesaba otra cosa […]. Era como el buen pastor que andaba persiguiendo doquier a las ovejas descarriadas. Y con algunas debía ingeniárselas de mil maneras. No fueron pocos los casos en que solo después de varios años de insistencia y perseverancia, lograba que la oveja descarriada se confesara en el lecho de muerte. Su trato era muy ameno y sencillo, pero – tal como lo han resaltado varios de sus compañeros sacerdotes – era una persona muy profunda.

Sobre todo destacaba su Caridad, que es la Reina de las virtudes. Sólo analizando bajo el criterio de la Caridad es que entiendo, recién ahora, tantas de las cosas que hacía. Sobrinos y parientes cercanos le reprochábamos a veces que se juntara con esta o aquella clase de gente. No entendíamos ni por qué ni para qué perdía tiempo con ellos […]. Y cuando le discutíamos, nosotros teníamos razón, es más, teníamos “muchas razones”, y a él lo dejábamos sin palabras. Y no es que él no lo viera. Al fin y al cabo, éramos nosotros los que errábamos, porque la Caridad exquisita se queda muchas veces sin palabras, justamente porque no tiene en cuenta “esas razones” […].

Él se daba con todos sin distinción: con el rico pudiente y con el pobre, con la persona culta y sabia y con aquella ignorante, con el moderno metropolitano y el agreste campesino, con el piadoso y con el ateo obstinado; cuando por oficio tenía que tratar con alguna autoridad civil o política, no perdía la ocasión para entrar de alguna manera en su alma, así como tampoco despreciaba la atención que podría dar al último empleado de algún local. En cualquier relación humana que establecía se las ingeniaba para hacer apostolado. Y así, en varias ocasiones nos encontramos con casos insólitos en que se habían cruzado con él […] Bastaba un simple saludito. Pero a todos deseaba una misma cosa: la salvación eterna de su alma. ¡También a sus enemigos!

Sin duda que él tuvo fe en su sacerdocio – testimoniaba uno de sus compañeros sacerdotes en la Misa de exequias celebrada en Segni –  La tuvo seguramente, y mucha. Y porque tuvo fe en su sacerdocio no tuvo miedo de su debilidad humana”. Como así mismo, otro sacerdote nos confiaba la última conversación que tuvieran un mes antes de morir: Guillermo reflexionaba acerca de “la cruz que significaba para un corazón sacerdotal las propias limitaciones”, y la indispensable confianza que por lo tanto se debía tener en el “sacerdocio eterno” que ejercería cada sacerdote ni bien llegara a la Vida Eterna.

Es necesario que el grano de trigo muera para dar mucho fruto…” – se oyó decir más de una vez en ocasión de su muerte. Pero la frase que encontré en su recordatorio de su ordenación sacerdotal, me dio otra clave de interpretación: “Es necesario que Él crezca y yo disminuya” (Jn 3, 30). Lo deberán juzgar personas más competentes en el caso, pero fue quizás esa la estimulación profunda de su camino a la santidad. Era preciso que muriera, sí, no sólo con la muerte física que separa el alma del cuerpo, sino también con la progresiva muerte “a sí mismo” que mengua al hombre viejo, para que sea Cristo quien viva en nosotros.

Este es mi queridísimo tío, cuya muerte resultó para mí un fuerte desgarro del alma. Su ejemplo, no tanto un orgullo cuanto un dulce y desafiante reto a trabajar seriamente por la santidad, conscientes de que a pesar de las miserias internas a nuestra vasija de barro, si nos dejamos modelar por el Alfarero, podemos hacer que “Él crezca y uno disminuya”.

In Christo Verbo Incarnato,
Hna. María del Dulce Nombre Costantini, SSVM
Monreale, 25 de junio de 2015