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Homilía del P. Alberto Barattero, IVE, con ocasión de la celebración de la Solemnidad de San José en la Provincia “Inmaculada Concepción”

San José, guardián de la virginidad de María

Cuenta una leyenda judía que una vez un hombre encontró un hermoso tesoro y quiso quedárselo. Temía perderlo o estropearlo. Así que empezó a pedir consejo a diferentes personas sobre cómo podía conservarlo para poder admirarlo siempre que quisiera. Alguien le dijo: deberías esconderlo en tu casa para que, cuando quieras contemplarlo, puedas destaparlo y verlo. Él pensó: sí, es una buena idea, pero alguien podría verme cuando lo destapo y robarlo. Así que quizá no sea lo mejor.

Otro le dijo: “deberías cavar un agujero en el jardín de tu casa y enterrarlo”. Él pensó: sí, es una buena idea, pero la humedad del suelo podría estropearlo. “Deberías depositarlo en el banco, ahí estará seguro”, le sugirió otro. Él pensó: sí, es una buena idea, pero entonces no podré verlo siempre que quiera y además lo invertirán y puedo perderlo.

Una cuarta persona le dijo: “ve con los sacerdotes y deposítalo en el altar de Dios. Si Dios les confía sus tesoros, es decir, sus sagrados misterios a ellos, entonces no debe haber mejor lugar en la tierra para guardar tu tesoro que ese”. Finalmente encontró la respuesta que quería. Porque los judíos tenían la sana tradición de llevar sus cosas valiosas al templo de Dios. De hecho, leemos en la historia sagrada que el Templo de Jerusalén era el lugar de los depósitos del pueblo judío.

Sin embargo, Dios quiso guardar su tesoro más sagrado en un Templo más sagrado que el Templo de Jerusalén y en manos de una persona más santa que las de los sacerdotes: ese templo era la casa de San José y esa persona fue San José. Dice Bossuet: “su casa me parece un templo, porque un Dios se digna habitar en ella, instalándose Él mismo allí en depósito, y José debió ser consagrado para guardar ese sagrado tesoro. En efecto, él lo fue, cristianos: su cuerpo lo fue por la continencia y su alma por todos los dones de la gracia”.

¿Cuál es ese tesoro? Hubo más de un tesoro que Dios depositó en las manos de San José. Sin embargo, quisiera referirme en este sermón a uno sólo de ellos; tal vez en otra ocasión hable de los demás. Uno de los tesoros sagrados que Dios depositó en las manos sagradas de San José es la virginidad de la Virgen María.

Para comprender mejor cuánto honra Dios al gran San José, depositando en sus manos la virginidad de María, debemos saber ante todo cuanto ama Dios esta virginidad y cuán útil es esta virginidad para nosotros los hombres; y así por la calidad del depósito podremos entender la dignidad del depositario.

¿Por qué Jesús debió nacer por medio de la virginidad? Según los Padres de la Iglesia la virginidad es una imitación de los ángeles, ya que coloca a quienes la practican por encima de sus cuerpos, elevándolos a la pureza de los ángeles.

Por ejemplo, San Agustín dice: “tienen algo en su carne que ya no es de la carne”[1]. Es decir, la virginidad es algo que está entre la carne y el espíritu y acerca el cuerpo a las realidades espirituales.  Por eso la virginidad anticipó el misterio de la Encarnación, ya que la Encarnación fue la unión entre Dios y la humanidad, la Divinidad con la carne.

San Gregorio de Nisa: “El Hijo es conocido en la virginidad… a fin de que la naturaleza humana, que fue derribada por su condición pasional, agarrándose ahora a la participación en la pureza – como a una mano tendida – sea levantada de nuevo y sea conducida a mirar a las cosas de arriba. Pienso que la razón por la que Nuestro Señor Jesucristo, fuente de la incorrupción, no vino a este mundo a través de la obra de un matrimonio, es ésta… para mostrar que sólo la pureza es capaz de acoger la manifestación y venida de Dios”[2].

Creo que queda clara la verdad que acabo de decir: la dignidad de María, en cuanto que su virginidad bendita fue elegida desde la eternidad para dar a Jesucristo al mundo; y la dignidad de San José, en cuanto que esta pureza de María, tan útil a nuestra naturaleza, ha sido confiada a su cuidado, y es él quien la guarda para el mundo que tanto la necesitaba.

Esta es una verdad importante, puesto que ha sucedido por nosotros. Esta verdad debe hacernos comprender lo importante que es la pureza, ya que nuestro cuerpo fue restaurado por estas virginidades sagradas (la virginidad de Jesús, la virginidad de María Santísima y la virginidad de San José).  Debemos respetar nuestros cuerpos ya que son miembros de Jesús.

Tertuliano dice: “Que la carne se haya divertido o más bien que se haya corrompido antes de haber sido buscada por su señor; no era digna del don de la salvación, ni apta para la jerarquía de la santidad. Estaba aún en Adán, tiranizada por sus deseos, buscando las bellezas engañosas, y fijando siempre sus ojos a la tierra. Era impura y manchada, al no estar todavía lavada por el bautismo. Pero desde que un Dios al hacerse hombre no quiso venir a este mundo si la santa virginidad no lo atraía; desde que encontrando bajo sí mismo la santidad nupcial, quiso tener una Madre virgen, y no creyó que José fuese digno de velar por su vida, si no se preparaba para eso por la continencia; desde que para lavar nuestra carne, su sangre ha santificado un agua saludable, en la cual puede dejar toda la inmundicia de su primer nacimiento: fieles, debemos entender, que desde ese tiempo la carne es distinta. Ya no es más esta carne hecha del barro y concebida por las pasiones; es una carne rehecha y renovada por un agua purísima y por el Espíritu Santo”[3].

Pidamos a Nuestra Santísima Madre la gracia de venerar su Santísima virginidad y la Santísima virginidad de su amadísimo Hijo por medio de nuestra pureza de cuerpo y de corazón, como San José las veneró por medio de su sagrada virginidad.

 


[1] San Agustín, De Sancta Virginit, nº 12.

[2] San Gregorio de Nisa, Sobre la virginidad, c. 2.

[3] Cf. Sobre la modestia, c. 6.

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