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Homilía del P. Andrés Bonello, IVE, en la Solemnidad de San José, Misa de votos perpetuos de tres Servidoras

En la Solemnidad de San José, en el marco de una imponente ceremonia en la Basílica romana de Santa Maria in Ara Coeli, tres religiosas presentes en Italia hicieron sus votos perpetuos de pobreza, castidad, obediencia y esclavitud mariana. El P. Andrés Bonello predicó la homilía que les ofrecemos, que puede ser de mucho provecho para nuestro modo de vivir la consagración que hacemos a Dios siguiendo el ejemplo de nuestro particular Patrono San José.

San José Magnánimo

El solo nombre de San José eleva el alma, conforta el corazón, como le sucede a un hijo al sentir la presencia del Padre. Saber que San José nos cuida, nos protege y nos ama, llena el alma de consuelo celestial. Descansamos al contemplar en él todas las virtudes: humildad, docilidad, pureza, mansedumbre… pero quizás falte una de ellas…

En este sermón quisiera proponer la siguiente “duda” sobre una virtud de San José, que en el fondo es la misma “duda” sobre una virtud que pareciera ausente en las hermanas que hoy profesan sus votos perpetuos, y, en el fondo, de toda consagrada: ¿fue San José magnánimo? No lo parece. De hecho, ¿qué hay de magnánimo en defender a la propia familia? Es algo que cualquier buen padre haría. Alimentar, trabajar… son cosas que no parecen “magnánimas” en sí mismas.

La pregunta la referimos análogamente a las Servidoras ¿Son magnánimas las hermanas que toman la decisión de profesar votos? Serán generosas, dóciles y de una vida llena de las virtudes teologales… pero ¿son también “magnánimas”? ¿Es magnánimo elegir una vida humilde como llevan muchas misioneras en lugares desconocidos?

La vida de los santos jesuitas es definida por sus hermanos en religión como una vida marcada por el magis ignaciano. San Ignacio exhortaba no a buscar la gloria de Dios, sino la “mayor” gloria de Dios. En el mundo pagano, Aristóteles decía que la magnanimidad es la característica de las almas que aspiran a lo excelente, a las cosas superiores. El objetivo del magnánimo es “lo que es grande”, pero más precisamente lo que es “lo más grande”, “lo excelente”; las cosas que son grandes pero no son “lo más grande” son meramente materia secundaria de esta virtud.

Evidentemente en el sentido cristiano la magnanimidad ocupa un lugar privilegiado. Santo Tomás la define como “extensio animi ad magna”: la tendencia del alma hacia las cosas grandes. Pieper traduce la expresión del Aquinate como “el compromiso voluntario de tender a lo sublime”. Es, por tanto, un verdadero deseo de grandeza. Pero no sólo un deseo.

La magnanimidad no es sólo un tender, un desear… es fundamentalmente un espíritu de conquista. La persona magnánima es “aquella que considera la conquista de las cosas difíciles como su propio estilo de vida” (P. Fuentes). En este sentido tenemos que considerar magnánimos a algunos hombres del mundo pagano, como Alejandro Magno y Julio César. Este último fue visto una vez llorando frente a una estatua de Alejandro Magno; cuando le preguntaron por qué lloraba, respondió: “A mi edad Alejandro era el amo del mundo, y yo no he hecho nada”. El Quijote afirma que “las grandes hazañas están reservadas a los grandes hombres”.

Un espíritu de conquista de lo que es difícil porque es óptimo, la magnanimidad se manifiesta también en el perseverar en tales esfuerzos. El magnánimo “completa lo que comienza, a pesar de las dificultades”[1].

¿San José fue Magnánimo? ¿La religiosa lleva una vida magnánima?

Encontramos todas las virtudes en el santo Patriarca… pero ¿dónde se ve en él aquel “espíritu de conquista”? ¿Donde está esta grandeza en uno que hace lo que haría todo papá: defender la familia, trabajar, dar de comer a sus hijos…?

¿Son magnánimas estas hermanas que profesar sus votos perpetuos? Observemos aquella hermana que eligió los trabajos más humildes, más insignificantes, en los lugares más humildes… puede parecer que haya humildad, pero no magnanimidad… En efecto, ¿dónde encontramos la tendencia hacia lo óptimo?

Magnánimo es aquel que es virtuoso                 

Es fundamental saber responder adecuadamente a esta pregunta, que no es más que una provocación. Debemos aclarar la naturaleza de la magnanimidad distinguiéndola esencialmente del deseo de grandeza basado en el orgullo. Esta consiste en desear una grandeza aparente: una grandeza basada en el reconocimiento de los demás, el aplauso, la fama o el poder. Es un deseo de grandeza falsa, vana. La magnanimidad, por el contrario, es un deseo de verdadera grandeza, que es la grandeza de la virtud. El magnánimo quiere ser reconocido por Dios. Es, pues, una aspiración a la grandeza propia de las obras virtuosas. Por eso se la llama “la flor de la virtud”. El magnánimo no podría desear otra cosa que no sea la virtud, porque consiste propiamente en llevar las virtudes hacia lo más alto. Santo Tomás dice que “la magnanimidad añade un nuevo esplendor [a la vida], por la grandeza propia de la obra virtuosa, ya que actuar con magnanimidad hace más grandes todas las virtudes”. Es un deseo de grandeza y, sobre todo, de la grandeza de la virtud… El magnánimo se considera bien recompensado por el mero hecho de haber realizado un acto virtuoso. Por tanto, Santo Tomás concluye que, puesto que Jesús fue el más virtuoso, hay que reconocer que también fue “el más magnánimo”.

El mejor camino

En este sentido cristiano, donde las virtudes más sublimes se dirigen directamente a Dios, los que saben valorar dónde está la verdadera gloria, saben que no se puede hablar en este sentido de magnanimidad en el mundo pagano. Solo se podría “justificar” dado que no conocían otra gloria que no sea aquella mundana. Pero en sentido cristiano no importa cuán grandes sean los sacrificios y difíciles sus empresas. El hombre magnánimo busca, entre las grandes cosas, la más grande. Y así nos exhorta la Sagrada Escritura: [1 Cor 12, 31]¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente… [13, 1-2] Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy… [13, 13] Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad… [13, 3] Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha.

Sin cuestionar la fortaleza y el valor de algunos del mundo pagano como Alejandro Magno, su magnanimidad ellas son una mediocridad frente al amor de San José por Jesucristo y su Madre. Los amó, no sólo como el más devoto de los hombres, sino añadiendo el amor de un padre por su hijo, de un marido por su esposa. Las mayores obras del cristianismo, catedrales, basílicas, obras literarias, son un grano de arena frente a la inmensa montaña del amor divino de San José. Es por eso que no ha tenido necesidad de hacer nada más. ¿Qué cosa más grande le quedaba por hacer? “Ama y haz lo que quieras”, decía San Agustín. Por eso, las grandes obras de apostolado no serían nada sin la caridad de una monja de clausura como Santa Teresita, que decía: “en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor”.

Por otra parte, las cosas más humildes suelen ser más difíciles que las más “visibles”. San Rafael de Arnaiz: “Saber que pelar nabos por verdadero amor a Dios puede darle a Él y a nosotros tanta gloria como la conquista de las Indias […] ¡es algo que llena el alma de alegría!”.

Y esta es la gloria de San José. Nadie, salvo la Virgen, puede competir con él en el don de la caridad. Nadie es más feliz por cumplir la Voluntad de Dios. Ningún mártir puede estar más preparado que él para el servicio divino. No hay trabajo, ni santidad, ni grandeza que pueda compararse… Y es este mismo motivo en el que reside la gloria de la consagrada que, aunque se encuentre postrada en un hospital, o en el silencio de su celda, o en un apostolado completamente oculto, sin embargo ama profundamente a Cristo, lleva una vida más elevada, más noble que el más grande héroe. Una fuerza virginizante más poderosa que cualquier defensa pública de lo inmoral.

Y hoy nosotros contemplamos esta grandeza en la renuncia, mediante los votos, a los bienes externos, a cualquier otro afecto, a la propia voluntad. “Cuanto más se ama algo –escribe Santo Tomás–, más se está dispuesto a sacrificar por ello”. La religiosa renuncia a todo para poseer a Dios… ni siquiera es dueña de los méritos de sus buenas acciones, que se entregan a la Virgen. Y esto es siempre un signo del amor más grande, del carisma más alto, de la verdadera y única grandeza que se puede dar en esta vida.

Asombrado por esta misma grandeza, San Ambrosio exclama, dirigiéndose a la esposa de Cristo: “Tu profesión te eleva por encima de la naturaleza humana y te acerca a los ángeles, cuya vida imitas aquí abajo. […] En la Resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo (Mt 22, 30). A vosotras, oh vírgenes, se os da ya lo que se promete a todos los demás. Lo que constituye el objeto de nuestros deseos vosotras ya lo poseéis […]. ¡Algo singular! Los ángeles, por su intemperancia, cayeron del cielo al mundo; las vírgenes, por su pureza, suben del mundo al cielo”.

San Gregorio de Nisa: “Dichosos los que todavía tienen la posibilidad de elegir los bienes más altos”.

San Ambrosio subraya la grandeza de la vida religiosa pensando en su origen con palabras únicas: “¿Quién podrá negar que haya venido del cielo este género de vida [la virginidad], si era casi desconocido en la tierra antes de que Dios descendiese para asumir la naturaleza humana? Fue precisamente cuando la Virgen concibió en su seno y el Verbo se hizo carne para que la carne se convirtiera en Dios… Fue cuando el Hijo de Dios se hizo hombre … que esta vida del cielo se difundió entre los hombres y floreció en todas las partes del mundo […]. La virginidad fue a buscar en el cielo el modelo a imitar en la tierra; y era justo que buscara en el cielo el modelo de vida, ella que en el cielo había encontrado a su Esposo (…). En el seno del Padre encontró al Verbo de Dios, y con la fuerza de su amor lo atrajo hacia sí”.

Conclusión: La grandeza de San José es la que tiene que buscar la Esposa de Cristo

Hay una regla de retórica que dice: “Diles lo que les vas a decir; díselo; luego diles lo que les has dicho”. El primer punto: les dije que hablaría de la magnanimidad de San José y de la religiosa. Después explicamos en qué reside la magnanimidad y por qué se da en el más alto grado en José y en la consagrada. El tercer punto: “diles lo que les has dicho”. La verdad es que espero no desilusionar, pero hablé de una canción sobre San José que tal vez solo ahora se pueda comprender:

Sencillo, sin historia, de espalda a los laureles, escalas los niveles más altos de la gloria, que asombro hacer memoria y hallarte, en tu ascensión, tu hogar, tu oficio y Dios como razón.

Y pues que el mundo entero, te mira y se pregunta, di tú, como se junta ser santo y carpintero, la gloria y el madero, la gracia y el afán, tener propicio a Dios y escaso el pan.

Esta es la grandeza de San José. Y es también la grandeza de la religiosa que, a pesar de sus muchos defectos, debe admitir que también ella tiene a Dios propicio: “La esposa de Cristo, en el seno del Padre encontró al Verbo de Dios, y con la potencia de su amor lo atrajo hacia sí”. Pero también tendrá escaso el pan si abraza la pobreza. Tendrá la gloria y el madero de la cruz. La gracia y el afán. Mientras que otros podrán presumir de grandes bienes, San José, al igual que una mujer consagrada, puede presumir de haber atraído al Verbo de Dios con la potencia de su amor por él.

Recemos mucho por estas religiosas. ¿Es difícil ser consagrada hoy en día? Sí, y es muy difícil. Pero “para las grandes obras fueron creadas las grandes mujeres”. Y aunque el camino sólo terminará al final de esta vida, acuérdense que el magnánimo, dice Santo Tomás, “lleva a término lo que empieza, a pesar de las dificultades”.

Como exhorta Santa Teresa, “recuerden que no están aquí para otra cosa que para esto: para luchar. Y procediendo siempre con esta determinación, de morir antes que renunciar a alcanzar esa fuente, si el Señor os la niega en esta vida, en la otra te la concederá, con toda abundancia”.

Que María Santísima les de su fuerza virginizante, ante la cual nada pueden hacer el mundo, la carne ni el demonio.

[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 128, 1.

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