Como ya es tradición, cada año en Italia tenemos la gracia de reunirnos para celebrar la Navidad oriental y festejar de este modo todos juntos lo que nos gusta llamar como la “Navidad de la Familia Religiosa”, pues es una ocasión de reunirnos la mayor cantidad de religiosos presentes en Italia en torno al gran misterio de la Natividad de Nuestro Señor, para dar gracias a Dios por su condescendencia con la pobre humanidad pecadora, motivo de gran esperanza y fuente de verdadera alegría espiritual, que en este caso se manifiesta también por medio de cantos y expresiones de sana alegría. En esta ocasión, el P. Clementiy, sacerdote ucraniano de nuestra Congregación, pronunció la homilía que publicamos aquí.
Celebramos hoy la Navidad de nuestro Señor según el calendario Juliano. Quisiera en esta noche detenerme a reflexionar acerca de este gran misterio de nuestra fe, el gran evento de la Redención del género humano, que ha cambiado el curso de la historia.
- Dios quiere hacer al hombre feliz
Vamos a considerar, antes que nada, cuánto Dios ha hecho para hacer al hombre feliz en esta vida y en la otra.
Cada acción de Dios en favor de sus creaturas, todo lo que Él ha obrado fuera de sí –ad extra– tenía por fin su gloria (cf. Pr 16,4). Todo lo que Dios ha creado fue hecho para manifestar su gloria. No podía ser de otro modo: Dios no podía obrar por otro fin que no fuese su propia gloria, porque Dios es el Señor supremo y el Ser más digno de ser glorificado.
¿En qué consiste la gloria de Dios? Consiste en la manifestación de sus atributos divinos, que son el poder, la inteligencia, la sabiduría, la misericordia y especialmente el amor y la bondad.
Dice Santo Tomás que, dado que el amor y la bondad llevan a la comunicación de los propios bienes a los otros, Dios –que es el amor infinito, que es la bondad infinita– tiene por naturaleza una tendencia y un deseo inmenso de hacer participar su propio amor y su propia bondad y todos sus bienes a sus creaturas.
Por lo tanto, Dios, que es el amor y la bondad infinita quiere comunicar este amor y esta bondad a cada uno de nosotros, porque fuimos creados a imagen y semejanza de Dios.
Y por eso decimos que Dios creó a los hombres para este fin: para hacerlos partícipes de su misma felicidad y de su misma naturaleza. Por lo tanto, fuimos creados para ser felices.
¿Y de qué modo Dios ha mostrado su gran amor hacia nosotros?
- El Padre eterno nos dona a su Hijo, el don más grande que podía hacernos
Sabemos que el hombre fue creado por Dios para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y poseerlo en la otra. Pero, lamentablemente, como cada uno de nosotros puede confirmarlo, muchas veces esto no corresponde con el fin último que cada hombre elige.
El hombre frecuentemente rechaza la sumisión, el amor y el servicio a su Creador, Benefactor y Padre, y de este modo lo ofende y lo desconoce, reniega, rechaza y abandona…
Podemos confirmar que, cuando el hombre rechaza a Dios se vuelve INFELIZ.
Pero, a pesar de ello, ¿será un hombre abandonado por Dios?
Ciertamente que lo merecería; y Dios podría infligir a su creatura rebelde la condena eterna que merecía por pecar y rechazar a su Creador…
Pero el Señor, en su infinita bondad y clemencia, no quiere la muerte del pecador, sino que quiere que se convierta y se salve… Por eso Dios nos ha dado a su Hijo… porche nos ama tanto…
Dice el evangelista Juan: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16).
Dios, al entregarnos a su Hijo como Redentor, como víctima y precio de nuestra redención, nos ha dado motivos de esperanza y de amor, lo mejor que podía darnos para movernos a la confianza y obligarnos a amarle.
Al darnos a su Hijo, Dios no tiene nada más que entregarnos… ha dado lo más grande que podía dar…
Por lo tanto, Dios quiere que acudamos a este inmenso don para obtener la salvación eterna y todas las gracias que necesitamos.
Porque en Jesucristo encontramos todo lo que podemos desear: encontramos luz, fuerza, paz, confianza, amor y la gloria eterna; porque Jesucristo es un don que contiene todos los dones que podemos y buscar y desear.
Por lo tanto, El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con Él toda clase de favores? (Rm 8,32)
Puesto que Dios nos ha dado a su Hijo único, que es la fuente y el tesoro de todos los bienes, nos concederá cualquier gracia si se la pedimos…
Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo (Gal 4,4).
Vemos que Dios dejó pasar miles de años después del pecado de Adán antes de enviar a su Hijo a la tierra para redimir al mundo.
En aquel tiempo las tinieblas dominaban la tierra. La idolatría reinaba por doquier. Los hombres adoraban a dioses, demonios, animales y piedras.
Pero en esto podemos observar y admirar la Divina Sabiduría.
Decía San Alfonso: “Dios retrasó la venida del Redentor para que fuera más apreciada por los hombres; para que se conociese mejor la malicia del pecado y, en consecuencia, la necesidad del remedio y de la gracia del Salvador.
Por lo tanto, si Jesús hubiera venido inmediatamente después del pecado de Adán, se hubiera desvalorizado la grandeza de este beneficio”.
Estábamos perdidos y Él vino a salvarnos: “por nosotros, los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”[1].
El pastor vino a salvar a sus ovejas de la muerte, dando su vida por ellas: Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas (Jn 10,11).
Por lo tanto, tenemos que agradecer a la Bondad divina, que nos ha engendrado después de que se realizara la gran obra de la Redención.
Después de tantos siglos, después de tantas oraciones, el Mesías que los santos Patriarcas y Profetas no fueron dignos de ver, el deseado por las naciones, nuestro Salvador, por fin vino, nació y se entregó por entero a nosotros: Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado (Is 9,5).
Pensemos en la fiesta que se hace en un Reino cuando nace el hijo del Rey.
Pero aún mayor fiesta debemos hacer nosotros, viendo nacer al Hijo de Dios, que viene del cielo a visitarnos, movido por su misericordia: Gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios, que nos traerá del cielo la visita del Sol naciente (Lc 1,78).
El que es eterno, el que vive fuera del tiempo, se reduce, viene a habitar entre nosotros, para hacernos felices…
El Hijo de Dios, Rey del universo… se hace pequeño para hacernos grandes; se entrega a nosotros, para que nosotros nos entreguemos a Él; viene a mostrarnos su amor, para que nosotros le respondamos con nuestro amor.
Si queremos luz, el Niño Jesús viene a iluminarnos.
Si queremos fuerza para resistir a nuestros enemigos, el Niño Jesús viene a consolarnos.
Si queremos el perdón y la salvación, el Niño Jesús viene a perdonarnos y salvarnos.
Si, finalmente, queremos el don supremo del amor divino, el Niño Jesús viene a inflamarnos.
- ¿Por qué Dios quiere revelarse a nosotros y nacer como un niño?
La primera indicación de los ángeles a los pastores fue que encontrarían un niño. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2,12).
- Dios quiso revelarse como un Niño pues así era su Santísima voluntad y para atraer nuestra atención
San Hipólito († 235) escribía en una carta reflexionando sobre la Sagrada Escritura y el por qué Dios se revela de esta manera y no de otra: “Debemos, pues, conocer todo lo que nos anuncian las Sagradas Escrituras y saber lo que nos enseñan. Debemos creer al Padre como Él quiere que le creamos, glorificar al Hijo como Él quiere que le glorifiquemos, recibir al Espíritu Santo como Él quiere que le recibamos.
Esforcémonos por llegar a la comprensión de las realidades divinas no según nuestra propia inteligencia y ciertamente no haciendo violencia a los dones de Dios, sino de la manera en que Dios mismo quiere revelarse en las Sagradas Escrituras”.
Por lo tanto podemos concluir diciendo que Dios mismo quiere revelarse a nosotros a través de su Hijo naciendo como un niño porque así lo quiso, y porque es la mejor manera de llamar nuestra atención.
Escribía san Alfonso: “Jesús quiso nacer como niño para hacerse amar no por deber, con un amor sólo de estima, sino con un amor afectivo. Los niños saben ganarse el tierno afecto de quienes los miran”. Y San Alfonso continúa: “La pequeñez de los niños es un gran atractivo de amor. La del Niño Jesús nos atrae aún más porque es un Dios inmenso que se hace pequeño por amor a nosotros. Adán aparece a una edad perfecta; pero el Verbo eterno quiere aparecer como niño para atraer hacia sí nuestros corazones con mayor poder de amor”. Por esto, sobre todo, Jesús se hizo niño y quiso mostrarse ante nosotros pobre y humilde, amable: para quitarnos todo miedo y ganarse nuestro amor”.
San Bernardo observaba: “Todo niño da fácilmente; los niños dan fácilmente lo que se les pide. Jesús vino como un niño, para mostrarse dispuesto a darnos sus bienes”.
San Pedro Crisólogo decía: “Dios quiso nacer así, como un niño, porque quería ser amado, no temido”.
También el Beato José Allamano decía: “Cristo nace como un niño porque quiere ser amado”.
Por eso, la primera razón por la que Jesucristo viene de esta manera es porque quiere ser amado.
San Alfonso se pregunta: “Entonces, ¿cómo es posible no amar a Jesucristo, un Dios que se hizo niño, necesitado de leche, tiritando de frío, pobre, envuelto en pañales dentro de una cueva, llorando, acostado en un pesebre, sobre la paja?
¿[…] Cómo es posible no amar a Jesucristo…?
- Quiso nacer como un niño porque quiere proporcionarnos un alimento espiritual
Una antífona antigua, contemplando el gran misterio y prodigio de un Dios nacido en un establo, llena de admiración reza así:
“¡Oh gran misterio, oh admirable Sacramento! El Señor nacido yace en un pesebre, en medio de animales”.
San Máximo de Turín decía: “Jesús, al nacer, quiso ser colocado en un pesebre, donde se alimenta a los animales, para hacernos comprender que se hizo hombre también para hacerse nuestro alimento espiritual”.
Cada día Cristo nace en la Eucaristía a través de los sacerdotes y la consagración en el altar. San Alfonso decía que “el altar es el pesebre, al que vamos para alimentarnos de su cuerpo”. Algunos desearían tener al Niño Jesús en sus brazos, como el santo anciano Simeón.
Ahora bien, la fe nos enseña que, cuando comulgamos, recibimos no sólo en nuestros brazos, sino dentro de nosotros al mismo Jesús que yacía en el pesebre de Belén. Jesús nació para esto: para entregarse totalmente a nosotros.
Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado (Is 9,5).
Para contemplar la Natividad de Jesús, debemos pedir al Señor que nos dé una fe viva… ¿y por qué?
¿Por qué debemos tener mucha fe?…
Porque si entramos en la cueva de Belén sin fe, sólo sentiremos compasión al ver a un niño nacido en tal pobreza, que tiene que yacer en un pesebre de animales, en pleno invierno, sin fuego y dentro de una cueva fría.
Pero si entramos en ella con fe, veremos la superabundancia de bondad y amor por la que un Dios se ha anonadado a sí mismo hasta convertirse en un niño pequeño, envuelto en pañales, acostado sobre paja, llorando y tiritando de frío, que no puede moverse, que necesita leche para vivir.
¿Cómo es posible que haya quien no se sienta atraído y obligado a dar todo su amor a este Dios recién nacido, que se ha reducido a tal estado para hacerse amar?
Si contemplamos con fe que nuestro Dios se convirtió en un niño que lloraba sobre la paja, en una cueva, ¿cómo es posible no amarlo?
Entremos, pues, en esta gruta iluminados por la fe, reconozcamos en ese Niño la abundancia de la bondad y el amor divino que Dios quiere hacernos partícipes; dejémonos inflamar por esta bondad y este amor a lo largo de toda nuestra vida, buscando alabar y glorificar a Dios… glorificar y contemplar a ese Dios que se anonadó a sí mismo porque amó tanto a la humanidad que dio a su Hijo unigénito….
Quisiera repasar brevemente con ustedes algunos pequeños momentos de los primeros días de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.
Pero lo haremos de una manera muy especial, porque cada momento de la vida del Verbo divino fue ofrecido por nuestra salvación. Cada momento de su vida tuvo un profundo significado para nuestra Redención.
En nuestro seminario en Montefiascone, en la capilla de las vocaciones, encima del altar, encontramos un cuadro, una imagen que fue donada por el Papa Pío V donde se representa a María con el Niño Jesús.
A primera vista parece una imagen como todas, pero no es así, porque el niño Jesús sostiene el crucifijo en sus pequeñas manos…
La cara es muy bonita, pero se ve que está un poco triste… ¿Por qué?
Porque fue el único niño en la historia de la humanidad que supo que ese crucifijo sería nuestra salvación, que sus manos serían traspasadas y colgadas en ese crucifijo. Él, inocente, nació para morir en ese crucifijo.
Imaginemos ver a María que, después de dar a luz a su Hijo, lo toma reverentemente en sus brazos, lo adora como a su Dios y luego lo envuelve en pañales (cf. Lc 2,7).
El Niño Jesús obediente ofrece sus manos y sus pies, y se deja envolver.
Un día Jesús será apresado con cuerdas en el Huerto de los Olivos, sus manos serán atadas con cuerdas a una columna para ser flagelado, y finalmente sus pies serán sujetados a la cruz con clavos. Y todo esto Cristo lo aceptó para liberar nuestras almas de las cadenas del infierno.
Jesús envuelto en pañales nos invita a desapegarnos de todo pecado.
San Alfonso escribía: “Pareciera que Cristo se dirigiese al Padre y le dijese: Padre mío, los hombres han abusado de su libertad, rebelándose contra ti, y se han convertido en esclavos del pecado. Quiero ser atado con estas cadenas para reparar su desobediencia. Así atado, te ofrezco mi libertad, para que el hombre sea liberado de la esclavitud del demonio. Acepto estas ataduras. Me son queridas porque son un símbolo de las cuerdas con las que me ofrezco desde ahora para ser un día atado y conducido a la muerte por la salvación de la humanidad”.
Los lazos de Jesús son como bandas de salvación capaces de curar las heridas de nuestras almas.
San Lorenzo Justiniano decía: “¡Oh amor divino, qué fuerte es tu vínculo, si hasta Dios ha sido atado por ti!”
Tras ser envuelto en pañales, el Niño Jesús se alimenta para sobrevivir.
San Alfonso escribía: “¡Qué espectáculo debió de ser para el paraíso ver al Verbo divino hecho Niño, el que alimenta a todos los hombres y animales de la tierra, volverse tan débil y pobre, que necesita alimento para sostenerse! […]. Ese alimento se transformó en sangre en las venas de Jesús: ¡una sangre de salvación con la que más tarde lavaría nuestras almas!”.
Pobre y difícil era el sueño del Niño Jesús
La cuna era un pesebre, la cama y la almohada eran de paja. Así, el sueño de Jesús se veía interrumpido a menudo por la dureza de aquella cuna incómoda y los rigores del frío de la cueva. El cuerpo descansaba, pero el alma velaba. Porque en Jesús la naturaleza humana se unió a la naturaleza divina, que no podía dormir ni adormecerse, suspendida de los sentidos. De modo que, aun durmiendo, nuestro Salvador mereció por nosotros, aplacó al Padre y nos alcanzó gracias.
Supliquemos y pidamos a Jesús que, por el mérito de sus dichosos sueños, libre del sueño fatal a todos los pecadores, que duermen en la muerte del pecado, olvidados de Dios y de su amor.
Las lágrimas del Niño Jesús eran muy distintas de las de otros niños: éstos lloraban de pena, Jesús lloraba de compasión por nosotros y por amor. El llanto es un gran signo de amor.
Incluso los judíos decían, al ver al Salvador llorar por la muerte de Lázaro: ¡Mirad cómo la amaba! (Jn 11,36).
Los ángeles podrían decir lo mismo, observando las lágrimas del Niño Jesús: “¡Mirad cómo ama a los hombres! ¡Por su amor nuestro Dios se encarnó, se hizo niño y llora!”.
El Niño Jesús lloraba y ofrecía sus lágrimas al Padre para obtener el perdón de nuestros pecados. Con sus suspiros y llantos, Jesús pedía misericordia para nosotros, pecadores, condenados a la muerte eterna, y aplacaba así la indignación del Padre.
Por eso el inmenso amor, demostrado por las lágrimas de este Niño divino, conmovió el corazón del Padre celestial, hasta tal punto que hizo que los ángeles difundieran la noticia de que Dios hacía ahora las paces con los hombres y les concedía su gracia: EN LA TIERRA PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD (Lc 2, 14 Vg).
* * * * *
Demos pues gracias a Nuestro Señor Jesucristo por habernos redimido, haciéndonos partícipes de la vida eterna. ¡¿Cómo podríamos no amarlo?! Él, el inmenso Dios se reduce, nacido como un niño, pobre para darnos toda la eternidad y la felicidad en el cielo.
[1] Credo Niceno-constantinopolitano.