Agradecer el don de Dios
Nos hemos reunido en este lugar donde descansan los restos del Príncipe de los Apóstoles, para dar gracias a Dios por todas las gracias recibidas durante estos 25 años. Nosotros los religiosos, somos testigos privilegiados de aquello de San Juan: de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. No solo recibimos la gracia de la vocación, del llamado a seguir a Cristo para vivir como él vivió: pobre, casto, obediente e hijo de María, sino también la gracia de responder a la llamada; y además, todas las gracias que cada una de ustedes de manera personal han recibido, en cada instante de la vida durante estos 25 años. Cuántos momentos de prueba, de tentación, de dificultades y oscuridad, pero nunca les faltó la ayuda de Dios y Su amor misericordioso las ha protegido; y también cuántos momentos de gozo, de alegría, de deseo de mayor santidad, de más fidelidad, de mayor entrega generosa… todo eso es gracia de Dios.
No se puede dar gracias si no se reconocen los dones de Dios, si no vemos y reconocemos la acción de Dios en nosotros, no podemos agradecer.
Amor a la congregación
De entre todas las gracias que Dios les ha dado como consagradas, hay una que se puede decir es como principal y primera, y es la congregación a la que pertenecemos, ya que en ella podemos concretar nuestra respuesta a la llamada. No existe la vida religiosa si no se vive en una congregación religiosa. Por tanto, la llamada de Dios supone la existencia de una congregación donde poder responder a esa llamada.
En el caso nuestro, la congregación que Dios pensó para que podamos responder a su llamada es la “nuestra”. Nuestra congregación es el lugar que Dios quiso que nosotros vivamos pobres, castos, obedientes e hijos de María.
Por eso es que tenemos que amar nuestra congregación. Como amamos a Dios, amamos también nuestra vocación, porque es una llamada a Dios, y amamos también el lugar donde Dios quiso que vivamos nuestra vocación.
Y a través de la congregación recibimos también innumerables gracias.
A esto me quiero referir, al amor que debemos a nuestra congregación, por ser el lugar que Dios quiso para nosotros, para que en él realicemos Su llamada. Se puede decir que la congregación es nuestra madre y nuestra familia.
La congregación es nuestra madre
Es nuestra madre porque nos educó, nos formó, nos dio y nos da, los bienes del cuerpo: el alimento el vestido y nos dio y nos da los bienes del alma, naturales y sobrenaturales: de manera particular los sacramentos. La congregación pone a nuestra disposición todos los medios espirituales necesarios en orden a nuestra santificación.
De la congregación hemos recibido innumerables gracias en lo humano en lo intelectual en lo espiritual y en la caridad apostólica, en el celo por las almas.
En lo humano
Cuando nuestras Constituciones hablan de la formación humana, dicen que “se requiere la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres.
– Equilibradas: que no dejen de ver el todo por quedarse cautivos de la parte, (…) que no se dejen llevar por la depresiva actitud de ver más el mal que el bien. Que den cabida en su alma a todas las cosas, sin despreciarlas, sin minimizarlas, pero con jerarquía y orden.
– Sólidas: que no se dejen arrastrar de todo viento de doctrinas y novedades. Que se muevan y juzguen por principios. Que no sean blandos o sentimentalistas, ni duros o distantes.
– Libres: que todo lo hagan por amor. Que hagan el bien, aunque nadie los mire, ni el Superior los vigile, ni por alabanzas o premios. Que no sean obsecuentes con los Superiores, tratando de obtener ventajas”[1].
Fuimos formados en esto.
Además, como también dicen nuestras Constituciones, hemos sido adecuados en el “amor a la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y comportamiento”[2].
Esta es la educación que nosotros recibimos, y debemos agradecer.
En lo intelectual – doctrinal
Sabemos el bien inestimable que hemos recibido de la Congregación en lo que hace a la formación intelectual. Hemos sido educados en la filosofía del ser; en “la certeza de la verdad, dada sólo por una sana filosofía, fundada en la realidad objetiva de las cosas, ya que la inteligencia… puede llegar a lo que es”[3].
Fuimos formados en el amor a la Sagrada Escritura leída y estudiada “en Iglesia”[4], es decir en fidelidad al magisterio de la Iglesia y a la luz de las verdades de fe.
Sabemos la gracia que significa el haber sido formados bajo la guía del mas grande teólogo de todos los tiempos: Santo Tomás de Aquino. El haber conocido y estudiado a Santo Tomas es una de las gracias más grande que puede tener un católico, y nosotros se lo debemos a la Congregación.
En lo espiritual
Nos han formado para celebrar y participar de la Santa Misa de una manera digna, siendo conscientes del misterio que celebramos; hemos formado nuestras voluntades en la escuela de los ejercicios espirituales según el método de San Ignacio; y nos hemos formado espiritualmente guiados por los grandes maestros de la vida espiritual, particularmente San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, y San Luis María Grignon de Montfort en lo que se refiere a la espiritualidad mariana.
Nos hemos formado espiritualmente en un “equilibrio entre virtudes aparentemente opuestas. Así por ejemplo el amor a la cruz, a la pobreza, junto a un gran espíritu de recreación y de eutrapelia. O la gran alegría y espíritu de fiesta cuando es fiesta y la seriedad en la liturgia en esas mismas fiestas”, actitud que se “sigue de la (recta) inteligencia del misterio de la Encarnación, que es central en nuestra espiritualidad y afecta todos los aspectos de nuestra vida”[5].
En el apostolado
Nos hemos formado en el celo por las almas, en la búsqueda de la gloria de Dios, en el valor de la gracia y los sacramentos, y hemos aprendido los métodos pastorales que más fruto han dado en la Iglesia para bien de las almas y la gloria de Dios: los ejercicios espirituales de San Ignacio, Las misiones populares según el método de San Alfonso, los oratorios según los hacía San Juan Bosco; las obras de Misericordia bajo la guía de San Luis Orione…
Se puede decir que gracias a la Congregación hemos entrado en contacto, hemos asimilado y nos hemos nutrido con los frutos más preciosos que ha dado la Iglesia a lo largo de los siglos en todos los ámbitos: humano, intelectual, espiritual y apostólico.
La congregación es nuestra familia
Porque fui llamado a realizar mi vocación no de manera individual, sino en un instituto donde no estoy yo solo, hay otros que también fueron llamados a concretar su vocación de una manera específica, es decir, de esta manera como se vive en esta congregación; por tanto comparten conmigo el mismo carisma, la misma espiritualidad, el mismo modo de vivir los votos y nuestra vida consagrada, la misma formación, el mismo fin como instituto.
Por tanto, formamos una familia y la congregación es nuestra familia, y debemos amarla como nuestra familia.
Siendo la familia una comunión de personas, todos los miembros tienen la gracia y la responsabilidad de construir día a día, esa comunión de personas, poniéndose cada uno al servicio del otro, y compartiendo los bienes, las alegrías y los sufrimientos. “La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada”[6].
Tenemos que dar gracias a Dios, tener un corazón agradecido. Nosotros cada semana nos confesamos, examinamos nuestra conciencia y pedimos perdón a Dios por todos nuestros pecados, pero deberíamos hacer lo mismo en orden al reconocimiento de todas las gracias que Dios nos da. Deberíamos hacer una confesión de agradecimiento cada semana: ponernos de rodillas ante el Santísimo y traer a la memoria todas las gracias que hemos recibido durante esta semana y humillarnos delante de Dios y agradecer por cada don recibido.
Termino con estas palabras de San Bernardo:
“Dichoso el que por cada don que recibe se dirige al que es la plenitud de todas las gracias. Al no ser ingratos por lo que recibimos, nos hacemos más capaces de la gracia y dignos de mayores dones. Lo único que nos impide progresar en la perfección es la ingratitud: el donante tiene por perdido lo que recibe el ingrato, y en lo sucesivo se cuida de no dar más para no perderlo. Dichoso, en consecuencia, el que (…) se vuelca en gratitud por el más pequeño beneficio, sin dudar ni ocultar que es puro don. Entreguémonos con todo fervor a la acción de gracias para atraernos la gracia de nuestro Dios, que es la única capaz de salvarnos. Y no seamos únicamente agradecidos de palabra y con la lengua, sino con las obras y en verdad”[7].
A veces Dios por misericordia no nos concede lo que pedimos porque no somos agradecidos, para no tener que ser acusados de ingratos. Al agradecer nos hacemos más capaces de la gracia y más dignos de mayores dones.
Pongamos toda nuestra vida en manos de la Santísima Virgen María, que también nos ha acompañado durante todos estos años. A Ella que dio a luz al Autor de la vida, no encomendamos y le pedimos que nos siga bendiciendo y acompañando, que nos siga dando la gracia, que nos siga dando el deseo de la santidad, que no se apague en nosotros el fervor de la caridad y que nos conceda la gracia de todas las gracias que es la de la perseverancia final.