El día en que la Iglesia recuerda a María Santísima como la Medianera de todas las gracias, cinco novicias contemplativas recibieron su hábito religioso en el Monasterio “Santa Teresa de los Andes” de San Rafael, Argentina. El P. Emilio Rossi, en su homilía, habló de los distintos grados de amor a Dios y cuál es el grado supremo al que tiene que llegar el alma que se consagra enteramente a Él. En San Rafael, estos últimos meses, nuestra Familia Religiosa estaba especialmente conmocionada por la muerte de tres sacerdotes y un Hermano del IVE, y el P. Emilio no dejó de hacer referencia a esto, poniéndolos como ejemplos de perseverancia en la búsqueda de la perfección. A continuación, ofrecemos su homilía.
Toma de hábito de las novicias
La primera circunstancia que envuelve la celebración de hoy, con todo lo significativo que es recibir el santo hábito para todos los religiosos, es el hecho de que suceda justo el día de María Medianera de todas las gracias; esa vía, ese conducto sobrenatural misterioso, que es la Virgen Santísima, a quien le adjudicamos gran parte de nuestra vocación. Esa es la primera circunstancia por la cual hay que dar gracias a la Medianera de todas las gracias.
Lo segundo, es que este encuentro es realmente providencial en el evangelio de hoy, ya que ofrece una oportunidad para relacionarlo con lo que viviremos en breves instantes: la toma de hábito de las hermanas.
San Lucas en el capítulo 16 dice claramente, “no podemos servir a dos señores”, y creo que recibir el hábito es el gran signo externo donde se manifiesta principalmente que no se puede servir a dos señores: o se da culto a Dios o se le rinde este culto a lo que mal llamamos “riquezas”, sean éstas dinero, placer, poder o cualquier cosa en la que el religioso pueda depositar su corazón. Por eso, estas palabras para nosotros tienen un significado enorme y tienen que estar permanentemente presentes a lo largo de toda nuestra vida religiosa: “no podemos servir a dos señores”.
Cuando se recibe el santo hábito y a medida que se van dando pasos en nuestra vida religiosa –como los votos temporales, los votos perpetuos– se va reafirmando, volviendo a poner el sello, renovando ese “no servimos a dos señores”; servimos a uno solo: ¡Jesucristo nuestro Señor!
Dice San Gregorio Magno sobre las riquezas que: “son engañosas las riquezas porque no pueden permanecer siempre con nosotros, son engañosas porque no pueden satisfacer las necesidades de nuestro corazón. Las riquezas verdaderas son las que nos hacen ricos en las virtudes”[1].
En este último tiempo vivimos muy de cerca esta realidad, teniendo que despedir a muchos hermanos nuestros que, gracias a Dios, practicaron este servicio a un solo Señor. Me refiero a la experiencia que nosotros tuvimos que pasar estos últimos tiempos acompañando en su tránsito a la vida eterna al Padre Saco, al hermano Lucho, al padre Damián; y hace dos días al Padre Gaspar… Esta realidad nos muestra que eso no es un idealismo, no es una cosa que nosotros decimos: ‘¡qué romántico, vamos a servir al Señor!’. Nosotros acompañamos a nuestros hermanos hasta la sepultura y nos dieron ejemplo de esto: de que la única riqueza que tuvieron fue Cristo y al único Señor que quisieron servir fue a Él.
Por ese motivo la consagración completa, total, a Dios, cuyo signo externo es nuestro santo hábito, nos habla del amor a Dios, amor que tiene grados. Por lo tanto el signo verdadero del hábito es: quiero llegar al más alto grado, quiero demostrar a Dios que mi único deseo es subir hasta llegar al grado máximo de amor a Dios.
El primer grado es el amor natural, el amor carnal, el amor propio, éste es el primer paso. Cuando el hombre comienza a amarse a sí mismo y por sí mismo, y es el amor que nace de la concupiscencia, que no está trabajado, es el amor puramente natural con el cual nacemos –como si fuese crudo, por la fragilidad de nuestra naturaleza y por las consecuencias del pecado– este amor se ve necesitado de amarse a sí mismo y por eso nosotros le llamamos vulgarmente el amor propio. Esto no quiere decir que este amor sea malo, sino que en su esencia es amor verdadero el amor a Dios porque es propio de la naturaleza del hombre y el hombre quiera o no quiera aceptarlo, ama a Dios “per modum naturae”, según el modo de su propia naturaleza, pero necesita ser trabajado, llevado a más altos niveles, porque el trabajo de la gracia en nosotros –de la gracia santificante–, no consiste en crear un amor que no poseemos, sino más bien en desarrollar ese germen del amor divino. Eso es lo que hace la gracia en nosotros: no nos convierte en otros seres, sino que perfecciona lo que somos, ese amor natural lo transforma, lo va puliendo, lo va elevando de nivel. Podríamos decir que es un amor indiferente en sí mismo, como si fuese crudo, pero que está inclinado a llevar el alma al pecado cuando se pervierte o se vuelve malo, o sea, cuando lo coloca en una riqueza, sea cual sea, distinta de Dios. Se pervierte cuando no se dirige a Dios y nada más que a Dios, por eso tenemos que trabajar para que siempre se dirija a Dios y esto es lo que manifestamos con nuestro santo hábito.
Es también el caso del hijo pródigo. Como dice un autor, no podemos afirmar que el hijo pródigo no amaba al padre: no es que no lo amaba, pero sin embargo, en vez de enderezar ese amor al bien, o sea, al padre –sabemos que el Padre en la parábola del hijo pródigo es Dios– lo enderezó al mal, a una riqueza distinta del padre, y por eso se fue de la casa, pidió su riqueza y se fue. Eligió mal, movido por ese amor básico del amor propio.
Hay un segundo grado, cuando el hombre descubre que este amor es insuficiente y se da cuenta de que Dios le es necesario y por eso comienza a buscarlo y cambia. Siguiendo con el ejemplo del hijo pródigo, él reflexiona: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! (Lc 15, 17). Dice San Bernardo, sobre este grado de amor que se da cuando el alma del religioso va comprendiendo más quién es verdaderamente Dios: “Amamos ciertamente a Dios pero aún de modo egoísta, no por sí, sino por nosotros mismos”, o sea, todavía es imperfecto ese segundo grado, incluso se podría decir que es un amor servil, como lo hemos escuchado muchas veces, es decir, le amamos no solo porque sacia el vacío que tenemos de la felicidad, sino porque además lo manda bajo castigo. Entonces todavía no es puro: el Padre es Dios, lo reconozco como Creador, lo reconozco como el autor de mi vocación, pero lo amo por temor al castigo; sin embargo este amor tiene algo de virtud porque consiste en que no vamos a consentir con el pecado, entonces ese temor nos hace evitar el pecado.
Hay un paso más que se da cuando el alma del religioso ya ama desinteresadamente: es un tercer grado que los santos llaman el amor desinteresado, y aquí se nota un verdadero progreso en el amor a Dios. Si antes le amábamos por nosotros, por temor a perder nuestra salvación –o por lo que sea en que el foco esté todavía puesto en nosotros– ahora le amamos por Él, y este es “EL” paso. Si antes le amábamos por la carne, por la naturaleza, ahora le amamos con el espíritu y por el espíritu y por eso el amor filial se contrapone al amor servil: antes lo servíamos por miedo, ahora es por amor y por eso es filial, ya Dios es verdaderamente nuestro Padre, lo principal de este amor es que, lo que antes se hacía por temor, o amor servil si quieren, por no pecar, contra las exigencias de nuestra carne, contra las inclinaciones propias de nuestra carne, ahora lo hacemos ya naturalmente y a pesar de nuestra naturaleza, lo manifestamos de modo desinteresado, o sea, no estoy negociando con Dios. Cuando pienso en que me he revestido con este santo hábito, cuando pienso que le he consagrado todo lo que tengo, todo lo que soy, todo mi ser, ¿no estoy negociando con Dios?, como diciéndole: ‘Mirá, yo te doy toda mi vida; y vos ¿qué me vas a dar?’ No me interesa, yo sé que lo que le puedo pedir es nada en comparación a lo que Él me puede dar y por eso considero que ser interesado en este preciso momento es lo peor que me puede pasar y ser desinteresado lo mejor que me puede pasar, porque ¡Dios está ahí para darme con manos abiertas y yo voy con un frasquito de 25 ml para que me deposite su amor!
Lo anterior ha hecho que gustemos de Dios, que lo empecemos a experimentar y a ver cuán dulce es esa entrega a pesar de todas las cruces; y ese es el sentimiento que aumenta y aumenta mucho y cada vez más nuestro amor y supera todos los temores que podamos tener.
Pero no es el amor más perfecto. Hay un cuarto grado que es el amor puro, este es en esencia lo que los grandes místicos de la fe católica han llamado “la esencia del amor divino” porque nuestro amor cuando es verdaderamente puro es como el amor de Dios, o sea, es una participación del suyo. Cuando logramos purificar todas nuestras imperfecciones, todas nuestras debilidades, flaquezas, entonces es puro, éste es el amor que tiene la esposa por el esposo del Cantar de los cantares que, como sabemos, es el amor entre el alma del consagrado y el esposo que es el Verbo de Dios.
San Bernardo tiene una frase hermosísima sobre esto, “Dadme un alma que el Esposo visita con frecuencia, a quien la familiaridad ha dado atrevimiento, a quien el gusto ha dado hambre, a quien el abandono de todas las cosas ha dado placer, e inmediatamente le daré el nombre de esposa”. Es el alma que llegó a abandonarse en las manos de Dios de ese modo y que lo ama puramente por lo que Dios es, no por lo que me puede dar en cuanto a beneficios y castigos. No hay la más mínima especulación: lo vemos en los grandes santos, en los místicos, en los que viven el verdadero abandono en las manos de Dios. El amor anterior era un amor filial y maravilloso, precioso y necesario para dar el paso: le amamos porque es nuestro Padre, pero también porque nos va a dejar la herencia; en cambio, en este cuarto grado damos un paso más y definitivo, amamos a Dios no ya por nosotros sino tan solo por Él, con un amor desinteresado, de complacencia, y por eso sus frutos son, como dice San Bernardo:
- Por parte de la esposa“un olvido total de lo que no sea su esposo, un hambre insaciable de amor y una confianza absoluta”. Esto es lo que nos va a mover, es el motor de nuestra perseverancia, es el motor de nuestra fortaleza en el medio de las pruebas, porque está ese amor de Dios y la confianza de que Él me dio esta vocación y Él me lo pide, y no se lo pide a otro; y eso es lo misterioso y lo maravilloso por parte de la esposa que es el alma, y es que no sabe cómo, pero sabe que Él es el que la ha elegido; y al que se le debe fidelidad es a Él, no a esta persona o a este superior o a este otro, es a Dios mismo, al Verbo de Dios.
- El otro fruto es por parte del Esposo, ya que pone en el alma de Jesucristo “un enamoramiento inconcebible, hasta el punto de bajarse de su elevadísima dignidad para abrazar a la esclava humilde y despreciable –no de modo despectivo, sino por su condición de criatura– y como consecuencia o causa de este descender amoroso, un cariño de benevolencia sin límites”, dice San Bernardo. O sea, el amor de Dios hacia el alma que se le entrega verdaderamente, no tiene límites. Nada tiene límite en Dios, ni la misericordia, ni el perdón, ni la bondad. Entonces cuando Él se entrega en bodas de amor no tiene límites, ¡no tiene límites!
Al entender estos grados de amor y su ascensión al Señor Jesucristo, su dirección hacia Él, comprendemos lo que venimos diciendo sobre las riquezas y la imposibilidad para la religiosa de tener otro amor que no sea Dios. San Basilio lo expresa así: “Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí, lo quieras o no; por el contrario, la gloria que hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás hasta el Señor”. Y en otro lugar: “La virtud es la única de las riquezas que es inamovible y que persiste en vida y muerte”[2].
San Ambrosio escribe: “¿Quién hasta ahora se ha justificado con las riquezas? ¿Quién se ha hecho humilde con el poder, misericordioso con la nobleza de su nacimiento, casto con la hermosura? La verdad es que todas estas prendas temporales son más bien peligrosas para hacernos caer en la culpa, que útiles para ayudarnos en el camino de la virtud”[3].
Por eso cualquier cosa que el religioso considere una riqueza que no sea Dios, inmediatamente sabe y se da cuenta que va por el mal camino. Cuando el religioso perciba, sienta, descubra que su corazón se inclina a algo que hace que anteponga “eso” a Dios, tiene que matarlo. Es necesario desarrollar esa percepción, ese olfato espiritual para darse cuenta de que le está robando a Dios lo más precioso que tiene y lo que Dios más quiere, que es su propio corazón.
Pidamos hoy a María Santísima, Medianera de todas las gracias, para estas hermanas que van a recibir el hábito, pero también para todos los religiosos de nuestra familia, que esto esté siempre, siempre claro en nosotros: no podemos servir a dos señores, no podemos ser religiosos, vestir el santo hábito, consagrarnos y servir a cualquier otra cosa que no sea Dios. Sería la mentira más grande que existe, es como decirle a Dios una gran mentira, es decirle te amo y no hacerlo, por eso pidamos esa gracia para estas novicias: que le digan que lo aman y que lo hagan.