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Homilía del P. Gonzalo Ruiz Freites, IVE, en la Santa Misa en honor a Santa Teresa de Jesús celebrada en la Basílica papal de San Pablo Extramuros el pasado 15 de octubre al celebrarse los 20 años del Estudiantado Internacional en Italia que tiene a tal Santa como patrona y la primera profesión de votos de 11 novicias del Noviciado Internacional “Nuestra Señora de Loreto”

Santa Teresa de Jesús: centralidad de Cristo

Queridos hermanos:

Nos hemos reunido en esta espléndida basílica papal de San Pablo Extramuros, que desde el siglo primero alberga el cuerpo del apóstol Pablo, ferviente amante de Cristo, para honrar a Santa Teresa de Jesús, patrona de nuestra Familia Religiosa y en particular del Estudiantado Internacional de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará en Italia, en su fiesta, que se celebra en el día de su muerte en Alba de Tormes, en aquel lejano 1582.

Este año se cumplen 20 años de la fundación de esta casa de formación, que ya ha dado muchos frutos para la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡Cuántas Hermanas que han estudiado y se han formado en esta casa están hoy dispersas por el mundo, haciendo tanto bien en las lejanas y no tan lejanas misiones del Instituto, o gastando sus vidas como cirios encendidos amando a Cristo y a la Iglesia en el silencio de un monasterio! Algunas de ellas han perseverado hasta el final y ya han partido hacia el abrazo eterno con el Divino Esposo. Es, por tanto, un día en el que damos gracias al Señor por tantos beneficios y agradecemos a Santa Teresa su intercesión y ayuda. Y lo hacemos de la mejor manera posible, con la celebración de la Santa Misa, que es la acción de gracias por antonomasia dirigida a Dios.

Hoy algunas de nuestras Hermanas también terminan su noviciado emitiendo la primera profesión de los votos de pobreza, castidad, obediencia y esclavitud mariana. A partir de ahora serán consagradas al Señor crucificado, convirtiéndose en sus esposas, en cuyo amor deben ejercitarse porque es la única razón de sus vidas y de su vocación. Y lo harán inicialmente bajo la guía de Santa Teresa precisamente en el Estudiantado que la tiene como patrona. Por eso me ha parecido oportuno reflexionar hoy, siguiendo a San Juan Pablo II, sobre cuál es el secreto de toda la espiritualidad teresiana (y católica): Cristo, la absoluta centralidad de Cristo. San Juan Pablo II dice hermosamente que “Teresa de Jesús es el arroyo que lleva a la fuente, es el esplendor que lleva a la luz: Cristo” [1]. Dejémonos, pues, instruir por ella.

Es imposible resumir la doctrina cristocéntrica de Santa Teresa, porque habla de ella en cada página de sus numerosos escritos… casi como San Pablo. Por tanto, sólo mencionaremos algunas ideas, con la esperanza de que nuestras religiosas, especialmente nuestras Hermanas que hoy se consagran a Cristo, se sientan animadas a conocer más y más la admirable doctrina de esta extraordinaria santa, la primera mujer que fue proclamada Doctora de la Iglesia.

Para Teresa, Cristo lo es todo. Él es su luz, ella lo llama “Maestro de Sabiduría” (cf. Santa Teresa, Camino de Perfección, 21, 4). Él es el “libro viviente” en el que se aprende la verdad (cf. Santa Teresa, Vida, 26, 5); es Aquel al que pertenecemos en la unidad de su único cuerpo místico, “uniendo nuestras voces a su eterno canto de las misericordias divinas” (cf. Sal 88 [89], 2; cf. Santa Teresa, Vida, 14, 10-12), un canto que se eleva en acción de gracias al Dios que es la “Sabiduría misma” (Santa Teresa, Camino de Perfección, 22, 6).

¡No terminaríamos nunca de exponer con cuántos nombres y adjetivos Santa Teresa habla de Jesús! Él es el “gran capitán” al que debemos seguir; el “Dios al que debemos servir y amar sobre todas las cosas”; “nuestro redentor y salvador” al que debemos adorar. Pero sobre todo le llama con dos nombres que deben muy adentro del corazón de sus monjas, y que reflejan la misma realidad: Cristo es “el esposo al que debemos amar” y “el amigo que siempre nos está cercano”. Así la santa demuestra ser muy consciente de que el verdadero amor, la caridad perfecta, es precisamente un amor de amistad, que consiste en el intercambio de bienes y en anteponer al amado a uno mismo, hasta dar la propia vida por él.

Por ello, exhorta a sus Hermanas a que traten de ser verdaderas esposas y verdaderas amigas de este verdadero esposo y verdadero amigo, las exhorta a que atraigan su amor mediante la búsqueda continua de Él: “Haced todo lo posible para no privaros de un amigo tan bueno. Si te acostumbras a tenerlo cerca, si él ve que lo haces con amor y que te esfuerzas por complacerlo, no podrás, como dicen, apartarlo de ti” (Camino, 24, 1). “Te esfuerzas por complacerlo…” ¡todo un programa de vida!

Y decía: “En estos tiempos se necesitan amigos fuertes de Dios” (Santa Teresa, Vida, 15, 5). Enseñando a rezar, decía que la oración es “tratar, conversar, en amistad con Aquel que nos ama”. Para ella la oración, como la vida cristiana, no consiste “en mucho pensar, sino en mucho amar”, y todos pueden orar porque “todas las almas son capaces de amar” (cf. Santa Teresa, Castillo Interior, IV, 1, 7 y Fundaciones, 5, 2).

¡Cuánto más una esposa del Señor! Una que ha sido elegida por Él mismo precisamente para que lo ame por sobre todas las cosas. Porque justamente cuando el Señor dio el mandamiento a su Iglesia: amaos los unos a los otros, dijo al mismo tiempo: no me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a dar fruto y a que vuestro fruto permanezca. Y también dijo, en esa misma ocasión: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Pero yo os he llamado amigos (cf. Jn 15).

Estas palabras deben resonar siempre en el corazón de una esposa de Cristo: Yo te he elegido… y te he llamado amiga mía. Como el esposo del Cantar de los Cantares, en la lectura que acabamos de leer: Ahora me habla mi amado y me dice: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante… Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado: él pastorea entre los lirios (Ct 2, 14-16).

Santa Teresa ardía en deseos de conocer y amar más a Jesús. Sabía que lo había encontrado al “tenerlo presente en su interior” (cf. Vida 4, 7). Pero lo buscaba en la Sagrada Escritura, que era el alimento espiritual diario de su alma, en las imágenes sagradas, especialmente de Jesús sufriente, y sobre todo en la Eucaristía.

De las palabras del Evangelio dice ella que desde su juventud “golpearon profundamente mi corazón” (Santa Teresa, Vida, 3, 5). Y de las imágenes dice que era tan devota porque en ellas podía dirigir amorosamente su propia mirada a Cristo (cf. Vida 7,2; 22,4). Con estos medios –las imágenes y la meditación de la Palabra– dice San Juan Pablo II “ella pudo revivir interiormente las escenas del Evangelio y acercarse al Señor con grandísima intimidad”. Y hablando de la escena del encuentro de Jesús con la mujer samaritana, de la que la propia santa dice ser muy devota [“soy muy devota de ese episodio evangélico” (Santa Teresa, Vida, 30, 19)], dice el Papa Magno: “Entre las mujeres santas de la historia de la Iglesia, Teresa de Jesús es sin duda la que respondió a Cristo con el corazón más fervoroso: ¡Dame de esta agua!”.

En cuanto a la sagrada humanidad de Cristo, Teresa encontraba en ella el modelo a seguir y la vía de acceso al Padre y al misterio de la Santísima Trinidad: “Es importantísimo para nosotros hombres, mientras estamos aquí abajo, representarnos al Señor en la figura de hombre” (Vida 22, 9). Y es igualmente importante experimentar su cercanía en la Eucaristía: lo llama “nuestro compañero en el santísimo Sacramento” (cf. Santa Teresa, Vida, 22, 6).

Por eso ella reaccionó contra las falsas doctrinas espirituales de su tiempo que vaciaban la Encarnación de su profundo misterio y quitaban valor a la humanidad del Señor, proponiendo una oración que era como una vaga inmersión en la divinidad, un “no pensar en nada” (cf. Santa Teresa, Castillo Interior, IV, 3, 6). Reacciona con fuerza: “abandonar la Humanidad de Cristo… esto no, no, ¡no puedo soportarlo!” (Vida 22, 1).

Toda la oración de Teresa, el estar unida a Cristo, el ser amiga de Cristo, el ser esposa de Cristo, se puede resumir en esto: “tened presente… a Jesucristo” (Vida, 4, 8). Es un encuentro personal con aquel que es el único camino para ir al Padre (cf. Santa Teresa, Castillo Interior, VI, 7, 6).

Dice San Juan Pablo II: “Cristo cruza el camino de la oración teresiana de extremo a extremo, desde los primeros pasos hasta la cima de la comunión perfecta con Dios. Cristo es la puerta por la que el alma accede al estado místico (cf. Vida, 10, 1). Cristo la introduce en el misterio trinitario (cf. Vida, 27, 2-9). Su presencia en el desenvolvimiento de este “trato amistoso” que es la oración es obligado y necesario: Él lo actúa y lo genera. Y Él es también objeto del mismo. Es el “libro vivo”, Palabra del Padre (cf. Vida, 26, 5)”.

Cristo crucificado es, pues, para Teresa el único maestro. El hombre aprende a estar en profundo silencio cuando Cristo le enseña interiormente “sin ruido de palabras” (cf. Santa Teresa, Camino, 25, 2); y para aprender a morir a sí mismo, a vaciarse, el único modo es “mirando al Crucificado” (cf. Santa Teresa, Castillo Interior, VII, 4, 9).

Y de esta centralidad del amor a Jesús, deriva el amor a la Iglesia, a los hombres, a la Madre de Jesús, y nace también el deseo de consagrar a Él la propia vida en un convento. Esto es lo que enseña a sus hijas monjas: todo parte del amor a Jesús.

En efecto, es por amor a Jesús que las monjas deben “observar los consejos evangélicos con toda la perfección posible” (cf. Santa Teresa, Camino, 1, 2), para ser “servidoras del amor” (Santa Teresa, Vida, 11, 1). Es por amor a Jesús que cada monasterio debe ser “un rinconcito de Dios”, “morada” de su gloria y “paraíso de sus delicias” (cf. Santa Teresa, Vida, 32, 11; 35, 12). Es decir, es por su amor que deben ¡esforzarse por complacerlo!

[La Iglesia] Es por amor a Jesús que en cada monasterio se debe vivir en plenitud el misterio de la Iglesia, que es la esposa de Cristo. Allí, el servicio a favor del Cuerpo Místico, según los deseos e indicaciones de la Santa, se concreta en una experiencia de inmolación y unidad: “todos juntos se ofrecen a Dios en sacrificio” (Santa Teresa, Vida, 39, 10). Por la fidelidad a las exigencias de la vida contemplativa, las almas contemplativas serán siempre el honor de la Esposa de Cristo, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares donde están presentes como santuarios de oración.

En su siglo, la Iglesia se vio desgarrada por los cismas luterano y anglicano, por reformas y contrarreformas. Ella, para la renovación de la Iglesia, eligió el camino radical del seguimiento de Cristo para construir la Iglesia con piedras vivas de santidad. Levantó el estandarte de los ideales cristianos para incitar con gran audacia, varonil audacia, a los capitanes de la Iglesia, a los pastores. Decía: “Estase ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo” (Camino de Perfección, I, 5). Para ella la finalidad de la Reforma y de las Fundaciones era sobre todo procurar la gloria de Dios y el “bien de su Iglesia” (Camino, III, 6).

En Alba de Tormes, al final de su vida, Teresa de Jesús, la verdadera cristiana y la esposa que deseaba ver pronto a su Esposo, exclamó: “Gracias… Dios mío…, por hacerme hija de tu santa Iglesia católica”. “Bendito sea Dios… porque soy hija de la Iglesia”. ¡Soy hija de la Iglesia! ¡Este es el título de honor y de compromiso que la Santa nos ha dejado para amar a la Iglesia, para servirla con generosidad!

[Las almas] Es por amor a Jesús que debemos amar a las almas por las que Él se inmoló y con las cuales se identificó. Y explicando cómo, a veces, el amor de Jesús nos impulsa a dejarle, por ejemplo, en la oración, para atender las necesidades del prójimo, dice en una hermosa oración: “¡Jesús mío! ¡Qué grande es el amor que profesas a los hijos de los hombres, si el mejor servicio que se te puede prestar es abandonarte a Ti para atenderlos a ellos y a sus necesidades! De este modo, sois poseído más completamente… Quien no ama al prójimo no te ama a ti, pues tú, Señor mío, has demostrado tu amor a los hijos de Adán con toda la efusión de tu sangre” (Santa Teresa, Exclamaciones, 2, 2). Por eso, para ella “la señal más cierta” de que amamos a Dios (cf. Santa Teresa, Castillo Interior, V, 3, 8) es la manifestación concreta del amor hacia el prójimo. Y les decía a sus monjas que ellas estaban en el monasterio para ayudar a Jesús a salvar almas: “Es para esta obra que él -el Señor- os ha reunido aquí; ésta es vuestra vocación, éstos son vuestros deberes, éste debe ser el objeto de vuestros deseos, el motivo de vuestras lágrimas, la meta de vuestras oraciones” (Santa Teresa de Jesús, Camino, I, 5)”.

Todo, pues, en ella parte de la centralidad de Cristo, de la centralidad del amor de Cristo.

¿Cuál era el secreto de su vida y de su misión? Nos lo dice ella: “fijemos nuestros ojos en Cristo nuestro bien” (Santa Teresa, Castillo Interior, I, 2, 11). Mantengamos siempre “nuestros ojos en Cristo” (Cf. Santa Teresa, Camino, 2, 1; Castillo Interior, VII, 4, 8; cf. Heb 12, 2). ¡Estar siempre en Cristo! Es decir, ¡esforzarse por complacerlo!

Pidamos a María Santísima esta gracia para nosotros. Lo pedimos también por intercesión de la gran mística de Ávila. Lo pedimos especialmente para estas Hermanas nuestras que hoy se desposan con Jesús: que Él sea para ellas su único amor.


[1] Seguimos libremente a S. Juan Pablo II, Homilía en Ávila, 1 de noviembre de 1982. En esta homilía el Papa Magno llama a Teresa de Jesús y a Juan de la Cruz “maestros espirituales de mi vida interior”, y dice que ellos son “dos faros luminosos de la Iglesia en España, que han alumbrado con su doctrina espiritual los senderos de mi patria, Polonia, desde que al principio del siglo XVII llegaron a Cracovia los primeros hijos del Carmelo teresiano”.

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