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Homilía del P. Gonzalo Ruiz Freites, IVE, en la Solemnidad de Pentecostés

El pasado domingo 5 de junio tuvo lugar la Solemnidad de Pentecostés, gran ocasión para recordar de un modo especial el papel insustituible de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en la obra de nuestra santificación. Publicamos la homilía que el P. Gonzalo Ruiz Freites predicó en la capilla de la Procura Generalicia en esta Solemnidad.

Quién es el Espíritu Santo

Estamos celebrando con gran alegría la Solemnidad de Pentecostés, es decir: del envío del Espíritu Santo por parte de Nuestro Señor Jesucristo y también por parte del Padre. Porque la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre María Santísima, es decir sobre toda la Iglesia, es una venida que tiene su origen en la eterna procesión del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo quienes mutuamente se aman y expiran –como un amor procedente– a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso en la Última Cena, en los discursos de Jesús, Nuestro Señor dice que el Padre va a enviar al Espíritu en su nombre y en otra parte dice que Él mismo lo enviará: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7), puesto que procede del Padre y del Hijo.

Este otro Paráclito es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, cuyo nombre propio justamente es Espíritu Santo, aunque todo Dios es Espíritu y todo Dios es Santo. Pero este es el nombre propio de esta Persona que, por decirlo de algún modo, es entre las Divinas Personas la más desconocida para nosotros, por distintos motivos.

Nosotros de hecho conocemos el misterio de la distinción real de las Personas Divinas en la unidad de la sustancia, en la unidad del Único Dios, por analogía con nuestro modo de obrar, es decir, con lo que sucede en las creaturas espirituales, que conciben un verbo mental cuando conocen: así sucede, pero con una gran analogía de infinita distancia, en Dios, que conociéndose a sí mismo concibe un Verbo eternamente –no en una sucesión temporal–, que es la Persona del Verbo. Para nosotros esta operación algo conocido, porque nos damos cuenta cuando entendemos, cuando pensamos, incluso cuando según precisamente nuestros verbos mentales, nuestros conceptos. En Dios, además, el Padre y el Hijo, amándose mutuamente, espiran el Espíritu Santo, que es el amor procedente entre ambos, el amor increado. También en nosotros sucede lo mismo, análogamente: es el acto propio de la voluntad, que amando algo tiende hacia eso, y esa tendencia es un amor que procede de nuestra voluntad, y es algo real en nosotros. Pero ese acto nuestro de la voluntad es muy oscuro para nosotros, es mucho menos claro que lo que sucede por vía intelectual, como explica muy bien Santo Tomás.

Pero el Espíritu Santo es también la más desconocida de las Personas Divinas para nosotros porque el Hijo se nos ha hecho visible en la Encarnación. Ahí Dios se hizo visible de una manera particular, y al hacerse visible Él, hizo también visible al Padre que lo envió y al cual es totalmente semejante: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9); Si me conocéis a mí conoceréis también al Padre (Jn 14, 9). Y si bien es cierto que lo mismo puede decirse del Espíritu Santo en cuanto a la identidad de naturaleza o sustancia con las otras dos Personas, sin embargo es más desconocido y como misterioso para nosotros lo que Él tiene de propio en la distinción real de las Personas Divinas y en las operaciones que se le atribuyen.

Por eso la Sagrada Escritura, ya en la antigüedad, y también en el Nuevo Testamento, da al Espíritu Santo distintos nombres o apelativos. Y por eso también se lo significa con distintas realidades, porque esta misteriosísima Persona divina, presente en nuestra alma –en realidad está toda la Santísima Trinidad, pero al Espíritu Santo se le atribuye especialmente nuestra santificación–, esta Persona decía es tan polifacética en su obrar –es el mismo Dios– que a través de distintos nombres y apelativos podemos ir conociéndolo como a tientas, y es lo que iremos mencionando. Sobre este tema se puede ver con mucho fruto el Catecismo de la Iglesia Católica.

Las obras de Dios ad extra, es decir, no la vida íntima de Dios en la que el Padre conociéndose engendra al Hijo y el Hijo y el Padre espiran al Espíritu Santo, sino todo lo que la Santísima Trinidad hace hacia lo exterior, hacia lo que no es Dios (hacia la creación), estas obras las hace todo Dios, pero se atribuyen a las distintas Personas Divinas según las características propias de cada una, aquello que las distingue de las otras Personas:

– Al Padre, que es el “Principio sin principio” porque Él no es engendrado por nadie, se le atribuye la creación, es decir: el origen de todas las cosas; se le atribuye la providencia, el gobierno del mundo, la bondad, que se refleja en la providencia; de hecho, el bien es difusivo de sí mismo y por eso Dios creó.

– Al Hijo, que es el Verbo de Dios, se le atribuye la Verdad, porque Él es la Verdad de Dios, el Logos increado. Se le atribuye la revelación de los misterios. Además solo Él, aunque obrando toda la Trinidad, como se ve en relato de la anunciación del ángel Gabriel a María Santísima, se encarnó. Y por lo tanto se le atribuye la obra de nuestra Redención.

– Y al Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, aunque toda la Santísima Trinidad mora en nosotros como en un templo, se le atribuye especialmente nuestra santificación, porque el efecto principal del Espíritu Santo es causar justamente lo que Él mismo es, es decir el amor entre el Padre y el Hijo, y producir en nosotros aquello en lo que consiste principalmente la santidad que es el amor, la caridad. El Espíritu Santo es nuestro Santificador, es decir, el que actúa en nuestro corazón para purificarnos, nos ayuda en la oración, nos da fuerza, nos anima a seguir en el camino del bien, aunque sea difícil, nos comunica la vida divina, nos llena de amor: el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5).

La existencia del Espíritu Santo

El Espíritu Santo está totalmente presente, omnipresente podríamos decir, en la vida de la Iglesia y en nuestra vida, pero nosotros muchas veces no nos damos cuenta, no lo percibimos, por nuestra falta de atención a las cosas espirituales.

Su existencia y su acción es un misterio que nos ha revelado el propio Jesús. Y como todos los misterios, nosotros lo creemos. Es, por tanto, una verdad de fe, que profesamos en el Credo: “creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Así Él está omnipresente:

– en la Sagrada Escritura, inspirada por Él: Él es su Autor principal;

– en la Tradición de la Iglesia, guiada por Él;

– en la vida de la Iglesia, porque Él es el alma de la vida de la gracia y es el que hace que la Iglesia tenga la nota por la que se la llama “Santa”: el Espíritu Santo es quien produce los frutos de santidad en la Iglesia;

– en el Magisterio de la Iglesia al que asiste de un modo especial, como enseña el Concilio Vaticano I;

– en la Liturgia de la Iglesia, porque es Él el que obra la eficacia de los sacramentos. Por eso lo invocamos en la Misa con la llamada “epíclesis”, que quiere decir llamar sobre, llamar para que descienda, para que Él venga a realizar la transustanciación: “Te suplicamos Señor, manda tu Espíritu” decimos, y hacemos con las manos un gesto epiclético sobre las ofrendas, para que venga el Espíritu Santo a transformar con su potencia el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y lo mismo en los demás sacramentos. También lo invocamos una segunda vez (una segunda epíclesis) en la Misa para que descienda sobre todo el pueblo de Dios, y lo santifique;

– en nuestra oración personal: dice San Pablo que Él intercede por nosotros con gemidos inefables (Ro 8, 26), porque no sabemos pedir ni siquiera lo que nos conviene, y Él inspira nuestra oración;

– en la vida misionera de la Iglesia, pues es obra del Espíritu Santo. San Juan Pablo II dice en Redemptoris missio[1] que el principal protagonista de la misión es el Espíritu Santo: no solo inspirando a los misioneros y dándoles la valentía de ir a predicar el Evangelio y llenándolos de virtudes para que puedan afrontar la obra de la Evangelización, sino también preparando los corazones para que se conviertan, porque nadie puede cambiar un corazón si no es el Espíritu Santo;

– en el testimonio de los santos, en el que el Espíritu manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación. De un modo especialísimo en los mártires, por eso decimos en las aclamaciones eucarísticas que dedicadas al Espíritu Danto que el Él quien “inspira las respuestas de los mártires”. De hecho dijo: no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo (Mc 13, 11);

– está presente en nuestros corazones: el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Ro 5, 5); ha enviado el espíritu de su Hijo que clama Abbá, Padre (Gal 4, 6). Todo buen pensamiento y todo buen deseo respecto a las cosas espirituales, viene del Espíritu Santo.

El nombre, las denominaciones y los símbolos del Espíritu Santo

La consideración del nombre, los apelativos y los símbolos utilizados para designar a la Santísima Trinidad nos ayudará a profundizar en el conocimiento de su naturaleza.

Su nombre

Espíritu Santo es el nombre propio de esta Persona divina. Espíritu significa “aliento”, “viento”. La imagen es muy utilizada en el Antiguo Testamento y por el propio Jesús en su diálogo con Nicodemo: el viento sopla donde quiere… (Jn 3, 8). Las tres Personas divinas son “espíritu”, porque Dios es Espíritu. Y los tres son también “santos”, porque Dios es santo. Pero la conjunción de estas dos palabras, “espíritu” y “santo”, designa en el lenguaje teológico, en la Escritura y en la liturgia a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

Apelativos

En la Sagrada Escritura se encuentran varios apelativos para nombrar al Espíritu Santo:

– “Paráclito”: es un nombre dado al Espíritu Santo por Jesús en la Última Cena (Jn 14,16.26; 15, 26; 16, 7). Designa la función del Espíritu Santo en nuestro favor. Significa literalmente “el que es llamado cerca, al lado”; en latín: ad-vocatus, llamado hacia uno, para estar junto a uno. Esta palabra suele traducirse al español como “consolador” o como “abogado” porque Él nos defiende, porque es nuestro valedor, porque nos consuela en nuestras luchas y tribulaciones cotidianas, nos impulsa, nos anima. Y además nos defiende de los errores y de las malas inclinaciones. Y todo esto no desde fuera, sino desde dentro, porque ha sido derramado en nuestros corazones (Ro 5, 5).

– “Espíritu de la verdad”: así lo llama también Jesús (Juan 16, 13), porque nos enseña, en el fondo de nuestro corazón, las cosas que nos llevan a la salvación. Nos da el sentido de las cosas sagradas, nos da el darnos cuenta si estamos en error, incluso en error moral, si estamos obrando mal en nuestra conciencia. Y además nos revela el misterio de Jesucristo, que es la Verdad: Yo soy el camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), dijo Jesús, y este Espíritu de la Verdad es el que dijo Jesús que nos iba a recordar todas las cosas y que nos iba a llevar a la Verdad toda entera (Jn 14, 26; 16, 13).

– “Espíritu de adopción”: (Ro 8, 15; Ga 4, 6) no hemos recibido un espíritu de esclavos sino un espíritu de adopción, que nos hace hijos de Dios. Y este efecto lo hace el Espíritu Santo en nosotros porque es el espíritu del hijo de Dios, como dice San Pablo en la Carta a los Gálatas (4, 6): porque sois hijos, envió Dios en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Y al ser el Espíritu de Cristo nos hace partícipes de la misma vida de Cristo. No es distinto el Espíritu Santo que recibimos nosotros del Espíritu que estaba en el alma llena de gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Y es ese Espíritu el que nos incorpora a Jesús y nos hace ser en Él, hijos: Jesús es hijo por naturaleza, nosotros en Él somos hijos adoptivos. Y como somos hijos, somos también herederos, como dice en la Carta a los Gálatas (4, 7).

– “Espíritu de Cristo”, “Espíritu del Señor”, “Espíritu de Dios”: estos nombres designan la íntima unión entre Cristo y el Espíritu Santo.

– “Enviado”: porque lo envían el Padre y el Hijo, como ya dijimos.

– “la Promesa”: Él es “el Espíritu Prometido”. Antes de la ascensión dijo Nuestro Señor Jesucristo a los discípulos: mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49: cf. Hch 2, 23).

Símbolos

Para indicar su naturaleza misteriosa y efectos que produce en nosotros, también muchas cosas en la Sagrada Escritura significan el Espíritu Santo:

El agua significa la acción del Espíritu, según dijo Nuestro Señor Jesucristo el que cree en mí, de su seno correrán ríos de agua viva. Y eso lo dijo del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él (Jn 7, 38-39). El agua vivifica, y se indica al Espíritu con este signo porque es Él el que da vida al agua del Bautismo para que esa agua obre la regeneración espiritual. San Pablo dice: hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu (1 Cor 12, 13). Tras la invocación del Espíritu Santo, el agua se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento. El agua simboliza la vida y también la pureza, la limpieza que obra en nosotros el bautismo.

La unción: la unción con aceite también simboliza el Espíritu Santo. La palabra “Mesías” significa “ungido”. En el Antiguo Testamento se ungía a los Profetas, se ungía a los sacerdotes, se ungía a los reyes, para indicar que se llenaban del Espíritu de Dios. Y así aparece incluso varias veces en el Antiguo Testamento, por ejemplo después de la unción de Samuel, o de David, se dice que el Espíritu empezó a obrar en ellos. Y Jesús es el ungido por excelencia: el Espíritu del Señor está en mí porque me ha ungido y me ha enviado, dirá Él aplicándose esta profecía de Isaías (Lc 4, 18: cf. Is 61, 1-2).  Él está lleno del Espíritu Santo, y nosotros participamos de esta plenitud, que se llama la “gracia capital” de Cristo[2]. San Juan dice que Jesús estaba lleno de gracia y de verdad, y que de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia (Jn 1, 14.16). Y por eso en el Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación sacerdotal, se unge con aceite a quien recibe estos sacramentos. El aceite es también signo de fortaleza, y de salud porque cura las heridas, alivia las llagas y los dolores. Y nos prepara también para los combates.

– el fuego: el fuego significa la energía transformadora del Espíritu Santo que actúa en nosotros. El fuego transforma lo que toca. Juan el Bautista dijo de Jesús: os bautizará en Espíritu Santo y en fuego (Lc 3, 16). Y es en forma de fuego que aparece sobre los Apóstoles en Pentecostés, como lo hemos escuchado en la primera lectura (Hch 2, 3-4). Jesús dijo: He venido a traer fuego a la tierra, y cómo quisiera que ya estuviera ardiendo (Lc 12, 49), y ese fuego es el Espíritu. Y Él es también fuego porque enciende en caridad, es fuego porque purifica nuestras almas de todas las escorias, porque nos limpia de todos nuestros desórdenes y pecados y de todo aquello que no es puro amor de Dios.

la nube y la luz: con la nube y con la sombra, que es efecto propio de la nube, se indica muchas veces en el Antiguo Testamento la presencia del Espíritu. Y así cuando Moisés debía hablar con Dios, entraba en la Tienda y la nube del Señor la envolvía, como señal de que el Señor había bajado al campamento para hablar con Moisés. En el Nuevo Testamento es la sombra del Altísimo, identificado con el Espíritu Sant, la que causa la encarnación del Hijo de Dios en y de María Santísima: el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombre (Lc 1, 35). Y cuando Nuestro Señor Jesucristo fue bautizado, de una nube bajó el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó la voz del Padre (cf. Mt 3, 13ss; Mc 1, 9ss; Lc 3, 21ss). Y en la Transfiguración, todos fueron envueltos en una nube, indicando justamente el ámbito propio de la divinidad (cf. Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36). La nube era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

el sello: se lo llama así en el Nuevo Testamento (Jn 6, 27; 1 Cor 1, 22). Este nombre indica el efecto indeleble de la acción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el Orden sagrado. Imprimen el “carácter” que no se puede borrar, y por lo tanto estos sacramentos no se pueden repetir.

el dedo: el dedo de Dios es otra expresión que en la Biblia designa al Espíritu Santo. Así, los Diez mandamientos fueron escritos en tablas de piedra y entregados a Moisés por el dedo de Dios (Ex 31, 18; Dt 9, 10). Jesús indica con esta expresión su poder, con el cual expulsa los demonios (Lc 11, 20). San Pablo utilizará una expresión análoga a las del Antiguo Testamento para indicar el Espíritu que actúa en nosotros. Porque el mismo Espíritu Santo es la ley nueva, escrita con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de nuestros corazones (2 Cor 3, 3).

– la paloma: este animal se hizo presente al final del diluvio, prefigurando o simbolizando el Bautismo e indicando que había cesado la ira de Dios. Cuando Cristo sale del agua después de su Bautismo, el Espíritu Santo desciende sobre Él en forma de paloma. Es uno de los modos más comunes como lo simbolizan los artistas cuando representan el misterio de la Santísima Trinidad, o cuando lo representan en las Iglesias, por ejemplo en los baldaquinos, en donde se ve una paloma con las alas abiertas en actitud fecundante, porque el Espíritu Santo. La paloma es signo también de la paz, porque el Espíritu Santo produce en nosotros ese don inefable de Dios que es la paz interior. Dios, dice San Pablo, no es Dios de confusión sino de paz (1 Cor 14, 33) y que los frutos del Espíritu Santo, que son contrarios a los de la carne son amor, gozo y paz (Gal 5, 22).

Por eso el Espíritu de Dios es el Don por antonomasia, el Don por excelencia, la Promesa de lo alto, Dios en nosotros, que nos hace templos vivos de la divinidad y nos anticipa así la vida del cielo de la cual Él mismo es una prenda, un “arras” de aquello que viviremos en el Paraíso.

Pidamos en este día a María Santísima, docilísima al Espíritu Santo, la gracia de atender este Huésped divino de nuestro corazón y de ser siempre dóciles a sus inspiraciones.

 


[1] Redemptoris misio, III,  21-30.

[2]  Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 8.

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