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Homilía del P. Gonzalo Ruiz Freites, IVE, predicada en la inauguración de la nueva comunidad de Servidoras “Santa Catalina de Siena”, acerca de la “Romanidad” de la Iglesia Católica

Este mes de febrero hemos celebrado la Fiesta de la Cátedra de San Pedro y por eso nos pareció oportuno publicar aquí la homilía que el 29 de noviembre del año pasado predicó el P. Gonzalo Ruiz Freites en la Santa Misa de inauguración de la comunidad “Santa Catalina de Siena”, en el centro de Roma, donde viven las hermanas que prestan distintos servicios a la Santa Sede. En la Santa Misa de inauguración el padre Gonzalo Ruiz Freites, IVE, predicó el sermón que publicamos a continuación en el que desarrolló lo que significa esta nota característica de la Iglesia que es la “Romanidad”.

La Romanidad de la Iglesia Católica[1]

Estamos celebrando esta primera Misa inaugurando la casa de la comunidad de hermanas Servidoras que, por gracia de Dios, tienen el privilegio y el honor de trabajar al servicio de la Santa Sede. Una comunidad de hermanas nuestras en el corazón de la cristiandad. Y me ha parecido oportuno reflexionar hoy sobre la gracia de la Romanidad, que es una característica de la Iglesia Católica.

1. La Romanidad en nuestro derecho propio

Nuestro derecho propio menciona algunas veces la “Romanidad”, particularmente cuando menciona los estudios que los nuestros deben desarrollar en Roma. Lo que allí se dice vale para todo religioso que, aun por otros motivos fuera del estudio, tenga la gracia de vivir en la Urbe. Dice el derecho propio:

“En esto precisamente consiste la Romanidad, ‘entendida como especial espíritu de comunión con el Sucesor de Pedro, Cabeza visible de la Iglesia de Cristo, mediante unidad de fe y caridad’…”[2].

“La formación en Roma implica alcanzar un espíritu romano, que ‘supone una corona de virtudes: apertura universal, fidelidad al magisterio, espíritu misionero, longanimidad y magnanimidad’[3]. ‘Vuestra situación os permite vivir la realidad sobrenatural de la comunión con la Iglesia de Roma y con el Obispo de Roma. Y, en la experiencia eclesial, entráis en el ámbito de otra nueva realidad: experimentáis la comunión con todos cuantos están por su parte en comunión con la Iglesia de Roma’[4]. Por ello el poder realizar estos estudios en la Ciudad Eterna implica una doble ventaja: ‘Significa tener la ventaja de vivir en una comunidad de sacerdotes y seminaristas, y tener acceso a una formación académica, en o a través de las universidades romanas. Significa ser testigos, día a día, de la tradición viva de la fe tal como es proclamada por la Sede de Pe­dro’[5][6].

Entonces el derecho propio indica que la gracia de la Romanidad consiste en una especial comunión con el Sucesor de Pedro, que hace que se entre en una especial comunión con todos los que están en comunión con el Sucesor de Pedro, en una experiencia eclesial única y universal, basada en la tradición viva de la fe como es proclamada por la Sede de Pedro.

En el mismo sentido se expresa el Papa San Juan Pablo II en una carta al cardenal Casaroli, entonces Secretario de Estado, sobre el significado del trabajo prestado a la Sede Apostólica. Por tanto, no ya referido a quienes estudian en Roma, sino a quienes colaboran con el Papa en la Santa Sede. El Papa afirma que ese servicio es un servicio a la Iglesia universal y dice: “Este concepto de comunidad aplicado a aquellos que coadyuvan al Obispo de Roma en su ministerio de Pastor de la Iglesia Universal, nos permite en primer lugar precisar el carácter unitario de las varias tareas que, de suyo, son diversas. En efecto, todas las personas llamadas a desarrollarlas participan realmente de la única e incesante actividad de la Sede Apostólica, es decir, de aquella solicitud por todas las Iglesias (cfr. 2 Cor 11, 28) que ya desde los primeros tiempos animaba el servicio de los Apóstoles y que en medida principal es hoy prerrogativa de los Sucesores de San Pedro en la Sede Romana. Es muy importante que cuantos están asociados, en cualquier manera, a la actividad de la Sede Apostólica, tengan clara la conciencia de tal específico carácter de sus funciones; conciencia, por otra parte, que ha sido siempre tradición y motivo de gloria de quien ha querido dedicarse al noble servicio”[7].

2. Las notas distintivas de la Iglesia

Las profesamos desde el IV siglo, en el Símbolo Niceno-constantinopolitano: “Credo unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”.

La Iglesia es, desde su fundación, una e indivisa en su doctrina, en sus sacramentos y en su gobierno; es santa, pura y sin mancha, jamás pecadora, aun cuando comprende en ella a pecadores (immaculata ex maculatis, en el decir de San Ambrosio[8]); es católica, es decir, universal, destinada a difundir en el mundo el único bautismo de Cristo y la única salvación; es apostólica, porque está fundada sobre la sucesión ininterrumpida de sus pastores, desde San Pedro y los demás los apóstoles hasta nuestros días[9]. El Catecismo de la Iglesia Católica reafirma estas notas como “rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión”. La Iglesia, sigue diciendo el Catecismo, “no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades”[10].

Es necesario agregar, además, la Romanidad, como hizo por ejemplo el Papa Benedicto XVI en el Regina Coeli del 27 de mayo de 2007, recordando que la Iglesia tiene como propiedad esencial el ser “romana”. El Catecismo de San Pío X lo afirma con mayor precisión: “La Iglesia de Jesucristo es la Iglesia Católica Romana, porque ella sola es una, santa, católica y apostólica como Él la quiso”[11].

La Romanidad es algo más y es algo distinto respecto a las cuatro notas esenciales de la Iglesia. El Prof. De Mattei dice que es “la actuación de estas notas, es su compendio concreto e histórico: en la Romanidad se resume, por decirlo de algún modo, el rostro visible del Cuerpo Místico de Cristo”. Por eso se hablaba, y debemos todavía hablar así, de “Santa Romana Iglesia”. “La palabra ‘Romana’ mete, permea, concretiza la Iglesia en el tiempo y en el espacio, en un lugar y en una memoria histórica”.

3. Roma: una palabra misteriosa

El nombre de “Iglesia Romana” asocia dos realidades diversas. La palabra “Roma” evoca una realidad histórica: una ciudad, una civilización, un imperio, que tuvo inicio y fin en el tiempo; la palabra “Iglesia” en cambio renvía a una realidad sobrenatural, inmersa en la historia, pero que pertenece a la eternidad. El nexo entre estos dos términos es sin embargo íntimo e inseparable. Hay una íntima y misteriosa relación que no ha sido establecida por los hombres, sino por la misma Divina Providencia.

El Card. Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, hablando en una conferencia sobre la “sagrada vocación de Roma”, decía que “Roma es una palabra de misterio”. Misterio de una ciudad que “apoya el pie en las zonas paganas del Tíber y en los sagrados recintos de las catacumbas, y eleva y esconde la cabeza entre las estrellas, inclinándola delante del trono de Dios”[12]. Tácito llamaba a Roma “caput rerum”[13]; Horacio la llamaba “principis urbium[14]; Tibullo, “aeterna urbs[15]; Tito Livio, “caput orbis terrarum[16]. Pero esta ciudad imperial, que reinaba sobre el mundo, inclinó su cabeza delante del trono de Dios y llegó a ser la sede de la Cátedra universal de Pedro, destinada a un reino espiritual. La caput mundi pagana se transformó en la ciudad eterna, aquella ciudad “onde Cristo è romano”, donde el mismo Cristo es romano, como evoca Dante en la Divina Comedia[17].

La preeminencia de Roma, de hecho, dio lugar históricamente a la tesis de que su primado se basaba en el hecho que la ciudad había sido la capital del imperio. La condena de tal tesis, retomada por los modernistas, fue reafirmada por San Pío X en el decreto Lamentabilis, anexo a la Pascendi (1907). El Papa condena la siguiente proposición: “La Iglesia Romana llegó a ser cabeza de todas las Iglesias no por disposición de la Divina Providencia, sino por circunstancias puramente políticas”[18].

En realidad, la razón de la elección de Roma como sede de la Cátedra de Pedro está en el hecho de que Roma fue el lugar en el cual San Pedro ejerció su ministerio, él, a quien le había sido conferido por Jesucristo el primado universal[19]. Fue disposición de la Divina Providencia que San Pedro eligiese a Roma como su sede episcopal. Y fue aquí, en el circo de Nerón, a escasísimos metros de donde estamos ahora celebrando esta santa Misa, donde él sufrió el martirio. Y debajo de la cúpula de Miguel Ángel está su tumba. Y sus sucesores, los Papas, han continuado su misión hasta el presente.

¿Por qué esta elección de Roma por parte de la Divina Providencia? Muchos autores cristianos se lo han preguntado. La obra La Ciudad de Dios, de San Agustín, nace precisamente a raíz de esta pregunta. Una buena síntesis de esta misteriosa elección la da un discípulo de San Agustín, San Próspero de Aquitania (390-463): “Creemos que la Divina Providencia dispuso en su extensión el Imperio Romano para que las naciones que serían llamadas a la unidad del Cuerpo de Cristo estuviesen primero unidas en la ley de un solo imperio, aunque la gracia de Cristo no se limita a tener los mismos confines que Roma”[20]. San León Magno (440-461) dice: “Dios dispuso que los pueblos estuviesen reunidos en un solo imperio, del cual Roma era la cabeza, para que desde él la luz de la verdad, revelada para la salud de todas las naciones, se difundiese más eficazmente en todos sus miembros”[21].

Creo que se puede aplicar aquí el principio de que la gracia supone la naturaleza. Dios dispuso un marco natural e idóneo para la recepción y la difusión del evangelio. Este marco histórico y jurídico fue el Imperio Romano. Roma fue la ciudad destinada a unificar el mundo para prepararlo a la difusión del cristianismo. Las grandes vías consulares fueron recorridas por los predicadores; el latín llegó a ser la lengua universal y sagrada de la Iglesia; el derecho romano ofreció las bases jurídicas al derecho canónico de la Iglesia y al derecho común de todo el Occidente. Y esta asunción por parte de la Iglesia de Cristo de la Romanidad significó no solo la victoria total sobre el paganismo, sino una transformación espiritual de la misma Roma, hasta el punto de que la Romanidad caracteriza a la Iglesia Católica como nota distintiva, que permea y concretiza las otras cuatro notas esenciales.

Cuando Santo Tomás se pregunta por qué Cristo nació en Belén y no en Roma, responde: “Como se lee en un Sermón del Concilio de Éfeso, si hubiese elegido la grandiosa ciudad de Roma, se hubiera pensado que el cambio del mundo obedeció al poder de sus ciudadanos. Si hubiera sido hijo del emperador, hubieran atribuido sus frutos al poder (imperial). Sin embargo, para que se supiese que la divinidad había transformado el orbe, eligió una madre pobre y una patria todavía más pobre. Pero, como afirma San Pablo, Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes (1 Cor 1, 27). De ahí que, para demostrar más su poder, estableció en Roma, que era la cabeza del mundo, la capitalidad de su Iglesia, en señal de una victoria perfecta, a fin de que desde allí se extendiese la fe al mundo entero, según palabras de Is 26, 5-6: Humillará la ciudad soberbia, y la pisará el pie del pobre, es decir, de Cristo, el paso de los menesterosos, esto es, de los apóstoles Pedro y Pablo”[22].

4. El Primado Romano y el anti-romanismo

El poder de jurisdicción universal de la Iglesia, que sustituyó al de la Roma pagana, se expresó desde los primeros siglos en la doctrina del “Primado Romano”. Tal doctrina fue ya expuesta por San Clemente, tercer papa, al final del siglo I[23], y fue definida en el II Concilio de Lyon en el 1274[24], por el Concilio de Florencia (1439), por la Professio fidei Tridentina[25], y finalmente fue solemnemente afirmada por el Concilio Vaticano I en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus (1870).

Podemos desde esta luz comprender por qué Santa Catalina de Siena, Patrona de Italia y de Europa, Doctora de la Iglesia, escribiendo al papa Gregorio XI para que regresase a Roma como a su sede obligada[26], le decía audazmente: “Pensad que esta tierra es el jardín de Cristo bendito, y es el principio de nuestra fe”[27]… “Aquí es la cabeza y el principio de nuestra fe”[28]. Santa Catalina, que es también patrona de esta comunidad de hermanas que hoy inauguramos.

De hecho, en el curso de la historia los enemigos de la Iglesia combatieron el Primado Romano buscando siempre de disociar el cristianismo de la Romanidad. Si la Romanidad es una nota distintiva de la Iglesia, que permea las demás, el anti-romanismo puede ser considerado la característica de sus enemigos. Por eso siempre los enemigos de la Iglesia han sido enemigos del Papado, que es lo mismo que decir del Primado Romano. Y por eso una característica del progresismo es su contestación al magisterio petrino, el “disenso”… O también la resistencia a la disciplina romana, es decir, al vínculo de comunión en la obediencia a Pedro, Pastor de la Iglesia Universal. En cambio nuestro lema, como bien rezan nuestras Constituciones, es “cum Petro et sub Petro”[29]. De aquí que tengamos que buscar de alcanzar esta gracia de la Romanidad, para vivir plenamente el “sensus Ecclesiae”.

Nosotros estamos llamados a vivir el “espíritu romano”, que es la capacidad de obtener y alcanzar realidades invisibles a través de lo visible, a través de aquella especial atmósfera de la cual Roma está impregnada, y que solo en Roma se respira. Lo que se ha dado en llamar “el perfume de Roma”[30]: un perfume natural y sobrenatural que emana de las piedras y de las memorias anidadas en esta porción de tierra en la cual la Providencia puso la Cátedra de Pedro. Dice el Prof. De Mattei: “En este sentido el espíritu romano es el sensus Ecclesiae”.

Roma es la ciudad de la Virgen María. En ninguna otra ciudad del mundo hay tantas imágenes de la Virgen expuestas en las calles a la pública veneración. A Ella, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, encomendamos los frutos de esta nueva comunidad de Servidoras que está llamada a colaborar con la Sede de Pedro, y al hacerlo, presta un servicio a la Iglesia universal. Las encomendamos también a la protección de Santa Catalina de Siena.


[1]Seguimos, resumiendo, a R. De Mattei, Cattolicità e romanità della Chiesa nell’ora presente, en Convegno Roma, mese di ottobre di 2009:Il Motu proprio “Summorum Pontificum”. Un grande dono per tutta la Chiesahttp://chiesaepostconcilio.blogspot.com/2014/02/cattolicita-e-romanita-d…(link is external)

[2]Constituciones, 266: Juan Pablo II, Alocución a los alumnos y ex-alumnos del Colegio Capránica de Roma (21/01/1983), 6; OR (10/04/83), p. 11.

[3]Juan Pablo II, Homilía durante el rezo de Vísperas en el Colegio Capránica de Roma (21/01/1992), 5; OR (31/01/1992), p. 9.

[4]Juan Pablo II,Discurso al Pontificio Colegio Norteamericano de Roma con motivo del 125º Aniversario de su fundación (15/10/84), 2; OR (02/12/84), p. 17.

[5]Ibidem.

[6]Constituciones, 265.

[7]Lettera del Sommo Pontefice Giovanni Paolo II al Card. Agostino Casaroli circa il significato del lavoro prestato alla Sede Apostolica, 20 novembre 1982.

[8]Comentario al evangelio de San Lucas, 1, 17

[9]Cf. P. H. Dieckmann, De Ecclesia, Friburgo, 1925, vol. I, pp. 497-538; M. Schmaus, La Chiesa, Casale Monferrato, 1963, pp. 472-556; A. Garuti, Il mistero della Chiesa. Manuale di ecclesiologia, Roma, 2004, pp. 135-157.

[10]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 811.

[11]Catechismo di San Pio X, n. 107.

[12]E. Pacelli, Discorso del 24 febbraio 1936, in Discorsi e Panegirici, Vita e Pensiero, Milano, 1939, p. 510.

[13]Historiae 2, 32.

[14]Carmina 4, 3, 13.

[15]Carmina 2, 5, 29.

[16]Ab urbe condita I, n. 16.

[17]Purgatorio, 32, 102.

[18]“Ecclesia Romana non ex divinae providentiae ordinatione, sed ex mere politicis condicionibus caput omnium Ecclesiarum effecta est”; Decreto Lamentabilis, prop. 56.

[19]Cf. Mt 16, 16-18.

[20]La vocazione dei popoli, Città Nuova, Roma, 1998, p. 144.

[21]Sermo LXXVII, c. 3-5.

[22]Summa Theologiae, III, 37, 8 ad 3.

[23]San Clemente Romano, Ai Corinti, cap. 5 e 6, in PG 1, col. 217-221.

[24]Denz-H, nn. 363-365.

[25]Denz-H, n. 1307

[26]Santa Caterina Da Siena, Lettera 196 a Urbano VI, in Le Lettere di S. Caterina da Siena, Fiume, 1939, pp. 160-164.

[27]Lettera 347 al conte Alberico da Balbiano, ibidem, p. 169 (pp. 165-169).

[28]Lettera 370 a Urbano VI, ibidem, p. 272 (pp. 270-273).

[29]Constituciones, 211; la cita es de Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, n. 38.

[30]Así L. Veuillot, Il profumo di Roma, Edizioni Paoline, Roma, 1966.