Celebramos en este día la Solemnidad de Todos los Santos. Celebrar la fiesta de los santos, decía San Juan Pablo II, “nos invita a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos”[1] sino a mirar a Cristo.
En el día de ayer la hna. Glória de la Creu realizó sus votos perpetuos, con lo cual rubricó su entrega total a Dios por medio de la profesión de votos para siempre, con la finalidad de imitar más de cerca y representar perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo.
El evangelio de hoy, propio de esta Solemnidad, es parte del sermón del monte, Nuestro Señor predica las Bienaventuranzas.
- Bienaventuranzas y cruz
Las bienaventuranzas son el programa de vida de un verdadero discípulo de Cristo. Jesús sube al monte a enseñar un programa de vida, de condiciones para seguirlo.
“Se podría decir, un tratado completo de vida espiritual. Nos indican a qué estamos llamados en cuanto cristianos, qué significa verdaderamente vivir el Evangelio. Son la descripción de la verdadera madurez humana y espiritual”[2].
Madurez que encuentra su culmen en la octava Bienaventuranza y su repetición, la de los perseguidos, insultados y calumniados por Nuestro Señor. El discípulo de Jesús (todo cristiano) debe ser capaz de acoger el sufrimiento por Cristo como una dicha, de acoger la Cruz como un regalo. Tal es el grado último de la madurez y de la libertad espiritual, así como el testimonio más fuerte ante la faz del mundo”[3].
Y más aún, esto debe ser un deseo eficaz en todo religioso. San Juan Pablo Magno decía a los religiosos en el año 92: “Vosotros, religiosos y religiosas, estáis llamados a ser… testigos del espíritu radical de las bienaventuranzas: la pobreza de espíritu, la mansedumbre del corazón, las lágrimas del dolor y de la compasión, el hambre y la sed de justicia, la misericordia y la pureza de corazón, el compromiso por la paz verdadera e incluso la persecución por el nombre de Cristo”[4].
- La paradoja “felices”
Ahora bien, algo que llama poderosamente la atención del texto es el “Felices”, y más todavía esa repetición “«Dichosos vosotros…» (…) la afirmación de una felicidad (que llega aquí hasta la exultación: ¡alegraos y regocijaos!) en el núcleo de la situación humanamente menos agradable que puede darse: ser objeto de persecución, de insulto, de infames calumnias”[5].
Las bienaventuranzas encierran esta paradoja.
Y es interesante notar que Cristo en las Bienaventuranzas promete la felicidad actual y a todos aquellos que las abracen. Cuando nosotros escuchamos a los hombres de este mundo especialmente a los políticos, estos prometen siempre una felicidad futura “cuando se acabe esto, cuando desaparezca tal cosa…” entonces seremos felices. Cristo por el contrario nos llama felices ahora, bienaventurados (y plenamente en la vida eterna…). Porque viviendo estas bienaventuranzas la persona, el cristiano o el religioso, se asemeja más actualmente a Jesucristo. Las bienaventuranzas nos son hábitos, sino que son actos, actos que proceden de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, pero son tan perfectos que hay que atribuirlos más a los dones que a las virtudes. Actos que me asemejan a Cristo. Por eso las bienaventuranzas son el punto culminante y el coronamiento de toda la vida cristiana[6]. De esta manera entonces nosotros religiosos del Verbo Encarnado debemos desear y tender a que esto se realice de modo real y actual en nosotros, porque es el modo de imitar y representar a Jesús. Es lo que pedimos cada año en los Ejercicios Espirituales “por imitar y parescer más actualmente a Christo nuestro Señor, quiero y elijo más probreza con Christo pobre que riqueza, approbrios con Christo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Christo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo”[7]. Y es por eso que desde los inicios se ha considerado la pobreza y la persecución como dos gracias preciosas para nuestra “pequeña Familia Religiosa”, ya que son el modo de poder imitar lo más perfectamente posible al Señor, y estar despojados y colgados únicamente de la Providencia Divina. De hecho en el texto de Mateo de las ocho Bienaventuranzas las únicas dos en las que el premio es prometido en presente es en la de la pobreza y las persecuciones, en las demás se promete en futuro, aludiendo a la vida eterna. Por tanto, cuando nos llegare esto debemos considerarnos “Bienaventurados”, “Dichosos vosotros”, “Alegraos y regocijaos[8]” … “porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Cuando suceda esto es señal que nos están preparando la corona.
[Peroratio]
Queridos hermanos: En un mundo que tiene sed de felicidad e infinito, pero que tristemente se lanza a la búsqueda de la misma en ídolos que no sacian y engañan, las palabras de Cristo son urgentes: “Bienaventurados”, “Felices seréis”. Realmente la felicidad está donde humanamente menos se la espera. No está en las riquezas, el éxito, el poder o el placer, ni en la salud física, ni en seguridades humanas, ni en la prosperidad, sino en la pobreza, en la humildad, el dolor, la limpieza de corazón, en vivir en auténtica paz con Dios y ser sembradores de paz en el mundo, en el soportar las injusticias y persecuciones, todo esto por Cristo y el Evangelio…realmente se encuentra “en donde no se espera”. Porque “la locura de la Cruz hace más sabia que la sabiduría de todos los hombres”[9]. Más bien entonces ¡Locura del amor!
Justamente es por eso que la vida consagrada ha sido siempre considerada como un don en la Iglesia (y en el mundo), es un tesoro, y hoy más que nunca es necesario este testimonio. Porque el testimonio del religioso es “preclaro”, se trata de un testimonio “inestimable”. Porque “el estado religioso tiende a poner en práctica y ayuda a descubrir y amar las bienaventuranzas evangélicas, mostrando la felicidad profunda que se obtiene mediante renuncias y sacrificios”[10].
La vida consagrada es signo y testimonio del auténtico destino del mundo, que va mucho más allá de todas las perspectivas inmediatas y visibles, incluso legítimas y debidas, para los fieles llamados a un compromiso de carácter secular: según el Concilio, «los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas»[11]. Palabras que enriquecen el primer número de nuestras Constituciones.
Esto es una convicción en el Magisterio de la Iglesia, y debe ser también nuestra: “el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas”[12]. Precisamente esa es la transformación del mundo que nosotros debemos hacer. El mundo no lo transforman los grandes poderes, ni las grandes riquezas, ni el hecho de que los cristianos seamos gran cantidad, sino que lo transforman los cristianos y religiosos que viven las bienaventuranzas porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos (Is 55,8). Es decir, transformaremos el mundo no con una táctica apostólica o algo fruto de nuestro ingenio, sino crucificándonos e identificándonos con Él… que consiste en vivir el espíritu de las bienaventuranzas.
“En efecto, ¿qué signo más profético e interpelante para el mundo que el de una existencia dedicada exclusivamente al Señor y a su mensaje?”[13].
Que la Santísima Virgen María nos conceda esta gracia, especialmente lo pedimos por intercesión del padre espiritual de nuestra Familia Religiosa, San Juan Pablo Magno.
[1] San Juan Pablo II, Homilía, 1/11/1980.
[2] Jacques Philippe, La felicidad donde no se espera, Meditación sobre las Bienaventuranzas, Ed. San Pablo, Argentina, diciembre de 2018, p. 19.
[3] Ibid., p. 189.
[4] San Juan Pablo II, Homilía, 10/10/1992.
[5] Jacques Philippe, La felicidad donde no se espera… p. 189.
[6] Por ejemplo: viene una contrariedad (algo muy común, que le pasa absolutamente a todos los hombres) y esa contrariedad me amarga la vida, ¿por qué me la amarga? porque no viví según el espíritu de Cristo. En cambio, una contrariedad: bienaventurados cuando os persigan… me hace feliz porque me asemeja a Cristo.
[7] Ejercicios Espirituales [167].
[8] RAE: 1. m. Alegría intensa o júbilo. 2. m. Acto con que se manifiesta la alegría.
[9] Constituciones IVE, 216.
[10] San Juan Pablo II, Audiencia general, 8/02/1995.
[11] Lumen gentium, 31.
[12] Constituciones IVE, 1.
[13] San Juan Pablo II, Homilía, 10/10/1992.