La humildad de María Santísima[1]
Al inicio de nuestras Constituciones –en el número 3–, cuando se explica el porqué del nombre del Instituto, se nos dice:
Aspiramos a que nuestra familia religiosa se distinga y sea llamada “del Verbo Encarnado” ya que nos acercamos al bimilenario de ese acontecimiento, que es más grande que la creación del mundo y que no puede ser superado por ningún otro.
Siendo esto así es de pensar que ninguna creatura, por espiritual que sea, podría merecer la Encarnación, sino que el Verbo se nos entregó como el gran don que nos hizo el Padre: don absolutamente gratuito e inmerecido.
Supuesta esta verdad, y conociendo la decisión misericordiosa de Dios de redimir a los hombres mediante la Encarnación, hemos de decir que ninguna creatura halló Dios sobre la tierra tan digna y tan bien dispuesta como María Santísima para cumplir este designio. Es doctrina cierta que, gracias a su cooperación a la gracia y a sus virtudes, la Virgen María fue la mujer más digna de ser Madre de Dios.
Nosotros, con nuestro entendimiento limitado, no podemos entrar en la profundidad inescrutable de los juicios de Dios para ver qué es lo que más le atrajo de María para escogerla para ser su madre; de todos modos, no nos parece inútil el preguntarnos qué virtud le mereció esta honra, pues Ella sobresalió en todas ellas: en pureza virginal, en magnanimidad, en prudencia, en fortaleza, en generosidad, en religiosidad, etc.
Pero una cosa es de advertir: que el “Verbum caro factum est” no se pronunció sino hasta que María hizo la gran profesión de su humildad: “Ecce ancilla Domini”. Se ve que lo que conquistó sobremanera al Cielo para escogerla para ser la Madre del Verbo Encarnado fue su extraordinaria humildad.
Valor de la humildad
La humildad es la primera y esencial disposición del hombre para recibir las comunicaciones divinas. En efecto, sabido es que para llenarse de Dios es necesario vaciarse de las criaturas, y sobre todo del amor de sí mismo, pues el Señor no encuentra lugar en un corazón que esté lleno de amor propio. Y es la humildad la que produce este vacío misterioso, apto para ser lleno de Dios. Si esto es necesario para crecer en virtudes y recibir la gracia más abundantemente, ¿qué diremos que es necesario para ser lleno de la misma persona del Verbo? El Verbo se hizo carne en María, porque fue la criatura más humilde y vacía de sí misma. La humildad de esta creatura hacía que Dios estuviera en el corazón de María “a sus anchas”.
La humildad de Dios
Pero esta verdad se hace más fuerte si consideramos que la Encarnación supone antes el misterio de la humillación de un Dios. Si la Madre de un Dios encarnado había de tener una virtud especial que la asimilara a su Hijo, se necesitaba una Madre humilde para un Dios tan humillado[2]. Si San Pablo recomendaba a los simples fieles, por el solo hecho de llevar el nombre de Cristo: Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien existiendo en la forma de Dios… se anonadó a sí tomando la forma de siervo (Ro 2, 5-6), ¿qué humildad no buscaría Dios en su Madre? Y es que como ya decía acertadamente el filósofo “lo semejante busca lo semejante”[3]. Tanta humildad buscaba en la tierra su correspondencia más exacta, y la halló en la Santísima Virgen.
La humildad de María
El mundo en su creación salió de la nada. De la nada de un Dios que decide, en la plenitud de los tiempos[4] aniquilarse voluntariamente, salió esa redención que nos sacó de la nada de nuestra miseria y postración. Y junto al aniquilamiento del Verbo, figuró la humildad de María, revestida de caracteres especiales. Veamos algunas de las peculiaridades de su humildad
María está llena del mérito y es humildísima (cosas muy difíciles de hallar juntas):
A veces se halla gente humilde, es difícil hallarla pero las hay. Generalmente se trata de sujetos desprovistos de todo conocimiento, sin mérito alguno humano y sobrenatural, personas que no tienen de qué enorgullecerse, no tienen en qué apoyar su soberbia (aunque la naturaleza humana con facilidad encuentra falsos soportes). La experiencia demuestra que a veces basta que percibamos que contamos con un determinado talento para ufanarnos de ello al instante[5]. Lo maravilloso es esto: que puedan unirse en una misma persona el “llena de gracia” del ángel, y el “He aquí la esclava del Señor” tan sincero de María.
- María unió la plenitud de los honores a la máxima humildad:
Un ángel de primera línea la saludó, y con un saludo único e irrepetible; sabe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada y, sin embargo, se llama a sí misma sierva, y declara que Dios ha mirado su bajeza (¡y no era mera retórica!). Sabemos muy bien, pues nos lo confirma nuestra experiencia cotidiana, que los honores son lo que más ensoberbecen a las gentes. Podemos encontrar casos a millares ¡qué difícil es hallar uno con talento y que sea humilde, ¡no…!; pero no fue así con María. Cuanto María es más exaltada Ella responde con mayor humildad y con mayor sumisión a Dios (que es precisamente en lo que consiste la verdadera humildad: en la sumisión a Dios[6]).
- María unió la plenitud del poder y la humildad:
No parece muy necesario explicar el poder que encierra el ser Madre de Dios; y María se dio cuenta de ello desde el primer momento ¡Y qué diverso que es esto en Ella que en el resto de los hombres! Mientras que los hombres, apenas contamos con un poco de poder, movidos por el fondo de orgullo que hay en nosotros, quizás aun inconscientemente solemos hacerlo sentir a los demás –y a veces se es hiper celoso del mismo[7]–, en María no fue así. Con razón podemos aplicarle aquellas palabras del salmo de que “un abismo llama a otro abismo” (Sal 41, 8). El abismo de la humildad de María atrajo el abismo de un Dios humillado, quien la cubrió con todas su gracias y su poder. Su abajarse le alcanzó una indisoluble unión al Omnipotente, y lo llamativo del caso es que, en Ella, ese poder tremendo de que gozaba, nunca se transparentó en alguna actitud jactanciosa ni muchos menos altanera.
Nuestra humildad
Todo cuanto el Verbo Encarnado hizo y enseñó lo hizo para nuestra instrucción y para su imitación[8]. Contemplando la Encarnación debemos cotejarnos con Cristo y con María, examinando nuestra humildad.
Los gentiles debieron haber conocido racionalmente la humildad, estudiando naturalmente la injusticia, vanidad y extravagancia vergonzosa del orgullo y la soberbia, y despreciando a los arrogantes y orgullosos, mientras que elogiando a los modestos y humildes.
Algunos judíos, con espíritu sobrenatural, supieron por la divina revelación que sin humildad carecen de cimiento las demás virtudes.
Pero los cristianos tenemos en la Encarnación el ejemplo más fuerte y asequible de un misterio de humildad: Dios hecho niño en el seno de una Madre que se llama a sí misma esclava y siente y obra como una servidora.
Querer ser cristianos, querer aprovecharse de la Encarnación y apetecer las glorias que brinda la vanidad, es renegar del misterio de la Encarnación. Querer ser religiosos y no estar dispuestos a sufrir humillaciones, no aceptar con santa resignación –es más, con total abandono en Dios– las contrariedades que Él nos pueda mandar –para humillar nuestra soberbia– es un modo de despreciar el mensaje clamoroso de humildad que Dios y su Santísima Madre nos ofrecen en la Encarnación.
Para que esta fiesta no pase sin dejar en nuestro ánimo un fruto duradero, hagámonos eco de la invitación divina contenida en la carta a los hebreos:
“Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que te ha sido mostrado”[9].
¡Sí, miremos al Verbo Bueno del Padre Bueno[10], miremos a la humildísima María, su Madre, con un deseo eficaz de reproducir en nosotros su humildad, y con el Dante[11] invoquémosla humildemente con las palabras que la liturgia misma pone en sus himnos para esta Solemnidad:
Vergine Madre, figlia del tuo figlio, ¡Virgen y madre, hija de tu hijo,
umile e alta più che creatura, alta y humilde como no hay criatura…
tu se’ colei che l’umana natura Tú ennobleciste la humanal natura
nobilitasti sì, che ’l suo fattore tanto, que en su grandeza el Hacedor,
non disdegnò di farsi sua fattura. no desdeñó encarnar su propia hechura.
Que levantando la mirada a María y apelándonos a su misericordia podamos copiar y reproducir en nosotros el extraordinario ejemplo de humildad que se nos hace patente en la Encarnación del Verbo, gracia esta que Dios –en su bondad infinita– nos vuelve a ofrecer hoy en don.
Que María Santísima de la Anunciación nos alcance a todos esta gracia. Que así sea.
[1]Nos ayudaremos en esta homilía de algunos conceptos tomados del repertorio orgánico de textos para el estudio de las homilías dominicales y festivas, Verbum vitae, La palabra de Cristo. Mons. Ángel Herrera Oria, pág. 172 y ss. del Tomo X, BAC 1959.
[2]La Encarnación del Verbo de Dios supuso el más extremo abajamiento y anonadamiento que pueda pensarse, de lo cual el escándalo de la cruz es su mejor expresión y cumplimiento.
[3]Aristóteles, Moral a Nicómaco, hablando de los caracteres generales de la amistad. Libro VIIIº, cap. I.
[4]Cfr. Gal 4, 4.
[5]En estos días vi una entrevista de la tv argentina que le hacían a un pastor argentino famoso quien prometía a los que fuesen ungidos con alcohol en gel y nardo la preservación del mal del coronavirus. Ante el periodista que lo acusaba de usar de embustes para manipular a la gente sencilla para sacarle dinero, este pastor respondía, no sin temeridad y ufanía, más o menos estas palabras: “¡Campeón … vos sabes quién soy yo … yo soy el pastor xxx… vos de esto no entendés nada, déjame a mí que de esto sí entiendo…!”. Honestamente jamás nos imaginaríamos a la Virgen dando una tal respuesta.
[6]Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, Q. 161, a. 2 ad 3º.
[7]Hay gente que no tolera a otros que les haga sombra, pues los perciben como una amenaza a su autoridad.
[8]Cfr. Ro 15, 4: “…todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra enseñanza se escribió…”. Si esto se dice las cosas del Antiguo Testamento, ¿con cuánta mayor razón hemos de aplicarlo a la Encarnación del Verbo?
[9]Cfr. Hb 8, 5.
[10]San Atanasio, Contra Gentiles, 40-41.
[11]Dante Alighieri, Divina Comedia, III – XXXIII, 3 ss.