Quiero contarles cómo hice para conocerlo -escribió Benson en su libro sobre la amistad de Cristo-, quiero contarles cómo hice para conocerlo…
Había sentido hablar mucho de Él, pero no hacía caso.
Me enviaba regalos cada día, pero yo jamás le agradecía.
Más de una vez me pareció que buscaba mi amistad, pero yo permanecía frío.
Yo estaba en la calle, miserable y hambriento, y a cada momento en peligro; y Él me ofreció refugio, bienestar, comida, seguridad; pero yo de todos modos era desagradecido. Al final, se cruzó en mi camino y, con lágrimas en los ojos, trató de decirme: ven y quédate conmigo.
Quiero contarles cómo me trata ahora.
Él colma todos mis anhelos.
Me da más de lo que me atrevo a pedir.
Se anticipa a todas mis necesidades.
Me suplica que le pida cada vez más.
Jamás recuerda mi ingratitud pasada.
Nunca me rechaza por mis pasados desatinos.
Quiero contarles, también, lo que pienso de Él.
Él es tan bueno como grande.
Su amor es tan vivo como verdadero.
Es tan pródigo en sus promesas, como fiel en mantenerlas.
Es celoso de mi amor, porque lo merece.
Yo en todo soy su deudor, pero Él me manda llamarlo Amigo (Benson), y aceptar su don, siempre, su don más preciado que siempre lleva consigo, en sus espaldas, y que se llama cruz, símbolo de todos sus sufrimientos y medio de la redención y de mi colaboración en ella.
“Cruz cuya exaltación hoy celebramos”, porque “por ella fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Junto con el Crucificado, somos elevados y exaltados también nosotros”. Con estas palabras, San Andrés de Creta rinde homenaje a la Cruz en el Oficio de hoy, y junto a él también todos los santos y mártires de todos los tiempos.
Por ejemplo, en 1941 Santa Teresa Benedicta de la Cruz escribe a una religiosa: “la scientia crucis (ciencia de la cruz) solo puede ser aprendida si se siente todo el peso de la cruz. Ya estaba convencida de esto desde el primer instante, y de todo corazón he dicho: Ave, Crux, Spes única (te saludo, Cruz, única esperanza nuestra)”.
“¡Te saludamos, Cruz santa, única esperanza nuestra!”
“El mundo está en llamas: la lucha entre Cristo y el anticristo se ha encarnizado abiertamente, por eso si te decides por Cristo, hoy más que nunca debes abrazar su don, para ser elevada.
Si quieres ser la esposa del Crucificado, debes renunciar totalmente a tu voluntad y no tener otra aspiración que la de cumplir la voluntad de Dios, que es Cruz”. Son palabras que hacen referencia a otro mártir, también él muerto en Auschwitz, el 14 de agosto de 1942: Maximiliano Kolbe.
Internado varias veces en el hospital a causa de una tuberculosis pulmonar contraída en su juventud, el P. Kolbe piensa y reza mucho durante el silencio y la inactividad que los médicos le imponen. Piensa en lo que hace, en lo que no puede hacer, en los frutos que aparecen incluso cuando debe permanecer con los brazos cruzados. Y un día escribe sobre una hoja una frase misteriosa: «v = V». Es su gran intuición: «“v es nuestra voluntad; “V” es la voluntad de Dios. Nosotros podemos esforzarnos por trabajar, desgastar nuestras fuerzas cada día. Pero el resultado será siempre pequeñísimo, casi nulo, si Dios no le da su eficacia a nuestras acciones… Nuestra mayor preocupación, por tanto, no debe ser la de hacer muchísimo, sino de PENSAR, BUSCAR Y DESCUBRIR lo que Dios quiere que hagamos… Éste es el secreto del éxito: hacer coincidir nuestra pequeña “v” con la “V” grande de Dios». Y la “V” grande de Dios coincide con una cruz, a tu medida, en la cual serás elevada, si quieres. Gran precio y gran gloria, en ella florecerán tus virtudes, fructificarán los méritos y tu vida será fecunda en grandes obras.
Como esposa de Cristo, Él ahora te invita: «Ea, vayamos a Jerusalén, y todo lo que fue escrito por los profetas respecto al Hijo del hombre se cumplirá también en ti. Serás entregada a los paganos, escarnecida, ultrajada, y tal vez matada…
Un día Nuestro Señor dijo a Ananías refiriéndose a San Pablo: Yo le mostraré cuánto deberá sufrir por mi nombre (Hech 9,16). No dijo que le haría conocer dulzuras y consolaciones, sino sufrimientos. Lo mismo hizo con los Apóstoles, prediciéndoles que habrían de sufrir por su amor. Lo mismo para cada una de ustedes. Por tanto, hay que habituarse ya desde ahora a los pequeños sufrimientos para ser después generosas en los grandes; pedir al Señor luz y gracia para comprender sus padecimientos, como también la fuerza para sufrir bien. Sin espíritu de sacrificio no serán santas esposas, ni tendrán aquellos especiales favores de consolaciones que las confortarán y ayudarán.
El Señor nos ha dado ejemplo de sacrificio sufriendo en el alma y en el cuerpo, como afirma la Carta a los Hebreos: Él, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia (Hebr 12,2). Sobre las huellas del Señor caminaron todos los santos… todos, y ustedes, en el camino de la perfección, no serán una excepción.
También San Pablo decía: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 11,1). ¡Cuántas penas físicas y morales debió soportar el gran Apóstol! Penas corporales: flagelaciones, lapidaciones, naufragios; penas internas provenientes de su ministerio, como él mismo afirmaba: Y además de todo esto, mi tormento cotidiano: la solicitud por todas las iglesias (2 Cor 11,28). Los ejemplos del Apóstol son un reproche a nuestro poco amor al sufrimiento, a nuestra facilidad para desanimarnos en el apostolado, especialmente cuando no vemos frutos.
Amemos mucho la cruz, pero no solo poéticamente. Es fácil, cuando no tenemos sufrimientos, desear sufrir, pero es cuando éstos llegan que debemos demostrar nuestra virtud. Amar la cruz es muy perfecto, pero comencemos a pedir la gracia de soportarla.
Es necesario que todos estemos persuadidos de la necesidad del sacrificio para ser verdaderos discípulos de Nuestro Señor. No olvidemos jamás que las almas se salvan con el sacrificio. Las almas no se salvan más que con la cruz y por la cruz, como hizo Jesús. La gracia de Dios no falta, y si somos generosos soportando las pruebas que el Señor nos manda, podremos repetir con San Pablo: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en medio de toda nuestra tribulación (2 Cor 7,4).
Por tanto, no solo no deben detenerse ante las tribulaciones, sino que éstas más bien deben impulsarlas a ser más fieles.
Sí, formémonos en el verdadero espíritu de sacrificio, incluso espiritual. Amar el sufrimiento, aprender a sufrir cualquier cosa sin hacerlo saber a todos. Entonces el Señor bendice. Vida de sacrificio, por tanto, desde la mañana hasta la noche.
Hacer todas las cosas por amor de Dios, renunciar a la propia voluntad y al propio juicio, llevar cada día la propia cruz, es un martirio lento, prolongado. ¡El martirio cruento es muy valioso, pero también este otro es muy preciado! Porque ésta es la exaltación de tu cruz en tu vida[1].
María, Madre de misericordia, haz que tus hijos, adorando la Cruz del Redentor, alcancen los frutos de la salvación que Él ha merecido con su Pasión; que sobre este leño glorioso claven sus propios pecados, quebranten su soberbia, curen las llagas de la condición humana; obtengan fuerza en la prueba, seguridad en el peligro, y fortificados con su protección recorran incólumes las sendas del mundo, hasta que tú los acojas en la Gloria, exaltados junto a tu Hijo por haber llevado, durante la vida, su Cruz.