Según el fin específico de nuestros Institutos, nosotros
“Comprometemos todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio, o sea, para prolongar la Encarnación en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre, de acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. Al respecto enseña S.S. Juan Pablo II: “El término ‘aculturación’ o ‘inculturación’ por muy neologismo que sea, expresa de maravilla uno de los elementos del gran misterio de la Encarnación” (Const. 5).
1. Qué se entiende por inculturación
La expresión “inculturación” es usada comúnmente en nuestros días en círculos teológicos y misioneros. Apareció por primera vez en la XXXII Congregación General de la Sociedad de Jesús (1974-1975), y luego fue usada oficialmente por primera vez en el sínodo de obispos del año 1977.
Si bien es un neologismo, la palabra inculturación ha encontrado su lugar en la actual jerga teológica. Esto es así porque, la realidad contenida en la palabra es tan antigua como la misma Revelación y de hecho ha sido adoptada por la Iglesia desde los mismos comienzos de la obra de la evangelización.
La expresión es utilizada para describir la relación dinámica entre la Iglesia y las distintas culturas. En su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, el beato Papa Pablo VI habla de la necesidad de trasvasar el mensaje evangélico al “lenguaje” local:
“Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje”[1].
Y el Papa continúa: “el lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural”[2]. ¿A qué se refería con lenguaje “antropológico” o “cultural”? El texto del Decreto Ad Gentes nos proporciona la clave de interpretación:
“La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en todos estos grupos con el mismo afecto (original: “inserere debet eodum motu”) con que Cristo se unió por su encarnación a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió”[3].
Comentando este pasaje del Concilio, Pablo VI decía que al abocarse a la labor de evangelización, el misionero debe imitar el modo de la Encarnación. En orden a que la misión sea más efectiva y fructífera, se debe buscar de seguir el camino trazado por el mismo Cristo, en plena continuidad con su Encarnación:
“También en esto Jesús es nuestro Maestro, indicándonos cuál debe ser el camino para que la misión sea eficaz y fecunda: el camino del contacto directo, de la afinidad psicológica y de costumbres con los pueblos a los que se lleva el anuncio de su Evangelio”[4].
La Iglesia debe buscar de adaptarse a las diversas situaciones humanas en las que se encuentra, imitando de este modo a Cristo, quien en virtud de la Encarnación se ligó a las condiciones sociales y culturales de los pueblos entre los que se encontraba:
“Aun cuando era el Hijo de Dios, Jesucristo compartió nuestra condición humana, haciéndose parte del mundo de su tiempo, hablando la lengua de su país, y tomando de la vida local los ejemplos con los cuales ilustraba sus enseñanzas sobre la justicia, la verdad, la esperanza y el amor. Hoy día sus enseñanzas se han esparcido por el mundo, y se adaptan en sus expresiones a todas las lenguas, y a todas las tradiciones y civilizaciones”[5].
Así también, en este mismo sentido, el Decreto Ad Gentes (n. 22), hablando de las iglesias jóvenes, decía:
“La semilla, que es la palabra de Dios, al germinar absorbe el jugo de la tierra buena, regada con el rocío celestial, y lo transforma y lo asimila para dar al fin fruto abundante. Ciertamente, a semejanza del plan de la Encarnación”.
2. Adaptar el mensaje evangélico
Por otra parte, aun cuando la inculturación comporte realizar una cierta adaptación, su propósito no consiste meramente en aceptar cada cultura tal como es. Antes bien, siguiendo el modelo divino de la Encarnación, en la inculturación se debe buscar de asumir sólo lo que en las culturas se encuentra de genuinamente humano, es decir, de verdadero y de bueno. Esto comporta una actitud de discernimiento y de purificación.
Y así como la humanidad de Cristo fue asumida en la Persona del Verbo, y no al revés, análogamente las culturas deben regirse por los principios y valores de la fe y la Revelación, y no al revés. Por lo mismo, la Iglesia no puede regir su pastoral según criterios culturales que no son verdaderos, por más que de hecho sean prevalentes en un lugar y momentos determinados. Lo que hace que los principios filosóficos y culturales de un lugar y tiempo determinados sean aceptables es su compatibilidad con la fe, es decir, que sean verdaderos, y por lo mismo universales.
Quisiera ilustrar este aspecto de todo verdadero proceso de inculturación con un ejemplo. Analicemos algunas ideas expresadas por un teólogo en un convenio recientemente celebrado en Roma, en relación a la temática del próximo Sínodo sobre el matrimonio y la familia:
“La interpretación de la doctrina de los actos llamados “intrínsecamente malos” me parece una de las fuentes principales de las dificultades encontradas actualmenteen la pastoral familiar, en cuanto determina en gran medida la condena de la contracepción artificial, de los actos sexuales de los divorciados vueltos a casar y de las parejas homosexuales, incluso estables. Esto parece incomprensible a muchos, y parece contraproducente bajo el punto de vista pastoral”.
Es decir, se cuestiona y rechaza la doctrina sobre los actos intrínsecamente malos. Y, citando ciertas escuelas de filosofía contemporáneas, continuaba diciendo:
“Si insiste justamente en puntos de referencia objetivos necesarios a la vida moral, descuida por lo mismo la dimensión biográfica de la existencia y las condiciones específicas de cada trayectoria personal, elementos a los cuales nuestros contemporáneos son muy sensibles y que forman parte de las condiciones actuales de la recepción de una doctrina de la Iglesia. Numerosos argumentos van en la dirección de una mayor consideración de la historia de las personas”[6].
En otras palabras, en orden a establecer qué doctrina en última instancia es aceptable o no lo es, más que a los elementos objetivos de la moralidad, se tiene en cuenta la experiencia personal de cada persona, y se mira a la “sensibilidad” de nuestros contemporáneos. Pero esto es precisamente lo que denunciaba San Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor:
“Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular”[7].
Nuevamente, para una verdadera inculturación es necesario tener en cuenta siempre que lo que hace que ciertos principios filosóficos y culturales sean aceptables es su compatibilidad con la fe, es decir, que sean verdaderos. El depósito de la fe no puede ni debe adaptarse, sin más, a las corrientes culturales en boga, y a cualquier filosofía, por más que sea prevalente en un lugar o momento de la historia. Así lo expresaba nuevamente Pablo VI:
“En efecto, mientras Aristóteles y otros filósofos eran y son aceptables, […] no puede decirse lo mismo de las filosofías o teorías científicas, cuyos principios fundamentales sean incompatibles con la fe religiosa, ya por apoyarse en el monismo, ya por negar la trascendencia, ya por su subjetivismo o su agnosticismo. Desgraciadamente hay muchas doctrinas y sistemas modernos radicalmente irreconciliables con la fe y la teología cristianas”[8].
Inculturar el evangelio no significa meramente adaptar el mensaje a una cierta cultura, sin más. Antes bien, Pablo VI describe la evangelización como un proceso que tiene por fin el “trastornar” las culturas en lo que tienen de negativo:
“No se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar (original: evertere: trastornar) con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación”[9].
La evangelización no significa meramente seguir los dictámenes de la cultura. Hay que predicar el evangelio en su genuinidad, aun cuando moleste, ya que el mensaje “no cambia aunque cambien los tiempos y las costumbres; y debe ser aceptada en su genuina, originaria y autorizada formulación, aunque sea difícil, aunque contradiga la psicología de quien la escucha, aunque sea misteriosa”[10].
La constitución dogmática Lumen Gentium (n. 13) del Concilio establece de manera clarísima que al evangelizar, la Iglesia debe purificar las culturas:
“La Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno”.
En definitiva, la obra de la inculturación no escapa a la ley general de toda evangelización, que es precisamente la conversión:
“La Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos”[11].
Es por esto que Pablo VI nos pone en guardia sobre el peligro, muchas veces latente, del relativismo histórico:
“En algunos, el uso del pensamiento se modela sobre la historia, que todavía está en el tiempo, que cambia y que pasa, y se contenta con afirmar lo que hoy parece verdadero, pero que mañana tal vez cambiará: es el relativismo histórico, que absorbe muchos espíritus, incluso muy nobles e inteligentes, y que enfrenta a veces incluso a ciertos cenáculos de estudiosos de cuestiones religiosas y los separa, imperceptible aunque a veces gravemente, de la genuina fe de Cristo y de la Iglesia”[12].
Y también:
“Estamos tentados de historicismo, de relativismo, de subjetivismo, de neo-positivismo, que en el campo de la fe crean un espíritu de crítica subversiva y una falsa persuasión de que para atraer y evangelizar a los hombres de nuestro tiempo, tenemos que renunciar al patrimonio doctrinal, acumulado durante siglos por el magisterio de la Iglesia, y de que podemos modelar, no en virtud de una mejor claridad de expresión sino de un cambio del contenido dogmático, un cristianismo nuevo, a medida del hombre y no a medida de la auténtica palabra de Dios”[13].
3. “Adaptación y fidelidad”
Dirigiéndose a un grupo de obispos africanos, Pablo VI sintetizó la actitud que se ha de asumir en torno a la verdadera inculturación, a saber, “adaptación y fidelidad”. Decía a los obispos de Ruanda:
“Se espera de vosotros la prueba de que es posible insertar entre vosotros el mensaje cristiano auténtico, respetando las líneas esenciales de la cultura africana: en otras palabras, dar un rostro africano al Mensaje eterno e inmutable del Evangelio. Esto requiere un esfuerzo en dos direcciones que parecería casi imposible de compaginar: adaptación y fidelidad. Tenemos que adaptarnos, no cabe duda: en la presentación de las verdades, la expresión litúrgica, etc. Pero el mensaje que ha de adaptarse es único y no puede ser disfrazado o traicionado: ¡sólo hay una sola fe y una sola Iglesia!”[14].
Que la Virgen nos otorgue la gracia de ser fieles a nuestra vocación misionera en perfecta fidelidad al Magisterio de la Iglesia.
[1]Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, n. 63.
[2]Ibid.
[3]Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes, 10.
[4]Pablo VI, Mensaje “La ‘Giornata Missionaria’ mondiale nella prospettiva dell’Anno Santo”, 20 de julio de 1973.
[5]Pablo VI, Alocución “La messa del Papa allo ‘Stadium’: fedeltà alla parola che salva”, 3 de diciembre de 1970.
[6]P. Prof. Dr. Alain Thomasset, SJ (Paris), La presa in considerazione della storia e degli sviluppi biografici della vita morale e la pastorale della famiglia, Convegno comune su invito dei presidenti delle Conferenze Episcopali Francese, Tedesca e Svizzera su questioni della attività pastorale del matrimonio e della famiglia nella fase precedente del Sinodo dei Vescovi.
[7]Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor, n 56.
[8]Pablo VI, Carta Lumen Ecclesiae, n. 18.
[9]EN, n. 19.
[10]Pablo VI, Audiencia General “La fede, principio di vita eterna”, 2 de mayo de 1969.
[11]Pablo VI, EN, n. 18.
[12]Pablo VI, Audiencia General “La roccia della verità”, 24 de noviembre de 1965.
[13]Pablo VI, Alocución “Inaugurata la II Assemblea Generale dei Vescovi dell’America Latina – Riconoscere Cristo in noi e nei nostri fratelli”, 24 de agosto de 1968.
[14]Pablo VI, Alocución “Paolo VI ai Vescovi del Rwanda in visita ‘ad limina’”, 25 de abril de 1977.