Homilía del R. P. Gonzalo Ruiz, en ocasión del ingreso en la vida contemplativa de la hermana María Victoria de Lepanto Torres en el Monasterio Madonna delle Grazie,Velletri – 1/IX/2011
Hoy acompañamos a María Victoria de Lepanto en su ingreso en la vida monástica. Y este hecho nos lleva a hacernos una pregunta: ¿por qué una joven decide de abrazar la vida claustral?
La primera respuesta es porque a esa vida de mayor intimidad con Él la ha llamado el mismo Jesucristo. Y esta respuesta es la determinante, la fundamental: porque Jesucristo la ha atraído a sí para tratar con ella de amores sin que nada ni nadie si interponga entre ambos.
Una segunda respuesta es que ella, Victoria de Lepanto, siguiendo a tantas almas que han buscado la intimidad con Jesús en la vida monástica, ha decidido responder a la invitación del Maestro y donarse totalmente a Él. El divino Esposo, que primero ha derramado por ella su sangre en la cruz, la ha invitado, la ha cortejado, la ha atraído hacia sí, porque quiere tratar con ella, como el Esposo del Cantar: “Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra. Echa la higuera sus yemas, y las viñas en cierne exhalan su fragancia. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante” (Ct 2,10-14). Y ella le ha respondido que acepta, como la esposa del Cantar: “atráeme tras de ti y correremos. El Rey me ha introducido en sus mansiones” (Ct 1,4).
Todo el secreto de la fecundidad de la vida monástica está en saber tratar de amores con Jesucristo, como decía Santa Teresa. En ese buscarlo ardientemente en la intimidad de la vida interior: “muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante” (Ct 2,14).
Hoy Jesús te dirige a vos la pregunta que le hizo por tres veces a Pedro: “Pedro, ¿me amas? Pedro, ¿me amas más que estos?” (cf. Jn 21,15-17). Eso es lo que Él se espera de vos. Que lo ames más, con todo tu corazón. No lo tienes que olvidar nunca.
1. La perfección consiste en la perfección de la caridad
La finalidad de la vida religiosa es la perfección de la caridad. En la vida religiosa todas las otras cosas, con excepción de la caridad, tienen razón de medios: los votos, la vida común, el trabajo, el estudio, la oración, la penitencia, todo se hace para alcanzar la perfección de la caridad, es decir, el perfecto amor de Dios (y del prójimo), y la perfecta unión con Dios que es fruto de ese amor. Dice S. Tomás de Aquino: “En la vida espiritual el hombre no es absolutamente perfecto sino posee aquello que constituye propiamente la vida espiritual… Pues bien, la vida espiritual consiste esencialmente en la caridad, sin la cual el hombre es considerado nada. En efecto dice S. Pablo: ‘aunque tuviese el don de profecía y entendiese todos los misterios y todas las ciencias, y aunque tuviese una fe que moviese las montañas, si no tengo la caridad nada soy’ (1 Cor 13,2)… Por eso es perfecto en la vida espiritual quien es perfecto en la caridad. Y lo mismo dice S. Pablo a los Colosenses, cuando después de enumerar muchas virtudes dice: ‘pero sobre todas estas cosas revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección’”[1].
Lo mismo enseña Jesús al decir que el primero y más grande mandamiento es el del amor a Dios y al prójimo: “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37).
Para esto vos te has hecho religiosa. Para amar a Jesucristo sobre todas las cosas. Y por eso Él hoy te repite, como a Pedro:¿me amas?¿me amas más que estos? (cf. Jn 21,15-17)
2. La vida monástica y la perfección de la caridad
En la vida monástica esta búsqueda de la unión con Jesús el Verbo Encarnado tiene una mayor radicalidad: debe ser total, debe ser absoluta, de modo que en el convento no haya otra cosa para vos más que Jesucristo, y Jesucristo siempre, y Jesucristo todo, y Jesucristo en todo. Él debe ser la única razón de tu vida aquí adentro.
Así lo enseña San Alfonso de Ligorio: “La Esposa de Jesucristo no debe desear más que amor, no debe vivir más que de amor y no debe buscar más que aumento de amor; debe andar siempre como enferma de amor, en la Iglesia, en la celda, en el comedor, en el jardín; debe ser tan desmesurada la llama de su amor que se expansione más allá de los muros del monasterio. Su Esposo le invita con el ejemplo a esa exuberancia de amor”[2].
Si vas al coro, es para tratar de amores con Él. Si vives la vida comunitaria, es porque ves a Él en las demás hermanas. Si intercedes por el mundo, es porque quieres salvar almas con Él, como corredentora, asociada especialmente a su pasión no sólo por el vínculo del bautismo, sino también por el de la profesión religiosa, completando, como dice S. Pablo, “su pasión en tu propia carne en favor de su Cuerpo que es la Iglesia” (cf. Col 1,24). Lo mismo al hacer penitencia, o en el servicio humilde de los demás, etc., estando escondida para Cristo, aspirando a las cosas más altas, como dice S. Pablo: “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,2-3). Vida oculta con Cristo: no una vida solitaria, sino con Cristo: Él y vos, vos y Él, sin que nada ni nadie se interponga entre ambos. Para eso hoy entrás en el desierto de la vida claustral. Para que nada te distraiga de tu Esposo que te repite, como a Pedro: ¿me amas? ¿me amas más que estos? (cf. Jn 21,15-17).
Dice San Bernardo: “Cuando vieres un alma que, dejadas todas las cosas, se adhiere con todas sus ansias al Verbo; que vive para el Verbo; que se rige por el Verbo; que concibe lo que ha de alumbrar para el Verbo; que pueda decir: ‘Para mí vivir es Cristo y la muerte una ganancia’ (Fil 1,20); créela cónyuge y desposada con el Verbo”[3].Y en otro lugar: “Dios, como Rey, exige temor; como Padre, exige respeto; pero como Esposo, lo que pide es amor”[4].
3. El ejemplo de Santa Faustina Kowalska
Esto lo entendieron muy bien infinidad de almas que se entregaron totalmente a Jesucristo. Fue el amor de Jesucristo el que pobló el desierto de monjes, y llenó los claustros de monjes y monjas. Sólo el amor de Jesucristo. Así por ejemplo sucede en S. Faustina Kowalska, la gran apóstol de la misericordia de Dios, a quien Jesús fue formando en el amor esponsalicio. Así vemos en ella muchas de las características que Él desea encontrar en el corazón enamorado de sus esposas.
Lo más importante que tiene que hacer una Esposa es aunar su corazón con el del Esposo, de manera que ya no sean dos, sino uno solo. Como si fuese un corazón en dos cuerpos, porque en realidad no se trata de dos cuerpos, sino de una sola carne, en la unidad del Cuerpo místico de Jesús. Así le dijo Jesús a S. Faustina: “El corazón de Mi esposa tiene que ser semejante a Mi Corazón, de su corazón tiene que brotar el manantial de Mi misericordia para las almas” (Diario, 1148).
El día de sus votos perpetuos S. Faustina rezó así: “Oh Jesús, Tu Corazón desde hoy es mi propiedad y mi corazón es Tu propiedad exclusiva” (Diario, 239). Y Jesús le dijo: “Esposa Mía, nuestros corazones están unidos por la eternidad. Recuerda a quien [te] has consagrado” (Diario, 239). Y en otra oportunidad: “Tu eres Mi esposa para la eternidad, tu pureza debe ser mayor que la de los ángeles, porque con ningún ángel tengo relación de tan estrecha intimidad como contigo” (Diario, 534).
De este modo la esposa del Verbo se vuelve dueña del corazón de su Esposo, y por tanto es en cierto sentido omnipotente ante Él. Jesús, por ejemplo, le dijo a S. Faustina: “Hija Mía, tu confianza y tu amor impiden Mi justicia y no puedo castigar porque Me lo impides” (Diario, 198). Y otra vez: “La más pequeña acción de Mi esposa tiene un valor infinito, el alma pura tiene una potencia incalculable delante de Dios” (Diario, 534).
La Esposa, además, tiene que compartir los sufrimientos del Esposo. Así cuenta Santa Faustina: “Una vez vi al Señor, todo cubierto de llagas, y me dijo: Mira con quién te has desposado” (Diario, 252). Otra vez ella se olvidó que era primer jueves de mes, y que ese día tenía que hacer más tiempo de adoración eucarística. Por la noche Jesús se le apareció con su rostro “martirizado” y le dijo: “Te esperé para compartir contigo el sufrimiento, ya que ¿quién puede comprender Mis sufrimientos mejor que Mi esposa?”(Diario 348).
La buena esposa tiene que confiar en Él: dice S. Faustina: “Estoy completamente tranquila porque sé que el deber del Esposo es pensar en mí… estoy continuamente unida a Él. Veo como si Jesús no pudiese ser feliz sin mí y yo sin Él… (porque) su bondad lo fuerza a darse a las creaturas, y esto con una generosidad inconcebible”(Diario, 244).
De tal modo que el Esposo encuentra en ella todas sus delicias, como tantas veces le manifestó Jesús a S. Faustina: “Niña Mía, tú eres Mi deleite, tú eres la frescura de Mi Corazón. Te concedo tantas gracias, cuantas puedes llevar” (Diario 164). Y otra vez: “Hija mía, tu corazón es el cielo para mí” (Diario, 238).
Es lo que deseamos a todas las Servidoras, de manera especial hoy a nuestra querida María Victoria de Lepanto: “que tu corazón sea el cielo para Jesús.
Como lo fue el Corazón de María Santísima, a quien te encomendamos.
[1]De perfectione spiritualis vitae, 2.
[2]La monja Santa(París 1872) 47.
[3]Obras de San Bernardo, BAC (Madrid 1957) 1280.
[4]Sermones «Super Cantica Canticorum», Sermón 85,12.