El 25 de cada mes es el día señalado para renovar la profesión de nuestros votos religiosos y lo hacemos con una hermosa oración que condensa el estilo particular de vivir la radicalidad de los votos en nuestra Familia Religiosa. A continuación publicamos una homilía del P. Gonzalo Ruiz Freites profundizando algunos aspectos de esta oración.
La fórmula con que renovamos nuestros votos el día 25 de cada mes
Para renovar nuestra consagración religiosa, el día veinticinco de cada mes, utilizamos una oración, una fórmula que es realmente muy hermosa y muy profunda y que quiero comentar en alguna de sus partes. Haré como una breve glosa, aunque no de toda la oración, sino de lo que en ella se refiere a Cristo y a nuestra vocación. No hay tiempo de comentar lo que la oración dice cuando se dirige al Espíritu Santo. Quedará para otra vez.
1. Estructura de la oración
La oración tiene una clara estructura trinitaria. Se dirige al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, antes de invocar a María, quien pertenece al orden hipostático por su especial relación con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad y por su unión, única, con el Verbo Encarnado, del cual es Madre[1].
Esta oración no podía no ser de profunda índole trinitaria, pues la fuente de toda vida consagrada es la Santísima Trinidad, como enseña San Juan Pablo II, y como profesamos en la fórmula de nuestros votos siguiéndolo a él. Dice el Grande Papa: “La vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada. De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana”[2].
Comienza la oración dirigiéndose primero al Padre: “Oh Padre, que nos has llamado para que seamos los incondicionales de Dios”.
Luego se invoca más extensamente al Hijo: “Oh Jesús que has venido como inflexible debelador del error y como dulce propugnador del amor”.
“Oh Jesús, mejor del cual nada existe, que nos has envuelto libremente en las inextricables redes de la gracia,y que nos has elegido para que reproduzcamos en nuestra vida tu forma de vida pobre, casta, obediente y mariana, por eso renovamos nuestros votos, como testimonio de la vida que tú viviste, y tu Madre Santísima, y los Doce Apóstoles, y que queremos imitar”.
“¡Oh Jesús, el Verbo Bueno del Padre Bueno, que nos proclamas triunfadores en la Cena!”.
Luego se invoca al Espíritu Santo: “¡Oh Espíritu Santo, que te apareciste en lenguas de fuego ‘para que una ley de fuego fuera predicada con lenguas de fuego’, haz que seamos sal de la tierra y no miel!”
Finalmente, se piden todas estas gracias por medio de María Santísima, invocando su especial relación con cada Persona de la Santísima Trinidad.
Veamos brevemente algunas de estas invocaciones.
2. Padre, que nos has llamado para que seamos los incondicionales de Dios
Comienza diciendo esta oración que nuestra vocación, es decir, aquello a lo que Dios nos ha llamado es a ser “incondicionales suyos”, “los incondicionales de Dios”. La expresión es de Orígenes, escritor eclesiástico de Alejandría de Egipto (inicios del s. III)[3].
¿Qué quiere decir “incondicional”? Según el Diccionario de la Real Academia Española, incondicional es algo absoluto, sin restricción alguna; “adepto a una persona o a una idea sin limitación o condición alguna”. Así, una persona incondicional es aquella que está siempre dispuesta, es la que nunca jamás va a poner una condición o un límite para el servicio de otro, para hacer lo que el otro le pide; es decir, no pone objeciones, ni condiciones.
Una vez nuestro Señor llamó a uno diciéndole “Sígueme”. Y ese tal le dijo: “deja que primero vaya a enterrar a mis padres”. Pero el Señor le dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú ven y sígueme” (Mt 8, 22), enseñando que lo tenemos que amar a Él por sobre nuestros padres y por sobre nuestros seres queridos. Esto mismo lo enseñó muchas veces, incluso de manera explícita, diciendo que para ser sus discípulos, para seguirlo, es decir, para seguir su llamada o vocación, debemos dejar “casas, hermanos, padre, madre, hijos o hacienda” (Mt 19, 29; cf. Mc 10, 29; Lc 18, 29-30). Ahí se ve claro cómo nuestro Señor refuta que se le ponga una condición: refuta a aquel que le dice sí “pero con una condición…”, sí pero no sin estar totalmente libre de todo. Otro ejemplo lo tenemos en el joven rico (Mt 19, 21-22; Mc 10, 21-22). Quien no se libra de todo para seguir a Jesús no es un “incondicional” suyo. Y, en el fondo, ama menos a Dios. Ama primero lo que pone como condición para el seguimiento de Cristo. Porque llegar a ser un incondicional de Dios es llegar a amar totalmente a Dios, amarlo “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con toda la mente” (Mc 12, 30), sin dejar que nada se interponga entre Dios y nosotros, entre su servicio y nosotros.
Dice también la oración que ser incondicionales de Dios es nuestra vocación: “nos has llamado” … a ser incondicionales de Dios. Porque en el fondo nuestra vocación es la consecución de la caridad, la permanente tendencia
a la perfección de la misma. Ése es nuestro oficio propio. Y para tener ese amor absoluto, incondicional, sin límites a Dios es que hacemos nuestros votos, que tienen razón de medios para alcanzar la caridad perfecta.
San Pedro, por citar a uno de los Apóstoles, alguna vez puso condiciones o más bien objeciones al Señor, pero pudo más en Él la fe y el amor a Jesús. Por ejemplo, cuando Nuestro Señor le dijo “Navega mar adentro y hecha las redes”, y él le puso una cierta objeción: “Maestro, hemos estado toda la noche bogando y no hemos sacado nada, pero por tu palabra echaré las redes” (Lc 5, 4-5). Es decir, confiando totalmente en Vos, voy a hacer lo que me dices. O cuando le dijo a Jesús: “Tú no me lavarás los pies”, y Jesús le respondió: “si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo”. Entonces Pedro le respondió pidiéndole que lo lavase “todo”: “no sólo los pies sino también las manos y la cabeza” (Jn 13, 7-9).
Los Apóstoles no fueron siempre incondicionales de Dios y de Jesús. Lo abandonaron en el momento de la prueba, lo dejaron, como estaba profetizado en el Antiguo Testamento: “todos mis conocidos y parientes me miran a distancia” (cf. Job 19, 14). Los evangelistas dicen que cuando arrestaron a Jesús: “todos los discípulos lo abandonaron y huyeron” (Mc 14, 50; Mt 26, 56), y Lucas dice que en la crucifixión “sus conocidos asistían a distancia” (23, 49); si bien después, a los pies de la cruz, encontramos a San Juan (Jn 19, 26).
No fueron siempre incondicionales. En el momento de la prueba no siguieron a Jesús de manera incondicional, tuvieron miedo. Y nosotros tenemos que entender que nuestra vocación es superar eso, como lo hicieron ellos después de la resurrección. Fueron capaces de seguir a Jesús, y de predicar a Jesús, y de estar “alegres por poder haber sido considerados dignos de sufrir algo por Jesús” (Hech 5, 41). Capaces de estar alegres porque “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” como responde Pedro ante el Sanedrín, cuando se le dice “te habíamos ordenado no predicar a Cristo”, y él responde: “Juzgad vosotros si se debe obedecer a los hombres antes que a Dios” (Hech 5, 29-31). En nuestras Constituciones y Directorio de Espiritualidad se señala bien esta idea: tenemos que vivir como los Apóstoles, que fueron realmente incondicionales de Dios.
Incondicional de Dios fue San Pablo, que no dudaba en arriesgarlo todo por el evangelio, y de afrontar todo tipo de tribulaciones apostólicas, por predicar a Cristo, por evangelizar. Al punto de decir: “Por Cristo lo perdí todo y todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 8).
Esta es nuestra vocación, esto es lo que pedimos cuando recordamos y renovamos nuestra consagración a Dios: ser así, ser amantes de Dios de esa manera, sin ninguna condición, de manera especial en el momento de la Cruz, que es tan frecuente en nuestra vida, porque todos los días tenemos dificultades, sobre todo dificultades interiores, y tenemos que ser incondicionales de Jesucristo, no abandonarlo en el momento de la Cruz. Más aún, amarlo en la Cruz y crucificados con Él, porque no hay otra manera de amarlo, como dice hermosamente San Luis Orione, citado en nuestro Directorio de Espiritualidad: “A Jesús se le ama y se le sirve en la Cruz y crucificados con Él, no de otro modo”[4].
3. Jesús, inflexible debelador del error y dulce propugnador del amor
Sigue diciendo la oración: “Oh Jesús que has venido como inflexible debelador del error y como dulce propugnador del amor”. Es una frase de Guillermo, abad del monasterio de San Teodorico, monje (1085-1148)[5].
“Debelador del error” quiere decir que lo derrota totalmente, definitivamente (del latín debellare, vencer totalmente en la guerra, derrotar definitivamente). Debela el error quien lo descubre, lo destapa, lo combate, lo despoja. Debela el error quien destruye todo error, todos los errores. Quien los refuta con la Verdad. Y la Verdad es el mismo Cristo: “Yo soy la Verdad” (Jn 14, 6).
Él es también “dulce propugnador del amor”. Propugnar es defender, amparar, pelear a favor (del latín propugnare). Y de allí significa también promover, favorecer fuertemente. Ambas cosas Cristo las ha hecho virilmente, con paso firme, decidido, durante su vida pública y en la Cruz (cf. Lc 9, 51). Pero también las ha hecho suavemente, porque Él es “manso y humilde corazón” (Mt 11, 29), y porque la ley nueva es una ley suave, interior, espiritual, que se define por lo que tiene de principal, que es el amor[6].
El Verbo Encarnado ha venido como luz de los hombres. Como luz que brilla en medio de las tinieblas (Jn 1, 5). Por eso nos enseña que por ser Él mismo la luz, quien lo siga no caminará en las tinieblas: “Yo soy la luz del mundo. Quien me siga no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Quien sigue a Jesús, quien es su discípulo, camina en la luz, se deja iluminar por el Verbo, justamente para no caminar en el error. Y eso es justamente lo que nosotros debemos hacer en nuestra vida, viviendo como Él delante del Padre y de nuestros hermanos. Y en el apostolado, refutando los errores y todo aquello que es contra la verdad. Y tenemos que ser, al mismo tiempo, fuertes y suaves propugnadores del amor, es decir, ser defensores y promotores de la caridad, de la vida del amor, del amor a Dios y del amor al prójimo.
Esto lo ha hecho en primer lugar Jesucristo y luego ha infundido en nuestras almas, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5). Esto es lo que nosotros debemos hacer, en primer lugar, y antes que en el apostolado, en nuestras propias almas, y eso forma parte de nuestra vocación: ser nosotros mismos y en nosotros mismos inflexibles debeladores del error y suaves propugnadores del amor. Es decir, no debemos dejar nunca que reine en nuestra inteligencia algo que no sea verdad, que sea erróneo. Y eso ¿cómo se reconoce? Cuando descubrimos que hay en nosotros pensamientos que no son según la fe, según las verdades de la fe, según la razón iluminada por la fe. Dice la Sagrada Escritura que “el justo vivirá por la fe” (Rm 1, 17; Gal 3, 11; Heb 10, 38; cf. Hab 2, 4). Todas las ideas que nos puedan venir y que no sean según la fe, no vienen de Dios. Probablemente no es culpa nuestra que nos vengan, porque también hay enemigos que nos atacan a veces sin nuestra complicidad voluntaria: el mal espíritu, el diablo, nuestro amor propio, nuestra ignorancia. Pero no debemos dejar que nada de eso reine en nosotros, sino que tenemos que discernir en todo tiempo los espíritus y rechazar lo que no sea según la fe. Así debemos debelar el error en nosotros mismos, confutarlo, derrotarlo, y no vivir conformes a él, estando convencidos de que Jesucristo es la Verdad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
Además, tenemos que ser en nosotros mismos“suaves propugnadores del amor”, es decir estar estimulándonos continuamente, primero nosotros mismos, a amar a Dios sobre todas las cosas, a que nada se interponga entre Él y nosotros, a que no tengamos otros amores que compensen todas las privaciones a las cuales el amor de Dios nos llama, porque su amor nos impele a dejar todos los otros afectos y a ordenarlos según Él, para poder amarlo a Él con un corazón libre. Enseña San Juan de la Cruz: “amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios”[7]. Debemos ser, además, dulces propugnadores del amor al prójimo, como ha hecho Jesucristo, que ha puesto como señal distintiva de sus discípulos el que nos “amemos los unos a los otros como Él nos ha amado” (cf Jn 13, 34-35). Y para eso es necesario, como dice Él, permanecer en su amor (cf. Jn 15, 9-11), permanecer unidos a Él, porque amar de este modo es posible porque la gracia, que nos incorpora a Cristo y nos hace permanecer en Él, tiene como efecto propio la caridad.
4. Jesús, mejor del cual nada existe
Continúa la oración: “Oh Jesús, mejor del cual nada existe, que nos has envuelto libremente en las inextricables redes de la gracia y que nos has elegido para que reproduzcamos en nuestra vida tu forma de vida pobre, casta, obediente y mariana…”.
Jesucristo, “mejor del cual nada existe”, es una frase de San Ignacio de Antioquía, mártir a inicios del siglo II[8]. Jesucristo es Dios, no hay nada más grande que Dios, infinitamente grande, infinitamente poderoso, infinitamente bueno, infinitamente sabio. Pero también en el orden de la creación, como Verbo Encarnado, con la naturaleza humana que asume y que está unida a la persona divina del Verbo, Él “es el primero en todo” (Col 1, 18-19), “es el más hermoso de los hijos de los hombres”, como dice la Escritura (Sl 45, 2).
¿Es así para nosotros? ¿Es Él lo primero, absolutamente, de modo que podamos ser sus incondicionales? Eso es lo que pedimos cada vez que renovamos nuestra profesión con esta fórmula.
Si consideramos que todo lo que es de Cristo es lo mejor que existe, deberíamos considerar que el estilo de vida suyo, al cual nos ha llamado, es también el mejor para nosotros. ¿Lo pensamos así realmente? ¿Estamos íntimamente persuadidos de esto, y por tanto amamos incondicionalmente nuestra vocación? Es decir: ¿consideramos que el modo y estilo de vida pobre, casto, obediente y mariano que renovamos cuando hacemos esta oración es el mejor para nosotros? Porque es así realmente: si en Jesús todo es excelente, si en Jesús todo es lo mejor, pues Él es Aquel “mejor del cual nada existe”, también lo es su modo de vida, y a ese modo de vida nos ha llamado Él y tenemos que estar muy atentos en nuestro discernimiento de espíritus a todo aquello que vaya contra este estilo de vida, que es nuestra vocación. Porque quien es “Aquel mejor del cual anda existe” nos ha “elegido para que reproduzcamos en nuestra vida su forma de vida pobre, casta, obediente y mariana”.
Y por eso debemos considerar como una gracia inefable, inestimable, la más grande que podamos haber recibido, el que Dios nos haya llamado a ese modo de vida, que es ser “otros Cristos”, o si se quiere, ser “Cristo mismo”, Cristo “mejor del cual nada existe”, con el cual llegamos a ser una misma cosa, en una unión esponsalicia. Y esta inefable gracia nos ha envuelto de una manera inextricable, como en una red amorosa, como rezamos en la oración citando a San Basilio Magno[9].
Debemos vigilar siempre entonces por nuestra vocación, por ser fieles a ella. Dice San Alfonso que “la principal materia de tentación de un religioso es la propia vocación”, sea de manera directa o de manera indirecta, como puede ser, por ejemplo, apocarse en la propia vocación, apocarse en la vida de obediencia, apocarse en la vida de caridad fraterna, apocarse en la vida de pobreza, apocarse en la vida de pureza, buscando otras compensaciones, otros afectos, y todo esto es por considerar que Jesús no es Aquel mejor del cual nada existe, y por no considerar suficientemente que su modo de vida, para el cual Él nos ha elegido, es el mejor para nosotros. Y no hay que engañarse: ese modo de vida pasa necesariamente por la Cruz: “el que quiera seguirme, renuncie a sí mismo, tome cada día su cruz y me siga” (Lc 9, 23).
Enfriarnos en esto es ir perdiendo el ardor de la caridad e ir debilitando poco a poco la inestimable gracia que hemos recibido: haber sido llamados por el amor infinito de Cristo a ser sus incondicionales, viviendo el mismo modo de vida que Él asoció a los Apóstoles, y que los Apóstoles después de la resurrección fueron tan fieles en seguir; y fundamentalmente María Santísima. Porque si hay alguien que fue verdaderamente incondicional de Dios, y que vivió como Jesucristo ese modo de vida tan excelso que es la vida consagrada, es Ella, María Santísima. Ella es la “llena de gracia” (Lc 1, 28), la que estuvo como nadie envuelta, totalmente permeada, libremente, y con una plenitud inefable, en “las inextricables redes de la gracia” de su divino Hijo.
5. Jesús, el Verbo Bueno del Padre Bueno, que nos proclamas triunfadores en la Cena
La primera frase, “Verbo bueno del Padre bueno”, es de San Atanasio de Alejandría (siglo IV). Pero quiero comentar, aunque muy brevemente la frase siguiente de la oración, que cita a un autor oriental del siglo XIV, Nicolás Cabasilas: “Oh Jesús… que nos proclamas triunfadores en la Cena”.
La Cena se refiere al banquete eucarístico, porque todo lo que necesitamos para vivir de esta manera -ser incondicionales de Dios, debelar el error, promover el amor, y vivir bien ese modo de vida mejor del cual nada existe-, lo tenemos, justamente en el alimento de la Eucaristía, donde recibimos a Jesucristo y nos fusionamos con Él de una manera única. Somos uno con Él por la gracia, y esta unidad, que es la unidad del Cuerpo Místico de Cristo -la unidad de la Iglesia-, es efecto propio de la Eucaristía (es la res tantum de este sacramento, según Santo Tomás)[10]. Lo enseña la Escritura: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la participación en la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la participación en el cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno, nosotros, que somos muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Cor 10, 16-17).
Nosotros tenemos la gracia de recibir a Cristo eucarístico todos los días. Y de este modo podemos permanecer en Él: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56), ser una cosa sola con Él. Así podemos y debemos ofrecernos con Él, viviendo todos los días su mismo modo de vida que es un holocausto, como lo fue también para Él. Pero también participando con Él de su victoria, de la victoria Pascual. Porque Él en la eucaristía está vivo y glorioso, pues es propio de este sacramento hacer presente a Cristo en su actual estado, como enseña Santo Tomás[11]. Y así, permaneciendo en Él, resultamos “vencedores en la cena”. Más aún, la eucaristía es incluso causa de nuestra futura resurrección corporal: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 56).
Pidamos en esta Santa Misa enamorarnos más de nuestra vida consagrada, lo cual significa enamorarnos mucho más de Jesucristo. Y pidamos ya ahora, en estos instantes de silencio, lo que pediremos al final de la Misa por medio de María Santísima, cuando rezaremos juntos esta fórmula de renovación de nuestra consagración: que seamos incondicionales de Dios, de la Trinidad, abrazados inextricablemente a la gracia, viviendo nuestros cuatro votos, triunfadores en la Misa, y con lenguas de fuego para vivir y predicar la ley nueva del amor instaurada por Jesús.
[1]Cf. Beato Pío IX, Carta apostólica Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854), 1-2.
[2]Exhortación apostólica Vita consecrata (25 de marzo de 1996) 21; Constituciones IVE-SSVM, 254; 257.
[3]Sobre la oración, 13; PG 457.
[4]Directorio de Espiritualidad, 143; San Luis Orione, Cartas de Don Orione, Carta del 24/06/1937, Mar del Plata 1952, 89.
[5]Tratado sobre la contemplación de Dios, 10. Es citado en el Oficio de Lecturas del lunes 3º del Tiempo de Adviento.
[6]Algunos traducen la frase de Guillermo de San Teodorico aplicando el término suave como adjetivo de ley del amor: “¡Oh Jesús, que has venido… para promulgar la suave ley del amor!”.
[7]Subida al Monte Carmelo, II, 5, 7.
[8]Carta a los Magnesios, 6, 1.
[9]Carta 161 al Obispo Anfiloquio: PG 32, 630.
[10]Summa Theologiae, II, 48; 2 ad 1; Super Epistulas S. Pauli Lectura, In Epist. ad Col. 1, lectio 6, n. 61, Edición Marietti, Turín 1953, 137; cf. L. Billot, De Ecclesiae Sacramentis, vol. I, Roma 1906, 210-211. 311.
[11]Summa TheologiaeIII, 81, 3 ad 3; cf. Dom A. Vonier, La chiave della dottrina eucaristica, Milano 19632, 223.