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Santa Catalina y su ardiente deseo por la Eucaristía

Su ardiente caridad la inclinaba hacia Aquél a quien amaba con todas las fuerzas de su corazón

“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer”[1]

 

El amor ardiente que Santa Catalina tiene por Jesucristo, Esposo del alma, de alguna manera nos hace reflexionar sobre como Jesús, presente en la Eucaristía, eleva al alma a un intensísimo amor[2]. Y desea darse como alimento por Su gran amor a nosotras sus esposas.

Este trabajo no es minucioso ni exhaustivo, sino más bien una pequeña reflexión de cómo viendo el modelo de los santos, también nosotras poder imitarlos. Sobre todo contemplando el gran amor que Dios tiene por nosotras y cómo desea ardientemente darse.

En la comunión Nuestro Señor nada tiene que ganar; toda la ganancia es del alma que es vivificada y elevada a lo sobrenatural; las virtudes de Jesucristo se trasfunden al alma, y queda ésta como incorporada a Él, haciéndose miembro de su cuerpo místico.

En la vida de Santa Catalina escrita por su confesor, podemos ver cómo Jesucristo la transforma y ella con docilidad se deja trabajar por el Esposo. Sobre todo por medio de los despojos diarios y continuos.

Teniendo como madre y guía a la Santísima Virgen María: “Nadie como Ella puede ser mejor apoyo y guía en una actitud como esta, para un alma que desea ardientemente unirse al Esposo”[3].

Así como el pan material es agradable al paladar, el pan eucarístico es dulcísimo al alma fiel, que en él encuentra fortaleza y gran sabor espiritual.

Dice el autor de la Imitación de Cristo: “Señor, confiando en tu bondad y gran misericordia, me llego enfermo al Salvador, hambriento y sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor, criatura al Creador, desconsolado a mi piadoso consolador […] Date, Señor, a mí y basta; porque sin ti ninguna consolación satisface. Sin ti no puedo existir, y sin tu “visitación no puedo vivir”[4].

Santo Tomás expresó admirablemente este misterio de la comunión:

O res mirabilis, manducat Dominum pauper, servus, et humilis!” “¡Oh prodigio inefable! ¡Que el pobre servidor, esclavo y miserable, se coma a su Señor!”.

Ésta es la sublime unión de la suprema riqueza con la pobreza. ¡Y decir que la costumbre y la rutina no nos dejan ver con claridad el sobrenatural esplendor de este don infinito!

¿Cómo se manifiestan los deseos de una ferviente comunión?

  1. Disposiciones negativas: Desechando todo apego al pecado venial, a la maledicencia, envidia, vanidad, sensualidad, imperfecciones.

Así podemos ver cómo la aparición de Nuestro Señor ejerció tan poderosa influencia sobre el corazón de Catalina, que en él quedaron destruidos los gérmenes del amor propio, el que fue sustituido por el de Jesús y el de su santa madre la Virgen María… El Espíritu Santo le otorgó la gracia de hacerla comprender el grado de pureza de cuerpo y alma necesario para agradar al Creador y ella deseó ardientemente poder consagrarle el tesoro de su virginidad… Repitió fervorosamente sus oraciones en este sentido durante largo tiempo hasta que un día, inspirada sin duda por el espíritu de Dios, invocó a la Virgen María y terminó su plegaria en la siguiente forma: “Prometo a tu Hijo y te prometo a Ti no aceptar jamás otro esposo y conservarme con todas las fuerzas de mi alma pura y sin mancha”.

Esta actitud, de entrega sin reserva nos enseña que para unirnos más y más a Jesucristo debemos estar despojadas totalmente de nosotras mismas, hasta el punto de ni siquiera tener personalidad propia[5].

De combatir la afición a las imperfecciones, es decir a un modo imperfecto de obrar, en andar tras ciertas satisfacciones naturales y lícitas, pero inútiles. Hacer el sacrificio de tales satisfacciones sería cosa muy agradable a Dios, y el alma, mostrando así mayor generosidad, recibiría en la comunión gracias más abundantes.

  1. Las disposiciones positivas para la comunión ferviente son: la humildad (Domine, non sum dignus), un profundo respeto a la Eucaristía, la fe viva y un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor que es el Pan de vida.
    1. Humildad

Un alma que lo abandona todo: por los tres votos se separa de todo lo que puede obstaculizar la unión perfecta con Jesucristo. Contemplemos cómo Jesucristo enseña este principio a nuestra Santa: En el comienzo de sus visiones Nuestro Señor se le aparecía mientras ella estaba meditando, y le decía: “Comprende, hija mía, qué eres tú y quién soy Yo. Si aprendes estas dos cosas, recibirás las bendiciones de lo alto. Tú eres lo que no es; Yo soy el que es por excelencia. Si tu espíritu se penetra profundamente de esta verdad, el enemigo no podrá engañarte y evitarás todas sus acechanzas; nunca consentirás en hacer algo que sea contra mis mandamientos y adquirirás sin dificultad la gracia, la verdad y la paz. […] Nuestro Señor le dijo también en otra aparición: “-Hija, piensa en Mí y yo pensaré continuamente en ti”. Catalina interpretó estas palabras en el sentido de que Dios le ordenaba mediante ellas desterrar del corazón todos los pensamientos propios y no pensar en otra cosa sino en Él, sin estar preocupada por ella misma ni por su salvación de manera que ninguna distracción pudiese penetrar en su espíritu, pues Dios lo sabe todo y provee a las necesidades de los que piensan en Él y ponen en este pensamiento la suprema felicidad. De aquí que cuando nosotros expresábamos alguna ansiedad o temor por nosotros o por nuestros hermanos, ella solía decirnos:

“¿A qué os preocupáis? Dejad todo en manos de la Providencia. En medio de los mayores peligros Dios vela por vosotros y siempre os protegerá”. Esta virtud de la esperanza se la infundió su Divino Esposo cuando le dijo: “Yo pensaré continuamente en ti”.

[…] Si un alma reconoce que en sí misma no es nada, y que existe solamente por Dios, no confiará en sí misma para cualquier clase de acción, sino en la intervención divina tan sólo. Esa alma pondrá toda su confianza en el Señor y “colocará todos sus pensamientos en Él” según la frase del salmista. Esto no le impedirá el hacer por ella misma todo cuanto le sea posible, porque esta santa confianza proviene del amor y el amor produce en el espíritu el deseo del objeto amado, deseo que excita al alma a la realización de todos los actos capaces de satisfacerlo. La actividad está en relación con el amor, pero aquella no le impide poner su confianza en Dios y rechazar cualquier clase de seguridad en las propias fuerzas, puesto que el conocimiento que ha adquirido de su propia pequeñez y de la grandeza del Creador así se lo enseña.

[…] Solía decirme que “el espíritu termina por no darse cuenta de sí mismo y por olvidarse no sólo de sí sino de todos los demás seres” […] en esta unión del alma con Dios Catalina encontró otra verdad que ella enseñó de una manera constante a aquellas personas a quienes dirigía. “El alma unida a Dios -decía- le ama en la misma proporción con que detesta la parte sensitiva de su propio ser” [6].

    1. Respeto a la Eucaristía

El medio más adecuado para lograr esa unión sin límite, será ante todo poder comprender a fondo el valor infinito de la Misa cotidiana. Es el acto principal de cada día, y todos los demás actos no deberían ser sino el acompañamiento de aquél, sobre todo los actos de piedad y los pequeños sacrificios que hemos de ofrecer a Dios a lo largo de la jornada.

La Santa Misa tiene “valor infinito”[7]. En la Misa es el mismo Cristo en la persona del ministro quien se inmola, esta es un signo de la oblación interna de Jesús, a la cual nos debemos unir; es asimismo el recuerdo de la inmolación cruenta del Calvario.

Mas esta oblación, que es como el alma del sacrificio de la Misa, tiene infinito valor, porque trae su virtud de la persona divina del Verbo encarnado, principal sacerdote y víctima, cuya inmolación se perpetúa bajo la forma sacramental.

San Juan Crisóstomo escribió: “Cuando veáis en el altar al ministro sagrado elevando hacia el cielo la hostia santa, no vayáis a creer que ese hombre es el (principal) verdadero sacerdote; antes, elevando vuestros pensamientos por encima de lo que los sentidos ven, considerad la mano de Jesús invisiblemente extendida”[8].

La Santa Misa es la mejor escuela. Por eso, “debe fomentarse”[9].

Así vemos en nuestra querida Catalina cómo el Espíritu Santo le había enseñado la manera de concentrarse en lo más hondo de su alma y desafiar desde este retiro cualquier impulso que la inclinase a ceder en sus propósitos. Cuando fue obligada a dejar la habitación que ocupaba en la casa de sus padres, nadie, ni nada, pudo sacarla de este refugio interior, cumpliéndose aquella sentencia del Evangelio que dice: “El reino de Dios está dentro de nosotros mismos”[10].

Nuestro derecho propio nos enseña que “es necesario que las religiosas participen diariamente en la celebración eucarística, que la consideren el momento esencial de su jornada, que se identifiquen con el mismo Cristo sacrificado”[11].

Como Dios fue formando a Santa Catalina, así lo quiere hacer nosotras sus “almas consagradas”: enseña el Papa Magno en la Exhortación Apostólica Vita Consecrata: “Seguir a Jesús en su forma de vida supone la entrega de la propia vida al Señor, de modo que Él pueda continuar en el tiempo su forma de vida pobre, casta y obediente…expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti!… esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos”[12].

“La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntimo y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a Santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto”[13].

    1. Fe viva y un deseo ardiente de recibirlo

Un día Catalina se retiró a su celda para gozar allí más íntimamente de su esposo mediante el ayuno y la oración. Entonces reiteró su ruego con más fervor que nunca y Nuestro Señor le contestó: Porque has renunciado al mundo, te has vedado el placer y me tienes a mí como el único deseo de tu corazón, tengo la intención de que se celebren los esponsales, Voy de acuerdo con mi promesa, a desposarme contigo en la fe”. El Salvador consintió con gran amor y le ofreció un anillo de oro adornado con cuatro piedras preciosas y en cuyo centro brillaba un magnífico diamante. Luego Él mismo lo colocó en el dedo de Catalina diciéndole: “Yo tu criador y redentor me desposo contigo en la fe y tú permanecerás pura hasta que celebremos juntos en el Cielo las nupcias eternas del Cordero. Hija, ahora condúcete valerosamente; cumple sin temor las obras que mi Providencia ha de confiarte; tú estás armada con la fe y triunfarás de todos tus enemigos[14].

Este desposorio en la fe, es el que realizamos el día de nuestros votos y que diariamente renovamos en el contacto con Jesús presente en la Eucaristía y ofrecido en el altar.

Venga a nuestra memoria “el hambre que Santa Catalina le expresaba a su confesor: “Padre, usted no sabe lo hambrienta que está mi alma”[15]. Ella es modelo de amor extremo para todas nosotras por “tener una sed insaciable de Dios”[16].

La Beata Ángela de Foligno dice: “No es que lo crea, sino que tengo la certeza absoluta de que, si un alma viera y contemplara alguno de los íntimos esplendores del sacramento del altar, luego ardería en llamas, porque habría visto el amor divino. Paréceme que los que ofrecen el sacrificio y los que a él asisten, deberían meditar profundamente en la profunda verdad del misterio tres veces santo, en cuya contemplación habríamos de permanecer inmóviles y absortos”[17].

Cuenta Raimundo en su libro: que un día a Santa Catalina, con gran crueldad le había sido negada la comunión, y en el momento que el sacerdote partía en dos la hostia de la Misa, desprendióse una partecita y milagrosamente voló hasta la Santa, en recompensa de su ardiente deseo de recibir a Jesús.

En otra ocasión relata su propia experiencia el confesor: “Una mañana experimentaba Catalina ardientes deseos de recibir la comunión; el dolor del costado y otras molestias la hacían sufrir en forma más intensa que de ordinario. Envió, pues, la Santa a una de sus compañeras, quien me encontró en el momento en que yo entraba en la iglesia para decir Misa y me dijo que esperase un poco para comenzar el santo sacrificio”[18].

El santo confesor esperó un tanto desconcertado por la tardanza de Catalina.

Pero como Dios busca enseñanos aun con nuestras deficiencias y esconder a los humiles: cuenta que “Catalina había entrado en la iglesia sin darme yo cuenta… con la esperanza de satisfacer su piadoso deseo”.

Pero Dios sigue de cerca a sus elegidos: y cuenta que sus compañeras, viendo lo tarde que era y sabiendo que después de recibir la comunión permanecería varias horas en éxtasis, intentaron privarla ese día de comulgar. Pero Dios que es rico en misericordia y nos ama con amor ardiente, buscó otro medio para unirse a su esposa, que siempre humilde y discreta, no intentó contradecir a sus compañeras, pero buscó refugio en la oración. Pidió a su divino esposo que, puesto que los hombres no le daban satisfacción, se dignase Él dar cumplimiento a los santos deseos que se había dignado despertar en su corazón. Y Dios, que jamás desoye los deseos de sus servidores, escuchó su pedido de una manera maravillosa.

Sigue el santo confesor: “Yo ignoraba lo que ocurría y creía que Catalina estaba todavía en su casa, se me acercó una de sus compañeras diciéndome de su parte que dijese la Misa […] Yo me fui sin tardanza a la sacristía para revestirme y dije Misa en un altar […] Después de la consagración y del Pater Noster, traté, de acuerdo con los sagrados ritos, de dividir la Hostia. En la primera fracción, la Hostia en vez de dividirse en dos partes, se partió en tres, dos más grandes y la tercera chica, que me pareció tan larga como un haba corriente, aunque no tan ancha. Mientras yo estaba mirando atentamente a esta partícula, me pareció que caía sobre el corporal por el costado del cáliz sobre el cual hice la fracción; vi con claridad que descendía hacia el altar, pero no me fue posible distinguirla sobre el corporal. Suponiendo que la blancura del corporal me impedía distinguir esta partícula, partí otra y, después de decir el Agnus Dei consumí la sagrada Hostia. Tan pronto como tuve libre la mano derecha, traté de encontrar con ella la partícula que se me había caído, palpando en el lugar donde me parecía que debía encontrarse o sea al lado del cáliz, pero no la encontré. Extraordinariamente mortificado por esto, di fin a la Santa Misa y renové mi búsqueda examinando con detención todo el corporal; pero ni la vista ni el tacto descubrieron lo que buscaba. Estaba tan afligido que hasta lloré […] Cuando estuve a solas con la Santa, le dije: “Madre, estoy convencido que fue usted quien tomó la sagrada partícula de mis manos”, a lo que ella contestó humildemente: “No me acuse de eso, padre; no fui yo, sino otro, y puedo informarle que usted no la encontrará”. Entonces la obligué a explicarse. “Padre, me dijo, no se aflija más por lo que se refiere a ese asunto. Le diré la verdad como a confesor y padre espiritual mío: esa partícula de la sagrada Hostia me fue traída y ofrecida para que la recibiera por Nuestro Señor Jesucristo en persona. Mis compañeras me convencieron a que no comulgase hoy con el fin de evitar ciertas habladurías. Yo no quería causarles molestias y accedí, pero al mismo tiempo puse el asunto en manos de mi divino esposo, quien se me apareció y me entregó con sus sagradas manos la partícula que usted acababa de consagrar. Regocíjese por consiguiente en él, pues he recibido en este día una gracia por la cual jamás podré dar suficientes gracias a mi Salvador”. Esta explicación cambió mi tristeza en alegría y tan alentado me sentí por ella que ya no volví a experimentar la menor ansiedad[19].

¿Cómo llegaremos a sentir esta hambre de la Eucaristía?

Lo conseguiremos si meditamos detenidamente que sin ese alimento nuestra alma moriría espiritualmente, y luego haciendo con generosidad algunos sacrificios cada día.

Así le enseña Nuestro Señor a Santa Catalina: “Hija, si quieres adquirir la fortaleza debes imitarme […] Si quieres tener poder sobre tus enemigos, toma la cruz como salvaguardia. Acepta por consiguiente las pruebas y las aflicciones; súfrelas no sólo con paciencia sino con placer; son tesoros duraderos, pues cuanto más sufras por mí, más te parecerás a mí […] Considera, por consiguiente, mi amada hija, en atención a mí las cosas amargas como si fuesen dulces y ten la seguridad de que tu fortaleza acrecerá siempre”[20].

Su ardiente caridad la inclinaba hacia Aquél a quien amaba con todas las fuerzas de su corazón.

El manjar por excelencia que restituye las fuerzas espirituales, es la Eucaristía. Nuestro espíritu siempre inclinado a la soberbia, a la inconsideración, al olvido de las verdades fundamentales; a la idiotez espiritual, tiene gran necesidad de ser esclarecido por el contacto de la inteligencia soberanamente luminosa del Salvador, que es “el camino, la verdad y la vida”.

También nuestra voluntad tiene sus fallas; esa falta de energías y esta voluntad helada es porque no tiene amor. Y ese es el principio de todas sus debilidades: ¿Quién será capaz de devolverle ese ardor, esa llama esencial para que siempre vaya hacia arriba en lugar de descender? El contacto con el Corazón Eucarístico de Jesús, ardiente horno de caridad, y con su voluntad, inconmoviblemente fija en el bien, y fuente de mérito de infinito valor. Tal es la necesidad en que nos encontramos de esta unión con el Salvador, que es el principal efecto de la comunión.

Si viviéramos firmemente persuadidos de que la Eucaristía es el alimento esencial y siempre necesario de nuestras almas, ni un solo momento dejaríamos de sentir esa hambre espiritual, que se echa de ver en todos los santos.

Para encontrarla, si acaso la hubiéramos perdido, preciso es “hacer ejercicio”, como se recomienda a las personas débiles que languidecen. Mas el ejercicio espiritual consiste, en ofrecer a Dios algunos sacrificios cada día; particularmente hemos de renunciar a buscarnos a nosotros mismos en las tareas en que nos ocupamos; por ese camino irá el egoísmo desapareciendo, poco a poco, para dar lugar a la caridad que ocupará el primer puesto en nuestra alma; de esa manera dejaremos de preocuparnos de nuestras pequeñas naderías, para pensar más en la gloria de Dios y la salvación de las almas. Así volverá de nuevo el hambre de la Eucaristía.

Para comulgar con buenas disposiciones, pidamos a María nos haga participar del amor con que de las manos de San Juan recibía la santa comunión.

Adorar al Santísimo Sacramento es “el acto más excelente, pues comparte la vida de María en la tierra, cuando le adoraba en su seno virginal, en el pesebre, en la Cruz o en la divina Eucaristía”[21].

Conclusión

Para unirse con todas sus fuerzas al Verbo: por la caridad y por una fidelidad estable, firme y constante a la voluntad de Jesucristo: “en el templo, en el claustro, en el comedor, en los recreos, hemos de andar gimiendo por Jesucristo”[22].

Meditemos y recemos para que nuestras comuniones sean cada día, sustancialmente más fervorosas que la anterior; y para que todas ellas no sólo nos conserven en la caridad, sino que la acrecienten, y nos dispongan, en consecuencia, a recibir al día siguiente al Señor, con un amor no sólo igual, sino mucho más ardiente.

Como dice la Imitación de Cristo: “Pues, ¿quién, llegando humildemente a la fuente de la suavidad, no vuelve con algo de dulzura? ¿O quién está cerca de algún gran fuego, que no reciba algún calor? Tú eres fuente llena, que siempre mana y rebosa; fuego que de continuo arde y nunca se apaga”[23].

Pensemos, al comulgar, en San Juan que reposó su cabeza en el costado de Jesús, y en Santa Catalina de Siena, quien más de una vez tuvo la dicha de beber con detenimiento en la llaga de su Corazón, siempre abierto para mostrarnos su amor.

Tales gracias extraordinarias las concede Dios, de tanto en tanto, para darnos a entender las cosas que pasarían en nuestra alma si supiéramos responder con generosidad al divino llamamiento.

Como lo expresa una oración al Corazón Eucarístico: “Es paciente para esperarnos y dispuesto siempre a escucharnos; es centro de gracias siempre renovadas, refugio de la vida escondida, maestro de los secretos de la unión divina”. Junto al tabernáculo, hemos de “callar para escucharle, y huir de nosotros para perdernos en él”[24].

¡Que María Santísima, mujer eucarística sea nuestro modelo y guía!

Y que al contacto diario y ardiente con Jesús Eucarístico nos lleve a que nuestros pensamientos, palabras y obras sean una ofrenda sacrificada para agradar solo a Dios escondido.

Que no nos cansemos de repetir: “Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”.

M. María de Harissa Achem

Superiora de la Provincia “Nuestra Señora de los Buenos Aires”

La Plata – Argentina


[1] Lc. 22, 15.

[2] Cf. Garrigou-Lagrange, O.P., Las Tres Edades de la Vida Interior – II Parte. Cap. 15.

[3] Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 54, Cf. C. M. Buela, Ars Participandi para religiosos, p. 650.

[4] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, 1. IV, c. n.

[5] Cf. Directorio de Espiritualidad SSVM, n. 52.

[6] Beato Raimundo de Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, Parte 1. Cap. IX.

[7] Cf. C. M. Buela, Ars Participandi para religiosos, Parte 1. Cap. 2, p. 15.

[8] Homilía LX, al pueblo de Antioquía.

[9] Enc. Sacrosantum Concilium, n. 30.

[10] Lc 17, 21.

[11] Constituciones SSVM, n. 204.

[12] San Juan Pablo II, Vita Consecrata, n. 18 y ss.

[13] San Juan Pablo II, Vita Consecrata, n. 17. Cf. S. Th., II-II, q. 186, a. 1.

[14] Beato Raimundo de Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, Parte 1. Cap XI.

[15] Santa Catalina a su confesor Beato Raimundo de Capua.

[16] Cf. Constituciones SSVM, n. 202.

[17] Beata Ángela de Foligno, Libro de las visiones e instrucciones, c. LXVII.

[18] Beato Raimundo de Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, Parte 2. Cap. XI.

[19] Beato Raimundo de Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, Parte 2. Cap. XI.

[20] Ibídem, Parte 1. Cap. X.

[21] Constituciones SSVM, n. 139.

[22] San Juan de Ávila, Platica a las monjas de Santa Clara de Montilla, Obras completas, T. III, BAC, Madrid, 1970, p. 465.

[23] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, 1. IV, c. IV.

[24] Garrigou-Lagrange, O.P., Las Tres Edades de la Vida Interior, T. 1 – Cap. 14. Recomendamos como una posible lectura durante la visita al Santísimo Sacramento o para la meditación, Les Élévations sur la Prière au Coeur Eucharistique de Jésus, compuestas por un alma interior muy piadosa, que han sido publicadas por primera vez en 1926, ed. de “La Vie Spirituelle”.