Skip to content

Segunda época. Año XVII. N° 280

Roma, 24 de mayo de 2011

María Auxiliadora de los cristianos.

Homilía del R. P. Carlos M. Buela en ocasión del XX° Aniversario de fundación del primer Monasterio de las SSVM

«Nadie tiene amor mayor que el que da su vida por sus amigos»[1]

Monasterios de vida contemplativa.

A todas las Servidoras contemplativas de los Monasterios:

“Santa Teresa de los Andes (Argentina),

“Santa Benedicta de la Cruz –Edith Stein” (USA),

“Madonna delle Grazie” (Italia),

“Beata María Gabriella dell’Unitá” (Italia),

  “Santa Gianna Beretta Molla” (Brasil)

“Santa Sofía” (Ucrania),

“Beata Isabel de la Trinidad” (Perú) y

“Ecce Homo” (Holanda),

en el 20ª aniversario del 1er. Monasterio “Santa Teresa de los Andes”.

1. La unión con Dios

            «Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Esta declaración de Jesús en el sermón después de la Cena viene a continuación de sus afirmaciones sobre los lazos estrechos que le unirán con sus apóstoles en adelante: «yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).

            El sarmiento vive de la savia que sube de la vid. Su función es transformar la savia en frutos. Es su razón de ser. Así pues, si el sarmiento no da frutos, es normal que sea podado y arrojado al fuego. Ése es el orden de las cosas. Jesús lo subraya para indicar que la fecundidad es la razón de la elección de sus apóstoles y de su acción en ellos. Tienen que ir al mundo y dar fruto para gloria del Padre. El mundo al que los envía Cristo es malvado, peligroso y perseguidor. Por eso ruega por ellos, pero no «que los retires del mundo, sino que, viviendo en el mundo, los preserves del mal» (Jn 17, 15). Después de su resurrección, Jesús declara: «como mi Padre me ha enviado, así os envío yo» (Jn 20, 21).

            En consecuencia, no hay duda: la obra de santificación realizada por Jesús en sus apóstoles, los lazos misteriosos de la gracia que ha creado entre ellos y Él, así como los poderes maravillosos que les ha confiado, están ordenados a su misión en el mundo. La plenitud de la gracia y la de los poderes conferidos están destinados a asegurar a Jesús apóstoles continuadores de su misión. Han sido escogidos por Jesús, serán transformados por su Espíritu para llegar a convertirse en otros “Cristos” en la tierra y para producir frutos en el mundo.

            Santa Teresa de Jesús ha captado perfectamente esta verdad, al decir que al alma que ha llegado a la unión transformante «toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde, mostrará el amor que le tiene. Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras»[2]. Para la Santa de Ávila entonces la finalidad de la obra de la santificación realizada por Dios, comprendida en ella la contemplación y la unión transformante, está claramente afirmada: «que nazcan siempre obras, obras». De hecho sostiene:«¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?: hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él lo fue»[3].

            Sin embargo, al comparar lo dicho por Santa Teresa con las últimas páginas del Cántico espiritual y de la Llama de amor viva, puede sorprendernos encontrar en el alma de San Juan de la Cruz otras aspiraciones. En las mismas cumbres, parece que no viven los dos santos la misma atmósfera. Teresa no quiere sino vivir la vida de Cristo en la tierra y entregarse como Él a las obras que deben promover la gloria de su Padre y la salvación de las almas. Juan de la Cruz aspira a las profundidades de Dios, a la paz y a la luz que reina en ellas; a la visión cara a cara de la vida eterna.

«Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado,

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura»[4].

            Este himno a la paz divina de la unión se vuelve a tomar con acentos más sublimes en la Llama de amor viva, hasta que esta llama se apaga en el silencio de lo inefable: «¡Oh, cuán dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno! ¡Oh, cuánto le conviene apartarse de cosas, huir de negocios y vivir, con inmensa tranquilidad, porque aún con la más mínima noticia o bullicio no inquiete ni revuelva el seno del Amado!»[5].

            Estos dos contemplativos han llegado a la unión transformante por el mismo camino. Reiteradas veces, en el curso del camino, especialmente en las regiones tormentosas de las sextas moradas, han confrontado sus experiencias y confirmado la unión de su pensamiento. En la cumbre, sus aspiraciones parecen divergentes.

            ¿Cómo resolver el problema que plantea la divergencia de estas dos tendencias en las cumbres de la unión transformante? Contentarse con afirmar que la que quiere sumergirse en Dios es contemplativa y que la segunda, la que aspira a trabajar por la Iglesia, es activa, sería injuriar a Santa Teresa y presentar como solución una simple clasificación verbal. El problema es más profundo; es el de la finalidad de la unión transformante en la tierra y del amor que la hace real. Abordemos el problema e intentemos resolverlo.

2. El doble movimiento del amor.

2.1. Movimiento filial hacia Dios.

            La caridad, difundida en nosotros por el Espíritu Santo, nos hace hijos de Dios y nos emparenta con el Verbo en el seno de la Santísima Trinidad. En este carácter filial, encuentra la caridad su movimiento esencial. El espíritu que se nos ha dado exclama: ¡Abbá, Padre! (cf. Rom 8, 15). Nos hace coherederos de Cristo y suspira, después, por la parte de la herencia que es el mismo Dios. Venimos de Dios y volvemos a Él. Es la ley de toda la creación que se afianza sobre todo en el hombre, su dueño.

            San Pablo, el heraldo del gran misterio, ha captado la profundidad de la aspiración de todos los seres, que en la filiación divina del cristiano encuentra su forma más elevada y su expresión más perfecta. El Apóstol nos traduce el poder doloroso y la amplitud de esa aspiración: «pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios… Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rom 8, 19, 22-23).

            Volver a su principio, ése es el deseo del amor filial. Su salario consiste en conquistarlo más profundamente, en perderse en él. Su recompensa, en amarlo más y en conseguir una unión más estrecha. Escribe San Juan de la Cruz: «el salario y paga del amor no es otra cosa… sino más amor…, qué el alma que ama no espera el fin de su trabajo sino el fin de su obra; porque su obra es amar, y de esta obra, que es amar, espera ella el fin y remate, que es la perfección y cumplimiento de amar a Dios»[6]. Para quien en la tierra posee el amor de hijo de Dios en la oscuridad de la fe, el cumplimiento perfecto consiste en poseerlo en la visión cara a cara, porque «ésta es la vida eterna que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).

            Es en este sentido que la Iglesia[7] ha visto en la clausura de la vida contemplativa «una forma especial de pertenecer sólo a Él [a Dios], porque la totalidad caracteriza la absoluta entrega a Dios. Se trata de una modalidad típica y adecuada de vivir la relación esponsal con Dios en la unicidad del amor y sin interferencias indebidas de personas o de cosas, de modo que la criatura, dirigida y absorta en Dios, pueda vivir únicamente para alabanza de su gloria (cf. Ef 1, 6.10-12.14)».

            Por eso la religiosa de clausura «cumple en grado sumo el primer mandamiento del Señor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc 10, 27), haciendo de ello el sentido pleno de su vida y amando en Dios a todos los hermanos y hermanas. Ella tiende a la perfección de la caridad, acogiendo a Dios como el “único necesario” (cf. Lc 10, 42), amándolo exclusivamente como el Todo de todas las cosas, llevando a cabo con amor incondicional hacia Él[…]».

            El ‘aislamiento’ del monasterio «tiene precisamente por objeto crear un espacio de separación, de soledad y de silencio, donde poder buscar más libremente a Dios y donde vivir no sólo para Él y con Él, sino también sólo de Él». Por ello es «necesario que la persona, libre de todo apego, inquietud o distracción, interior y exterior, unifique sus facultades dirigiéndolas a Dios para acoger su presencia en la alegría de la adoración y la alabanza».

            Esta búsqueda incesante de Dios hace que la contemplación sea «la bienaventuranza de los puros de corazón (Mt 5, 8). El corazón puro es el espejo límpido de la interioridad de la persona, purificada y unificada en el amor, en cuyo interior se refleja la imagen de Dios que allí mora[8][…]A la luz de la contemplación como comunión de amor con Dios, la pureza del corazón tiene su máxima expresión en la virginidad del espíritu, porque exige la integridad de un corazón no sólo purificado del pecado, sino unificado en la tensión hacia Dios y que, por consiguiente, ama totalmente y sin división, a imagen del amor purísimo de la Santísima Trinidad, que ha sido llamada por los Padres “la primera Virgen[9][…]».

            Embargada completamente de la belleza divina, la religiosa «encuentra en la clausura su morada de gracia y la bienaventuranza anticipada de la visión del Señor. Acrisolada por la llama purificadora de la presencia divina, se prepara a la bienaventuranza plena entonando en su corazón el canto nuevo de los salvados, sobre el Monte del sacrificio y del ofrecimiento, del templo y de la contemplación de Dios: “cuando una persona gusta cuán es suave el Señor, se aparta de todas las ocupaciones exteriores; entra entonces en su corazón y se dispone plenamente a la contemplación de Dios dirigida enteramente a los esplendores eternos; se hace radiante y es poseída por el esplendor eterno. Si el alma viera este Bellísimo incomparable, todos los vínculos de este mundo no podrían ya separarla de Él[10]».

2.2. Movimiento hacia las almas.

            Aun siendo esencial al amor, la aspiración de poseer a Dios en el conocimiento perfecto de la visión cara a cara, no es la única que brota de las profundidades de nuestra caridad sobrenatural. En efecto, mientras las filosofías plotinianas y platónicas acerca del desbordamiento se declaran plenamente satisfechas cuando han logrado de cualquier manera la idea o el espíritu que su amor ha divinizado; mientras los místicos naturales encuentran el término de sus aspiraciones en la inmersión y en la pérdida de ellos mismos en el seno del gran todo panteístico, la caridad cristiana aspira en Dios a otra cosa además de la posesión del Mismo Dios. Una vez conseguida la unión perfecta con Dios, nuestra caridad sobrenatural encuentra en él distintas personas y se siente unida a cada una de ellas.[…]Aferrado a estas personas, ya no puede abandonarlas. Todo lo que les pertenece a ellas, es suyo. Se obliga a sí mismo a seguirlas, a compartir sus deseos, sus preocupaciones, a trabajar con ellas. Su reposo se halla en la unión a su movimiento y a su actividad. Ésa es la dichosa suerte de nuestra caridad sobrenatural, que nos hace entrar en el ritmo de la vida trinitaria y nos une a cada una de las tres personas divinas.

            Esta caridad ha sido derramada en nosotros por el Espíritu Santo, y Él mismo acaba de tomar posesión de nuestra alma, con ella y por ella. A medida que la caridad nos conquista por transformación de amor, nos entrega al Espíritu de amor. Cuando se ha logrado la transformación completa, todos nuestros movimientos y todas nuestras aspiraciones quedan reguladas y ordenadas por Él. Convertido en dueño soberano y en señor del alma por su acción, que se extiende desde las profundidades en que habita hasta las regiones más exteriores de las facultades en las que hace divinos sus actos, el Espíritu Santo nos liga a todos los movimientos y a todas las aspiraciones del Amor sustancial que es Él mismo en el seno de Dios, y nos asocia a sus realizaciones.

            Sabemos que este Espíritu de amor[..]ha puesto los cimientos al obrar el misterio de la encarnación en el seno de María. Desde entonces, continúa su obra al infundir en nuestras almas una caridad que es filial y que nos identifica con el Verbo Encarnado, Cristo Jesús. Dicha gracia nos incorpora a Cristo para formar juntamente con él el Cristo total.

            Esos son los destinos de nuestra gracia: nos incorpora a Cristo y nos somete perfectamente a las luces y a las mociones de este Espíritu de amor, que guió al mismo Cristo. Estamos, pues, unidos a Cristo y debemos seguir todos los movimientos del Espíritu de amor en él y en su cuerpo místico, que es la Iglesia. Conocemos los movimientos que el Amor ha impuesto al Verbo encarnado: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).

            En efecto, el Verbo ha descendido entre nosotros. Se ha encarnado. Se ha anonadado en las profundidades de la humanidad pecadora tomando la forma de esclavo[11] y haciéndose pecado por nosotros[12]. Cristo Jesús, pues, ha venido a la tierra no para juzgar, sino para salvar, trayendo su luz y el fuego de su amor. Ha vivido entre nosotros. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Dicho fin es la pasión, el Calvario y la Eucaristía. Misterios orientados hacia la edificación de la Iglesia, el Cristo total, en el que el Verbo encarnado quiere conducirnos a la unidad de la Santísima Trinidad para participar en ella de sus operaciones.

            La unión transformante no aísla del mundo al introducir en Dios, sino que asocia a la vida intensa de la Iglesia en la tierra. Cuanto más cautivos están los santos por el amor, más cerca de nosotros se sienten, pues, al divinizarlos, la caridad los hace entrar en las profundidades del pecado, el gran sufrimiento de la humanidad. Si sucediera de otra manera, no sería verdad que están identificados con Cristo y su caridad no sería cristiana, pues Jesús lo ha dicho expresamente: «en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). La medida del amor al prójimo es la suya, la que él mismo ha practicado: «este es el mandamiento mío: que, os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Conocemos esta medida. Para concretarla, basta una simple alusión: «nadie tiene amor mayor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). En la tarde de esta vida, seremos juzgados en el amor, porque el grado de amor se convierte en el grado de nuestra gloria y de nuestro poder de visión beatífica. Pero Jesús, al describir las circunstancias de este juicio, determina la prueba del amor que se exigirá: «venid, benditos de mi Padre; recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me, disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber» (Mt 25, 34-35). La elección de semejante criterio nos sorprende, lo mismo que a quienes se les aplica: «Entonces los justos le responderán: “Señor; ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber?…” Y el Rey les dirá: “en verdad, os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» (Mt 25, 37.40).

            Este segundo movimiento del amor se encuentra presente por lo tanto como algo propio de la vida contemplativa[13], pues las religiosas de clausura «por su llamada específica a la unión con Dios en la contemplación, se insertan plenamente en la comunión eclesial, haciéndose signo singular de la unión íntima con Dios de toda la comunidad cristiana. Mediante la oración, particularmente con la celebración de la liturgia y su ofrecimiento cotidiano, interceden por todo el pueblo de Dios y se unen a la acción de gracias de Jesucristo al Padre (cf. 2 Co 1, 20; Ef 5, 19-20). La misma vida contemplativa es, pues, su modo característico de ser Iglesia, de realizar en ella la comunión, de cumplir una misión en beneficio de toda la Iglesia[14].A las contemplativas de clausura no se les pide por tanto que hagan comunión participando en nuevas formas de presencia activa, sino más bien que permanezcan en la fuente de la comunión trinitaria, viviendo en el corazón de la Iglesia[15]».

            «La comunidad de clausura es además una óptima escuela de vida fraterna, expresión de auténtica comunión y fuerza que lleva a la comunión.[…]Gracias al amor recíproco, la vida fraterna es el espacio teologal en el que se experimenta la presencia mística del Señor resucitado[…]».

            «Tiene,  la vida de clausura, de este modo un puesto privilegiado en la Iglesia: «en virtud de su misma vocación, que las sitúa en el corazón de la Iglesia, las monjas se comprometerán de modo particular a “sentir con la Iglesia”, con la adhesión sincera al Magisterio y la obediencia incondicional al Papa».

            Siendo la Iglesia peregrinante «“por su propia naturaleza, misionera”[16][…] la misión es esencial también para los Institutos de vida contemplativa[17]. Las monjas de clausura la viven permaneciendo en el corazón misionero de la Iglesia mediante la oración continua, la oblación de sí mismas y el ofrecimiento del sacrificio de alabanza. De este modo, su vida se convierte en una misteriosa fuente de fecundidad apostólica[18]y de bendición para la comunidad cristiana y para el mundo entero[…]San Juan de la Cruz escribe que, “es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas cosas[19]. En el asombro de su espléndida intuición, S. Teresa del Niño Jesús afirma: “… entendí que la Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia… Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia… en el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor[20]. La convicción de la Santa de Lisieux es la misma de la Iglesia, expresada repetidamente por el Magisterio: “La Iglesia está firmemente convencida, y lo proclama con fuerza y sin vacilar, de que hay una relación íntima entre oración y difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones, entre oración y aceptación fructuosa del mensaje salvador y sublime del Evangelio”[21].[…]quien llega a ser absoluta propiedad de Dios se convierte en don de Dios para todos […]. Con ánimo libre y acogedor, “en las entrañas de Cristo[22], las monjas llevan en el corazón los sufrimientos y las ansias de cuantos recurren a su ayuda y de todos los hombres y mujeres. Profundamente solidarias con las vicisitudes de la Iglesia y del hombre de hoy, colaboran espiritualmente en la edificación del Reino de Cristo para que “Dios sea todo en todo” (1 Co 15, 28)».

            El amor del que seremos juzgados es el que hayamos profesado a Dios en nuestros hermanos. De los dos movimientos de la caridad que hay en nosotros, el primero le es esencial, el segundo se le impone por el Espíritu de amor y por Jesucristo con el que identifica. Los dos están sancionados por: un precepto: «respondió Jesús: Amarás al Señor; tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 37-40).

            De estos dos mandamientos semejantes, que resumen, toda la ley, el primero es el mayor, pero el cumplimiento del segundo es el que, al revelar su eficacia, garantiza el valor y la calidad de la caridad.

3. Unión de estos dos movimientos en el amor a Cristo

            Doble mandamiento que corresponde al doble movimiento del amor. ¿No son estos dos movimientos contrarios el uno al otro? Nuestro espíritu cede con mucha facilidad a la necesidad de establecer oposiciones para que la distinción sea más clara, sobre todo cuando los símbolos que traducen las realidades se oponen realmente entre ellos. Éste es el caso. El amor filial a Dios parece subir y elevarnos; el  amor al prójimo parece descender y arrastrarnos abajo. El primero diviniza; el segundo se encarna. No dejemos que nuestro espíritu juegue con los símbolos. Vayamos a la realidad viva y concreta del amor y de su actividad.

            Tales antinomias u oposiciones aparentes constituyen una de las leyes del amor divino que las lleva consigo como una de sus riquezas y que con ellas marca sus obras como con un sello personal. Este amor se encarna y diviniza, derrama la alegría y la tribulación, produce una luz que es oscuridad. Cristo Jesús, que asegura su reino en la tierra, es el Verbo hecho carne que, sin cesar de gozar de la visión beatífica, ha conocido el más doloroso sufrimiento que hombre alguno haya soportado en la tierra, que ha triunfado, finalmente, muriendo en la cruz.

            ¿Cómo el santo transformado por el amor e identificado con Cristo Jesús no llevará consigo esos tesoros característicos del amor divino en la tierra? De hecho, el amor que le diviniza deja que siga siendo un hombre como nosotros; lleva en sí el Tabor y Getsemaní; es el más feliz de los hombres, porque goza del Verbo en su seno, y el más desventurado, porque lleva el pecado del mundo. Fijo en Dios por la unión transformante es, con todo, el hombre y el santo de una época, de un pueblo, de un tiempo perfectamente determinado del cuerpo místico de Cristo en pleno crecimiento. Lo divino y lo eterno que hay en él no le impiden o, mejor aún, le obligan a encarnarse en lo temporal más humano de su época.

                               Lo vemos en la vida de Santa Teresa de Jesús, para quién estos ardores de amor son luminosos. Ensanchan sus horizontes espirituales. Por ellos, en efecto, ha sobrepasado al Cristo, cuya intimidad había venido a cultivar en el Carmelo, ha encontrado más allá al Cristo total, la Iglesia, a las almas que forman parte de ella, también a las que están alejadas y que, sin embargo, son llamadas a esa Iglesia. Experimenta lo que pasa en Cristo, siente el sufrimiento del amor rechazado, de la sangre redentora inutilizada, una gran compasión por las almas que caen en el infierno por haber despreciado el amor de su Dios. Teresa ha hecho real el dogma de la Iglesia; ha entrado en el misterio de los sufrimientos y angustias de la Iglesia militante al penetrar en las profundidades del corazón de Cristo. De ahora en adelante, el amor a la Iglesia dominará toda la vida de Santa Teresa. Una pasión poderosa absorberá todos sus deseos personales, y la sed de intimidad y la necesidad de unión; se servirá de todas las energías de su alma y de toda su actividad exterior; inspirará todas sus obras hasta encontrar en su último suspiro la expresión más sencilla y sublime: «Soy hija de la Iglesia». Trabajar por la Iglesia es la vocación de Teresa, la finalidad de su Reforma: «Cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor»[23].

                               El amor tiene necesidad de difundirse, implica una misión de conquista. Así, la clausura, que el mismo amor se ha construido para mantener su intimidad con Dios y su desarrollo, no hace más que avivar los deseos de salvar almas del corazón de la religiosa.

                               También Santa Teresita del Niño Jesús nos presenta un ejemplo sugestivo de esta síntesis armoniosa de los dos movimientos del amor: hacia Dios y hacia las almas. Dios procede por medio de toques sucesivos, delicados, pero qué profundos, para realizar la obra maestra que es este gran apóstol de los tiempos modernos. A la gracia de la conversión de Navidad de 1886 le sigue la gracia que la inflama de celo por las almas[24]; sed que aumenta sin cesar después de la conversión de Pranzini[25]. No obstante, en el curso de su viaje a Roma, no quiere leer los Anales de las religiosas misioneras, porque; por el momento, quiere sacrificar todo al crecimiento del amor. Aun así, entra en el Carmelo «para salvar almas y, sobre todo, para rezar por los sacerdotes»[26]. [Quiero decir aquí, que según las estadísticas, las religiosas en EEUU hicieron fructificar el 60% de las vocaciones sacerdotales de ese país]. Los grandes deseos aumentan con el amor, deseos de sufrimientos por Cristo y las almas, deseos inmensos de apostolado que llegan a constituir un verdadero martirio[27]. El amor le permite realizar todas sus aspiraciones, ese amor que la coloca en el centro de la Iglesia para derramar desde allí la vida, como el corazón al cuerpo entero. Este don a la Iglesia aspira, además, a adoptar todas las formas y todos los medios para ser eficaz y completo. Algunas semanas antes de su muerte, contempla un cuadro de Juana de Arco en la prisión: «Los santos también me animan en mi prisión. Me dicen: Mientras estés entre hierros, no puedes cumplir tu misión; pero más tarde, después de tu muerte, será el tiempo de tus trabajos y de tus conquistas»[28].

                               Que la Madre del amor hermoso nos recuerde que «nadie tiene amor mayor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).


[1]Seguimos libremente a María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Madrid2002.

[2]7 M4, 6.

[3]7 M 4, 8.

[4]Cántico espiritual, estr. 36.

[5]Llama de amor viva 4, 15.

[6]Cántico. 9, 7.

[7]Seguimos en este punto Congregación para los Institutos de vida Consagrada y las Sociedades de vida Apostólica, Verbi Sponsa, Instrucción sobre la clausura de las monjas (13 de mayo de 1999), 5.

[8]Cf. S. Basilio, La verdadera integridad de la virginidad, 49: PG 30, 765 C: «El alma de la virgen, esposa de Cristo, es como una fuente purísima…; no debe ser perturbada por palabras que provienen del exterior y se comunican al oído, ni distraída de su serena tranquilidad por imágenes que distraen la vista, de modo que, contemplando como en un espejo purísimo su imagen y la belleza del Esposo, se colme cada vez más de su verdadero amor».

[9]S. Gregorio Nacianceno, Poemas, I, 2, 1, v. 20: PG 37, 523.

[10]Cf. S. Buenaventura, En honor de S. Inés V. y M., Serm. 1: Opera Omnia, IX, 504 b.

[11]Flp 2, 7.

[12]2 Cor 5, 21.

[13]Seguimos en este punto Congregación para los Institutos de vida Consagrada y las Sociedades de vida Apostólica, Verbi Sponsa, Instrucción sobre la clausura de las monjas (13 de mayo de 1999), 6-7.

[14]Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos seculares, La dimensión contemplativa de la vida religiosa (12 de agosto de 1980), 26; Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instr. La vida fraterna en Comunidad (2 de febrero de 1994), 59: «La comunidad de tipo contemplativo[…]está centrada en la doble comunión con Dios y con sus miembros. Tiene un proyección apostólica eficacísima que, sin embargo, permanece en gran parte escondida en el misterio»; Juan Pablo II, Discurso al clero, a los consagrados y a las monjas de clausura (Chiavari, 18 de septiembre de 1998), 4: «Ahora deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotras, queridas monjas de clausura, que constituís el signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, sumamente amado. Os impulsa un irresistible atractivo que os arrastra hacia Dios, meta exclusiva de todos vuestros sentimientos y de todas vuestras acciones. La contemplación de la belleza de Dios ha llegado a ser vuestra herencia, vuestro programa de vida, vuestro modo de estar presentes en la Iglesia».

[15]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4: «Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido “por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”»; S. Cipriano, La oración del Señor, 23: PL 4, 536.

[16]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 2.

[17]Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata, sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo (25 de marzo de 1996), 72; Carta Enc. Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 23.

[18]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata, sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo (25 de marzo de 1996), 8, 59.

[19]Cántico Espiritual 29, 2; cf. Juan Pablo II, Homilía en la Basílica Vaticana (30 de noviembre de 1997), 5: «A las religiosas de vida contemplativa les pido que se sitúen en el corazón mismo de la misión con su constante oración de adoración y de contemplación del misterio de la cruz y de la resurrección».

[20]Ms B, 3vo.

[21]Juan Pablo II, Discurso a las monjas de clausura (Nairobi, 7 de mayo de 1980), 2; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 40: « Los Institutos de vida contemplativa, por sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones, tienen importancia máxima en la conversión de las almas, siendo Dios mismo quien, por la oración, envía obreros a su mies (cf. Mt 9, 38), abre las mentes de los no cristianos para escuchar el Evangelio (cf. Hch 16, 14) y fecunda la palabra de salvación en sus corazones (cf. 1 Co 3, 7) ».

[22]Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 46.

[23]Camino de perfección 3, 10.

[24]«Jesús… hizo de mí un pescador de almas. Sentí un gran deseo, de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido tan vivamente… Un domingo, mirando una fotografía que representaba a nuestro Señor en la cruz, me impresionó la sangre que, caía de una de sus divinas manos. Me dio pena, pensando que esa sangre caía a tierra sin que nadie se apresurase a recogerla. Decidí estar en espíritu junto a la cruz, para recibir el divino rocío que caía de ella, comprendiendo que tendría luego que repartirlo a las almas… El grito de Jesús en la cruz resonaba continuamente en mi corazón: “¡Tengo sed!”. Estas palabras encendían en mí un fuego desconocido y muy vivo. Quería dar a beber a mi Amado y yo misma me sentí devorada por la sed de almas…Noeran aún las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores;ardía en deseos de arrancarlos de las llamas eternas» (MA 45vº).

[25]«Después de esta gracia singular, mi deseo de salvar almas creció cada día. Me parece escuchar. a Jesús que me dice, como a la Samaritana: “¡Dame de beber!”. Era un verdadero intercambio de amor; a las almas les daba la sangre de Jesús; a Jesús le ofrecía estas mismas almas refrescadas por su rocío divino; así pensaba apagar su sed, y cuanto más te daba de beber, más aumentaba la sed de mi pobre alma y era esta sed ardiente que él me daba, la bebida más deliciosa de su amor» (MA 46v.).

[26]MA 69vº

[27]MB 3rº

[28]Últimas conversaciones, 10 de agosto, 4.

Carta Circular de la M. María de Anima Christi sobre la Vida Contemplativa

Roma, 14 de marzo 2011

Muy queridas hermanas contemplativas:

Durante mi reciente visita a Finlandia el Obispo, Mons. Teemu Sippo me llevó al monasterio contemplativo de las hermanas Carmelitas. Es el único Monsterio contemplativo en este inmenso país, donde la mayoría de la población es de religión luterana u ortodoxa. El monasterio se encuentra en las afueras de la ciudad de Helsinki, en una parte de bosques, cerca de uno de los tantos lagos del país, que por esto también se llama “del espejo roto”. La casa del monasterio es de madera. El techo estaba aún cubierto de nieve. La estatua de la Virgen del Carmen que está al lado de la puerta de entrada, estaba cubierta de nieve hasta las rodillas y con una corona nevada sobre la cabeza. Esta estatua de la Virgen y un pequeño cartel eran las únicas señales de que allí había una capilla católica, y más importante aún, un tabernáculo, donde almas escondidas para los ojos del mundo, dedican sus vidas a amar a Jesucristo.

Después de la Santa Misa celebrada por el Obispo y su vicario, pudimos saludar la comunidad. Siete hermanas carmelitas. 4 de ellas vinieron hace 23 años atrás para fundar el monasterio, también había 1 hermana filipina, 1 hermana de Kenia y una postulante de Estonia. Viéndolas con su alegría y cálido interés por los dones que Dios está dando a la iglesia universal y tal vez también a su Iglesia local, se me vinieron a la mente las palabras del P. Buela, quien nos dijo hace poco: “Yo pienso que la vida contemplativa no puede ser algo que esté dando testimonio solamente en la retaguardia, digamos atrás y lejos del frente de lucha, sino que a mi modo de ver, la vida contemplativa tiene que ser de vanguardia.”

Este monasterio en Finlandia se fundó en 1989, cuando en Argentina estaba naciendo nuestro Instituto de las Servidoras. El Obispo que las invitó pensaba en la necesidad de acompañar la misión evangelizadora con la oración y el sacrificio de hermanas contemplativas. Ya dos de las hermanas fundadoras, una americana y una inglesa pasaron a la vida eterna después de un largo servicio a la iglesia finlandesa. A pesar de su vida escondida en Dios, permanecieron en el recuerdo de muchos católicos que me hablaron de ellas mencionando hasta sus nombres: hermana Virginia, la priora y hermana Susana. No fueron olvidadas; sus vidas fueron muy fecundas para la Iglesia. No me cabía duda que aquí estaba delante de hermanas muy generosas, que vinieron de países lejanos, para ser como una hostia viviente en un país donde la gente, en su gran mayoría, no cree en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

Ellas vinieron para consumarse delante el sagrario, enteramente consagradas a Dios. Pobres, castas y obedientes, en un país donde en este momento los religiosos nativos no llegan a ser diez en todo el mundo y solamente la mitad tiene menos de 50 años.

Ellas dejaron casa, familia, patria, para seguir únicamente al amor de sus corazones, Jesucristo, mostrando así al mundo el valor del amor verdadero y que Jesucristo es su única riqueza.

Vinieron para servir a esta pequeña porción de la Iglesia católica, para ser en ella el corazón orante. Para ser en las tundras nevadas de Finlandia signo del amor que quema, pero no consume, mostrando que Dios es amor en un mundo donde de otra manera se moriría de frío.

Estas hermanas son el don viviente para todas las personas de buena voluntad, para los que están más necesitados de oración, para una iglesia misionera en crecimiento, para el sostén del clero, de las religiosas que necesitan que alguien conquiste las gracias que abrirán las almas al mensaje del evangelio que proclamarán.

            El Padre Buela fundó la rama contemplativa pensando que el ejemplo y la oración de las almas contemplativas ayudarían para que la evangelización de los  pueblos no fuera superficial. Para que con sus vidas las monjas contemplativas muestren al mundo que Dios es el Único Necesario, y den testimonio de la importancia de la hondura y la primacía de la oración, y del amor desinteresado inclusive hasta el sacrificio de sí mismo.

            Mientras hablaba con estas hermanas carmelitas, pensé en cada una de ustedes, en mis hermanas contemplativas, que tanto me edifican y tantas gracias conquistan por nuestra Familia Religiosa y la Iglesia del mundo entero. Son ustedes misioneras de la primera hora. Son una alegría en cada lugar donde están misionando con su presencia silenciosa y orante. Les agradezco por ser generosas en vivir fielmente la particular misión que el Fundador les encomendó en el acta fundacional: “Estas hermanas nuestras en el corazón de la Iglesia, deben ser el amor, de tal modo, que pueda decirse que sus biografías ya están escritas al identificarse sus vidas con el Himno de la Caridad del apóstol (1 Cor 13), dando siempre testimonio que “Dios es alegría infinita” [1][1]. Y si son el corazón de la Iglesia, con mayor razón deben ser consideradas por todos los miembros de nuestras congregaciones como el corazón de las mismas, siendo fuente de alegría para todos.”

            Cierto, nuestra historia es aún joven, sin embargo, se está escribiendo y con los años se ha podido crecer en gracia y santidad. Es mi oración que nunca en nuestra Familia Religiosa falte la presencia de tan grande amor. Dios ha de querer que nuestra rama contemplativa, que ahora festeja sus XX años de existencia, pueda dar a través de los siglos, a ejemplo de otras, mucho fruto para las almas, mucho fruto para las misiones.

            Que la Virgen Santísima sea vuestro modelo de alma contemplativa.

            Con cariño y mis especiales oraciones,

M. María de Anima Christi

                                                                                                 Superiora General



[1][1]Santa Teresa de los Andes, carta 101 (14/05/1919).

Monasterio de las SSVM en el mundo

1.Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (Argentina)

Fundado el 19 de marzo de 1991

Intención por la que reza:por la Paz en el mundo

2. Monasterio “Beata Isabel de la Trinidad” (Perú)

Fundado el 3 de octubre de 1995

Intención por la que reza: por la Vida Religiosa

3. Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad” (Pontina, Italia)

Fundado el 21 de junio de 1996

Intención por la que reza: por la Unidad de los Cristianos

4. Monasterio “Santa Edith Stein” (Estados Unidos)

Fundado el 17 de Diciembre de 1998

Intención por la que reza: por el pueblo judío y para que todos los hombres se salven

5. Monasterio “Madonna Delle Grazie” (Velletri, Italia)

Fundado el 30 de abril de 1999

Intención por la que reza: por los Sacerdotes

6. Monasterio “Ecce Homo” (Holanda)

Fundado el 22 de septiembre del 2007

Intención por la que reza: por la dignidad de la persona humana y en reparación por las ofensas hechas a la Eucaristía

7.  Monasterio “De la Santa Sofía Sabiduría Divina” (Ucrania)

Fundado el 22 de setiembre del 2009

Intención por la que reza: para que los Católicos aprendan a respirar con los dos pulmones

8. Monasterio “Santa Gianna Beretta Molla” (Brasil)

Fundado el 30 de abril de 2010

Intención por la que reza: por la defensa de la Vida Humana

9.  Monasterio “de los santos patronos de Europa” (Valencia, España)

Se inaugurará en junio de 2011

Intención por la que reza: para que Europa redescubra sus raíces cristianas