Roma, 20 de marzo de 2015
Votos perpetuos de las Servidoras en el mundo
El 19 de marzo realizaron sus votos perpetuos las siguientes Hermanas:
En Argentina:
1. María Solaz de Jesús Almirón misionera en Argentina
2. Maria del Magnificat Annencchini misionera en Argentina
3. María de la Constancia Altamirano misionera en Argentina
4. Maria Gaudium Ecclesiae Ávila misionera en Argentina
5. María Amada de Dios Cabaña misionera en Argentina
6. María Misionera de la Cruz Colombo misionera en Argentina
7. María de Einsiedeln Heredia, misionera en Francia
8. María Virgen de la Lucila Bruno, misionera en Italia
9. María del Monte Carmelo Martínez, misionera en Holanda
10. María Felicitas Dei Martínezmisionera en Egipto
11. María Arabell Ibañez misionera en Túnez
12. María Virgen del Prado Bravo misionera Argentina
13. Maria Fons Vitae Juillerat misionera Argentina
14. Maria de la Vera Cruz Sacheri misionera Argentina
En Brasil:
15. Maria Virgo Flos Carmeli da Silva misionera en Brasil
16. María de Cristo Melo misionera en Francia
En Perú:
17. Myriam Hesed Pauccar misionera en Perú
18. Maria Scala Caelestis Ticona misionera en Perú
19. Maria Mater Spei Martínez misionera en Perú
20. Maria Sponsa Iusti Ioseph Choquemamani, misionera en Egipto
En Ecuador:
21. Maria Dulcis Hospes Animae González misionera en Egipto
22. Maria Sponsa Regis Barzolamisionera en Ecuador
23. María de los Reyes Murquincho misionera en Ecuador
24. María Rosario de la Peña Angamarcamisionera en Perú
En Italia:
25. Maria Ancilla Humilis Correia de Barrosmisionera en Papúa Nueva Guinea
El 1º de mayo realizará sus votos perpetuos en Egipto:
26. Mariam al-Wafie Zakaria Sabet
“Señor… ¿A quién vamos a ir?”
“Señor… ¿A quién vamos a ir?”
Con motivo de nuestros votos perpetuos
Después de multiplicar milagrosamente los panes y dar de comer a una multitud, Jesús predica el discurso del Pan de Vida. El apóstol Pedro estaba allí, muy cerca de su Maestro, como era costumbre, escuchándolo con atención. Sentía en carne propia su nada, experimentaba su pequeñez y debilidad; veía que el camino para seguir al Señor se estrechaba cada vez más. Como los demás discípulos, él tampoco entendía. El misterio del Corazón de Jesús era demasiado grande para ser comprendido. Sentía abrirse ante Él y su Maestro un abismo sin fin… ¡qué duras sonaban sus palabras! ¡Qué difícil se hacía creer!… con lágrimas en los ojos vio la partida de muchos discípulos, tanto mejores que él. Vio con tristeza cómo algunos de los que habían sido su ejemplo abandonaban a Jesús, “Desde aquel momento muchos discípulos se volvieron atrás y dejaron de andar con Él” (Jn. 6,66).
Se desató una guerra en su apasionado corazón. Deseaba volar hacia Dios y el peso de la carne lo aprisionaba… deseaba cielo y era barro, deseaba santidad y se sabía pecador.
Es osado afirmarlo, pero imagino que tuvo miedo de la Cruz y no es ilógico pensar que tuvo la tentación de marcharse. En ese momento, la pregunta de Jesús que sabía lo que pasaba en el corazón de sus discípulos: “¿Ustedes también quieren irse?” (Jn 6,68), lo impulsa a decidirse.
La fe y sinceridad del Apóstol vencieron su alma arrebatada… buscó la irresistible mirada de Jesús… aquellos ojos que lo habían cautivado y transformado… aquellos ojos que lo sondean y conocen todo. Sin importarle nada más exclamó: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68).
Una vez más dejó sus redes y siguió a Jesús. En su corazón, que navegaba a oscuras, resonaba el eco de las palabras que la noche anterior Jesús le había dicho mientras caminaba sobre las aguas: “No tengáis miedo” (Mt 10,28).
Aún no podía ver con claridad, pero sabía algo con certeza: nadie había hablado antes como aquel hombre… solo Él tenía palabras de vida eterna… solo Él podía calmar la sed de infinito que ardía en su corazón.
Hoy en día, Jesús sigue haciendo la misma pregunta y como aquella vez, también hay muchos que se vuelven atrás y dejan de seguirle.
Este 19 de marzo, Solemnidad de San José, 14 hermanas diremos con toda la fuerza de nuestro corazón: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
Hace seis años, hicimos nuestra primera profesión y aunque en la intención fueron perpetuos, ¡Qué diferente es profesar ahora! En aquel entonces, la entrega fue tan real como ahora, pero en estos años, Dios nos ha dado pruebas de lo que significa seguirle. Vimos muchas veces multiplicarse los panes y nos sentimos seguras con los bienes que nos prodigaba, pero también hemos recibido astillas de su Cruz que han ido dando forma al corazón: renuncias, humillaciones, arideces, noches, incomprensiones. La misión en lejanos países, la soledad, tentaciones, enfermedad, muerte de seres queridos. Cruces grandes, cruces pequeñas que han hecho estremecer al alma y nos dan pruebas de que para estar con Jesús hay que elegir el camino estrecho.
Por milagro de la gracia hemos perseverado y con el alma estremecida, como San Pedro, queremos decir “¿A quién vamos a ir? Solo Tú Señor tienes palabras de vida eterna”. Nosotras no nos queremos ir y le decimos sí para siempre. ¿A quién iremos?, nosotras queremos quedarnos aquí y acompañar a Jesús hasta el Calvario. Postradas, queremos dejar ante el altar todo nuestro ser y nuestra nada con el deseo de que Dios haga con nosotras lo que quiera.
Sólo Jesucristo tiene palabras de vida eterna, palabras que ensanchan el alma y le dan alegría infinita. Sólo Jesús que nos ha amado hasta el extremo es capaz de colmar nuestras aspiraciones más profundas.
¿A quién vamos a ir?Si no podemos imaginarnos en otro lado y deseamos morir en el seno de esta Familia Religiosa vistiendo el hábito de Servidoras.
Con los votos perpetuos queremos decir sí al llamado de Cristo y comprometernos a no ser esquivas a la aventura misionera y llevar a todos los hombres esa Palabra que da la vida eterna. El mundo, aunque lo niegue, tiene una desesperante sed de Dios y nosotras queremos mostrar a ese mundo que Cristo vale la pena, porque no solo da la vida sino que Él es la vida misma.
Con los votos perpetuos, al igual que Pedro, profesamos nuestra fe y buscamos la irresistible mirada de Jesús que nos ha cautivado. Y le damos nuestra vida para que la hermosee con su Cruz, porque es la Cruz lo que hay que esperar para la esposa de un Crucificado.
Nosotras no queremos esperar la muerte para alcanzar el Cielo, porque los votos nos lo anticipan.
Pedimos la protección de nuestra Madre, la Virgen de Luján, la de su esposo San José, patrono de las vírgenes y la de San Juan Pablo Magno, Padre de nuestra amada Familia Religiosa. Y las oraciones de cada uno de ustedes por nuestra fidelidad, para que Dios finalice la obra que ha comenzado.
¡Viva la Misión! ¡Viva nuestra Familia Religiosa!
Hermana Maria del Magnificat
Homilía predicada por el R.P. Alberto Barattero en el Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad”
Homilía predicada por el R.P. Alberto Barattero en el Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad” con ocasión de la admisión definitiva de María del Cielo Leyes a la vida contemplativa el día 8 de diciembre de 2014 “Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María”
Una vez, en los Pirineos, tres niñas salieron de su casa para recoger un poco de leña para el fuego. Pero cuando estaban atravesando un pequeño río, una de las tres, que aún no había cruzado, vio en una gruta que había allí, una Señora vestida de luz, toda resplandeciente y apacible, de una belleza incomparable. Y a la pregunta de la niña –que no la reconoció–: “¿Quién eres? Por favor, dime ¿quién eres?”, esta Señora, como haciendo una síntesis, como reconcentrando en pocas palabras todo su misterio, le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Podemos decir que, en cierto sentido, el gran secreto de la Virgen, aquel que le ha permitido ser la Madre del Salvador y sobrellevar todas las consecuencias de esta maternidad, fue la gran vida interior que tuvo gracias a su Inmaculada Concepción. “Fue el Espíritu Santo quien, llenando de gracia a la persona de María en el primer instante de su concepción, la redimió de modo más sublime, haciéndola Inmaculada”[1].
Es decir, por el hecho de que la Virgen María fue Inmaculada, Ella ha sido revestida de las gracias del Espíritu Santo desde el primer instante de su concepción. Y por eso dice Santo Tomás que el primer efecto o la primera consecuencia de la acción del Espíritu Santo en la Virgen María, de este revestimiento de gracia que no permitió que fuera manchada por el pecado, fue el “en el recogimiento sobre uno solo y en la elevación por encima de la multitud”[2], es decir, reunir todas sus potencias en una única actividad, en la contemplación de Dios: ésta era la vida interior de la Virgen.
Sin embargo, para entender mejor la vida interior de la Virgen, para penetrar un poco aquella grandeza de ánimo de la Virgen, podemos ver su relación con su Divino Esposo, el Espíritu Santo, a través de sus dones. Pero, en primer lugar, recordemos qué son los dones del Espíritu Santo, y luego veremos el efecto de algunos de estos dones en la Virgen.
1. Los dones del Espíritu Santo
Los dones del Espíritu Santo son cualidades sobrenaturales que Dios nos da junto con la gracia y las virtudes infusas, por medio de las cuales el hombre se dispone a obedecer prontamente a las mociones del Espíritu Santo que habita en nosotros. Es decir, por medio de los dones, el Espíritu Santo comienza a ser el motor de nuestras acciones (evidentemente nosotros debemos ser dóciles al Espíritu Santo, para que así Él pueda ser el motor de nuestras acciones).
Pero esta inspiración de Dios, que hace que nuestras potencias obren movidas por el Espíritu Santo, es distinta de aquella moción ordinaria de Dios para hacer el bien y evitar el mal, porque es un impulso especial, una moción directiva para ejecutar aquí y ahora lo que el Espíritu Santo nos inspira y que no podemos hacer con nuestras solas fuerzas naturales.
Por eso, los dones del Espíritu Santo nos hacen obrar de un modo sobrenatural (es decir, por encima del modo humano de obrar), por una cierta amorosa connaturalidad de las cosas divinas y por una cierta experiencia afectiva de ellas.
Por eso, a diferencia de los actos de las virtudes infusas –en las cuales Dios es causa principal primera y nosotros somos la causa principal segunda–, en los actos producidos por los dones del Espíritu Santo, Dios es causa principal única y nosotros somos solo causa instrumental; por tanto, estos actos son formalmente divinos y sólo materialmente humanos. Sin embargo, como es la libertad humana la que deja espacio a la acción divina (hay una absoluta docilidad a Dios), el que sea humano sólo materialmente no disminuye en absoluto el mérito del alma en esa acción.
Y la Virgen, por ser llena de gracia y de caridad, poseía en un grado altísimo los dones del Espíritu Santo, y, como fiel Esposa Suya, fue absolutamente dócil a sus mociones; por eso se puede decir que Ella fue movida y gobernada en todo por el Espíritu Santo.
2. Los dones en la Virgen (fortaleza y piedad)
El don de fortaleza da al alma una energía inquebrantable en la práctica de la virtud, porque nos hace practicar la virtud de un modo sobrehumano. Tal vez una de las más bellas expresiones de lo que hace este don en el alma es la que escribió Santa Teresa de Jesús: “Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino…”[3].
Y como consecuencia de esto, hace que el alma sea audaz y valerosa frente a todos los peligros, frente a todos los enemigos, porque tiene una confianza extraordinaria en Dios; los que se dejan mover por el Espíritu Santo a través de este don, tienen una energía sobrehumana, hasta el punto de estar dispuestos al martirio.
Pero este don no sólo da una fuerza extraordinaria para sobrellevar lo extraordinario, sino también para vivir heroicamente lo ordinario, es decir, da fuerza para sufrir ese martirio invisible –pero a menudo más difícil– que es la práctica heroica de cumplir el propio deber cada día, es decir, la fidelidad en el cumplimiento de los deberes sin la más pequeña infracción voluntaria, que constituye un verdadero martirio de pequeños alfilerazos.
Este don en María tiene su particularidad en cuanto que Ella, más que ningún hombre excepto Jesús, ha sufrido tanto; por esto se dice que Ella debió sufrir un verdadero martirio junto a la Cruz de su Hijo: el martirio del corazón. Pero para soportar estos arduos y graves dolores, no bastaban las fuerzas humanas, ni siquiera la sola virtud de la fortaleza, sino que era necesaria una fuerza especial, y esta fuerza la recibió del Espíritu Santo a través del don de fortaleza.
“Fue el Espíritu Santo quien sostuvo el ánimo de la Madre de Jesús, presente al pie de la cruz, inspirándole, como en la Anunciación, el fiat a la voluntad del Padre celeste, que quería estuviera maternalmente asociada al sacrificio del Hijo para la Redención del género humano”[4].
El don de piedad, por medio del cual el alma siente una gran ternura filial por Dios Padre y un total abandono en sus manos, esa ternura, ese amoroso abandono de la Virgen por Dios Padre, está perfectamente expresado en este doble fiat de la Virgen a la Voluntad del Padre –como decía la Carta de Pablo VI–. Pero el don de piedad nos hace ver una gran veneración por la paternidad del Padre respecto del Verbo Eterno, es decir, una gran complacencia y adoración no sólo porque Dios es mi Padre, sino porque Dios es Padre del Verbo. Justamente esta adoración manifestó la Virgen cuando Jesús le dijo: ¿No sabéis que Yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lc 2,49). Ella, aun no comprendiendo, en un profundo gesto de adoración de este misterio trinitario, conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2,51).
Además, el don de piedad nos hace ver y amar al prójimo como un hijo de Dios, y sin duda la Virgen ama a todos los hombres, hasta el punto de aceptar el oficio de Madre, movida por el Espíritu Santo, como dice Pablo VI: “Fue el mismo Espíritu Santo quien dilató con inmensa caridad el Corazón de la Madre dolorosa para acoger de labios del Hijo, como su último testamento, la misión de Madre […] de toda la humanidad” y también rezando por todos nosotros “fue nuevamente el Espíritu Santo quien elevó a María, en alas de la más ferviente caridad, al oficio de Orante por excelencia”[5].
Conclusión
La tradición asemeja la belleza de la Virgen María a la belleza de la luna (pulchra ut luna (Cant 6,10)). La imagen es muy profunda y habla de la interioridad de la Virgen, porque así como la luna refleja la luz del sol, así la Virgen, por su profunda espiritualidad, refleja la luz de Dios.
[1]Pablo VI, Carta al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional.
[2]S. Th., III, 27, 3 ad 3: “mentem eius magis in unum colligens et a multitudine sustollens”
[3]Santa Teresa, Camino de perfección, 21, 2.
[4]Pablo VI, Carta al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional.
[5]Id.