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Sermón en el día de San Juan Pablo Magno, Padre Espiritual de la Familia Religiosa

Como todos los años, hemos celebrado con inmensa alegría y con espíritu de filial gratitud, a quien fuera llamado “Padre espiritual” de nuestra Familia Religiosa por el estrecho vínculo que la Providencia divina ha establecido entre nosotros. En Roma, pudimos participar de la celebración en el Altar de la Cátedra de San Pedro, presidida por el R.P. Gustavo Nieto, Superior General del IVE y concelebrada por numerosos Sacerdotes. Luego de la Santa Misa nos reunimos con la mayoría de las Hermanas presentes en Italia en la Casa Procura, compartiendo el almuerzo y posterior momento festivo. Publicamos en esta ocasión la hermosa Homilía pronunciada por el R.P. Ricardo Clarey, IVE.

Juan Pablo II, unido a la misericordia y a la Pasión de Cristo

En Cracovia, en el Santuario de la Divina Misericordia, el 7 de junio de 1997 San Juan Pablo II afirmaba: “Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la Divina Misericordia. Es como si la historia lo hubiera inscrito en la trágica experiencia de la segunda guerra mundial. En esos años difíciles fue un apoyo particular y una fuente inagotable de esperanza, no sólo para los habitantes de Cracovia, sino también para la nación entera. Ésta ha sido también mi experiencia personal, que he llevado conmigo a la Sede de Pedro y que, en cierto sentido, forma la imagen de este pontificado”.

Ésta es una clara realidad: el mensaje de la divina misericordia y de su plena manifestación en la dolorosa Pasión de Cristo ha formado verdaderamente la imagen de su servicio como Sucesor de Pedro. Una clara realidad también para nuestra Familia Religiosa, que en este día quiere alabar a Dios por las maravillas que la gracia de Dios ha obrado en este santo pastor para nuestro tiempo. Con su enseñanza y con las acciones de su vida, San Juan Pablo II ha pedido a Dios en nombre de la Iglesia entera: Por Su dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.

1. La misericordia de Dios en el perdón y en la misericordia

El mal, sobre todo el mal moral, es decir, el pecado, es una realidad que lamentablemente nos rodea, la encontramos en tantos lugares y momentos de nuestra vida. Y el pecado ¿qué es? Nada más y nada menos que un desprecio de la misericordia, un intento de arruinar el plan salvífico de Dios; el pecado tiene esa terrible propiedad de anular y de hacer vano el designio de Dios… aparentemente.

Porque, en efecto, Dios tiene poder sobre el pecado y sobre el mal. Pero ¿quién o qué cosa regulará su poder divino: la justicia o la misericordia? Se trata de una ofensa, de la subversión del orden admirable, más aún, del rechazo de la bondad que usó Dios con nosotros al crearnos y llamarnos a Su vida íntima. Parecería entonces que la misericordia debe regir el obrar de la Sabiduría y del poder divino. Y, sin embargo, sin renunciar a los derechos de la justicia, será la misericordia divina la que dictará la ley al divino poder, como recuerda San Luis María de Montfort.

Y con su misericordia Dios mostrará no solamente su bondad y su sabiduría, sino también su omnipotencia. En efecto, “San Agustín afirma que “la justificación del impío […] es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra” […] porque “el cielo y la tierra pasarán, mientras […] la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán”. Dice incluso que la justificación de los pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta una misericordia mayor”[1].

¿Y dónde contemplamos tal prodigio de la sabiduría, de la bondad y del poder de este Dios misericordioso? Sobre todo en la Sabiduría divina hecha carne por nosotros y por nuestro rescate, es decir, en Jesús. “En Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia». Cristo […] no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que, además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia» (Ef 2, 4).”[2] Y esto lo hace principalmente a través de los sufrimientos de su Pasión y muerte en cruz.

2. Cristo une nuestros sufrimientos a los suyos y nuestro amor al suyo

Como nos ha enseñado de un modo maravilloso el Papa Magno, dado que Cristo ha sufrido tanto, y todo a favor nuestro, lo primero que debemos tener presente es que con Cristo el dolor y el sufrimiento ya no son absurdos o estériles. Esto puede parecerle así a quien no tiene la luz de la fe, pero no a quien mira a Cristo crucificado. Él ha querido asumir el sufrimiento en su propia carne y en su propia alma. “En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo —sin culpa alguna propia— cargó sobre sí «el mal total del pecado». La experiencia de este mal determinó la medida incomparable de sufrimiento de Cristo que se convirtió en el precio de la redención”[3].

Más aún: no solamente el sufrimiento y el dolor de Cristo es valiosísimo para nuestra salvación y ha sido el instrumento de nuestro rescate, sino que podemos participar de él, para ofrecernos como víctimas a Dios. Podemos entonces participar de los sufrimientos de Cristo y unir nuestro pequeño granito de arena a la gran obra de la redención. Es esta una realidad que ya el Apóstol San Pablo había enseñado: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia. Y explica San Juan Pablo II: “En el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En cuanto el hombre se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo —en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia—, en tanto a su manera completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo”[4].

Esta realidad y su íntima percepción con la luz de la fe y del trato íntimo con Cristo caracterizaron la vida de los santos, beneficiados con la sabiduría de la cruz y con la alegría de la cruz. San Luis María de Montfort subraya: “Es un favor que la Sabiduría eterna concede exclusivamente a sus amigos tan íntimos y como premio a sus constantes oraciones, deseos y súplicas. Cristo favorecía más a los apóstoles y a los mártires haciéndoles partícipes de su cruz en las humillaciones, en la pobreza y en los más crueles tormentos, que otorgándoles el don de hacer milagros y de convertir al mundo entero.”[5]

3. Todo esto lo vivió Juan Pablo II

Recordaba el Papa Benedicto XVI a los miembros de la Curia Romana en la Navidad de 2005, hablando de las imágenes quizás más gráficas de esta unión del Papa Magno con los sufrimientos de Jesús: “Para nosotros son inolvidables las imágenes del Domingo de Ramos, cuando, con el ramo de olivo en la mano y marcado por el dolor, se asomaba a la ventana y nos daba la bendición del Señor que se disponía a encaminarse hacia la Cruz. Después está la imagen de cuando, en su capilla privada, teniendo en la mano el crucifijo, participaba en el Vía Crucis del Coliseo, donde tantas veces había guiado la procesión, llevando él mismo la Cruz. Por último, queda la bendición muda del Domingo de Pascua, en la que, a través de todo el dolor, veíamos resplandecer la promesa de la resurrección, de la vida eterna. El Santo Padre, con sus palabras y obras, nos ha dado grandes cosas; pero no es menos importante la lección que nos ha dado desde la cátedra del sufrimiento y del silencio”.

Realmente, San Juan Pablo II además de ser un maestro y un guía en el sentido del dolor de Cristo y de los hombres unidos a Cristo, ha sido él mismo un hombre acostumbrado al sufrimiento, un auténtico varón de dolores, como dice Isaías sobre el Siervo de Yahvé[6]. Ya desde su niñez y juventud, con la pérdida de la madre, del hermano y más tarde del padre, al enfrentar el drama de la pobreza y de la guerra, al sufrir la persecución nazi y la comunista.

Y también como Papa el dolor lo acompañó siempre: la tensión y el cansancio de los más de veinticinco años de intensísimo Pontificado, el atentado de 1981 con sus consecuencias físicas, las contradicciones que tuvo que soportar (del marxismo, del liberalismo triunfante después de 1989, del progresismo teológico en el seno de la Iglesia, de tantas personas buenas que con mirada estrecha no comprendían gestos y actitudes suyas, etc.), y finalmente su última enfermedad y agonía.

Podemos aplicarle aquellas palabras que San Juan Crisóstomo dice del primer y glorioso antecesor de Juan Pablo II: “Más feliz era San Pedro en la cárcel que en el Tabor, en medio de la gloria, y más glorioso era llevando las cadenas en sus pies que las llaves del paraíso en sus manos” [7]. Glorioso y feliz, paradójicamente, como Juan Pablo II, que con sus palabras y sus obras imploró y nos enseñó a suplicar día tras día al justo Juez: Por su dolorosa Pasión, ten piedad de nosotros y del mundo entero.

El Señor conceda, por intercesión de la Virgen de los Dolores y de San Juan Pablo II, para cada uno de nosotros y para nuestra Familia Religiosa, la gracia de imitar al Papa Magno en su unión con Cristo en su Pasión y cruz, como dóciles instrumentos de la misericordia de Dios.

Familia Religiosa del Verbo Encarnado

 


[1]Catecismo de la Iglesia Católica,1994.

[2]San Juan Pablo II, Dives in misericordia, 2.

[3]San Juan Pablo II, Salvifici doloris, 19.

[4]Ibidem, 24.

[5]San Luis M. Grignion de Montfort, El amor de la Sabiduría eterna, parte III, cap. 14.

[6]Is 52, 13 – 53, 12.

[7]San Juan Crisóstomo, Commentarium in epistola ad Ephesios, hom. VIII, cap. IV, n. 1.

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