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Versión virtual. Año XXII. N° 331

Roma, 13 de marzo de 2017

Homilía predicada por el R.P. Gustavo Nieto, en la Santa Misa de acción de gracias por el año concluido 2016 en la Casa Procura Generalicia, Roma

El pasado 31 de diciembre, primeras vísperas de la Solemnidad de María Madre de Dios, nos reunimos con las hermanas de la Casa Provincial en la capilla de la Procura Generalicia de las SSVM para dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos en el año concluido con la Santa Misa y el canto del Te Deum. A continuación publicamos la homilía pronunciada por el P. Gustavo Nieto, Superior General del IVE.

Te Deum

Queridos todos, nos hemos reunido hoy para dar gracias a Dios nuestro Señor por todos los beneficios recibidos durante el año que está a punto de terminar. Y lo hacemos del mejor modo que se puede ser agradecidos con Dios, es decir, mediante la celebración de la Santa Misa, de la Eucaristía, que significa acción de gracias, y a través del canto del Te Deum, himno que la tradición atribuye a San Ambrosio y a San Agustín: se dice que ante la alegría del bautismo de San Agustín, San Ambrosio proclamaba el himno y San Agustín lo repetía (siglo IV).

En la “tarde del 31 de diciembre se entrecruzan siempre dos perspectivas diversas:  la primera, vinculada al fin del año civil; la segunda, a la solemnidad litúrgica de María Santísima Madre de Dios, que concluye la Octava de la santa Navidad. El primer acontecimiento es común a todos; el segundo es propio de los cristianos”[1].

Esta realidad, confiere a esta celebración vespertina, siempre, un carácter singular, un clima espiritual particular que invita a la reflexión; a una reflexión que, ante la consideración del paso del tiempo y de la Encarnación del Verbo, se hace ineludible y que es la consideración sobre el misterio mismo de “la vida” de “nuestra vida”, frágil y fugaz como el paso del tiempo, pero al mismo tiempo sólida y permanente por el hecho de la Encarnación del Verbo.

1. El fin del año civil

En primer lugar, este día nos enfrenta ante el misterio de la vida misma, ilustrado de una manera muy singular y muy profunda en el hecho de que la vida pasa, que el tiempo transcurre, que lo que pasa no vuelve a suceder nunca más. Esto si bien es muy simple, no deja de ser muy profundo y trascendente al mismo tiempo. Por algo decía San Pedro Fabro (uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, canonizado hace poco): “el paso del tiempo es el gran mensajero de Dios”. Aun los que no tienen una visión cristiana de la vida se enfrentan ante esta realidad, en estas horas se piensa siempre en los acontecimientos que han pasado, en las personas que han influido de una u otra manera en nuestros días. En una palabra, hay como una invitación implícita a reflexionar sobre el paso del tiempo y al mismo tiempo sobre el misterio de la vida. Es importante, pues, sacar frutos de estos días de una manera sapiencial y profunda.

El mundo, por otra parte, no lo hace. El mundo se pierde en festejos y diversiones, pero para nosotros no debería ser jamás así, porque “el paso del tiempo es el gran mensajero de Dios” para nuestras almas y es por tanto tiempo para sacar provecho.

En este sentido, decía el papa Benedicto “en las últimas horas de cada año solar asistimos al repetirse de algunos ritos mundanos que, en el contexto actual, están marcados sobre todo por la diversión, con frecuencia vivida como evasión de la realidad, como para exorcizar los aspectos negativos y favorecer improbables golpes de suerte. ¡Cuán diversa debe ser la actitud de la comunidad cristiana”[2].

Y aquí entra la Solemnidad de María, Madre de Dios y la Encarnación del Verbo. “La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle “las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos”[3].

Parece de esta manera que estos dos acontecimientos que se entrecruzan al mismo tiempo se iluminan, el paso del tiempo con su fugacidad y su vanidad y al mismo tiempo la celebración de la plenitud de los tiempos como centro de la vida del hombre.

Hablando precisamente de la visión mundana de la vida y de cómo se festeja en estos tiempos los últimos días del año, continuaba el papa Benedicto “Así pues, se confrontan dos valoraciones de la dimensión tiempo, una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la plenitud de los tiempos (Ga 4,4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo”.

Esto es muy importante y es lo que da la verdadera dimensión al cierre del año y a lo que San Agustín llama “el misterio del tiempo y la eternidad”. Por un lado, ante esta realidad del “misterio del tiempo” somos llamados a considerar con total seriedad y con la mayor profundidad posible el misterio de la vida, pero no de la vida en general sino de “nuestra vida particular”, de los acontecimientos que nos suceden, de la exclusividad de los mismos, de la irrepetibilidad de los mismos (lo que sucedió, sucedió), de la gracia que hay en cada uno de ellos (lo decía San Alberto Hurtado, cada acontecimiento que sucede en mi vida, tiene siempre un aspecto divino). Hasta los mundanos lo hacen, pensando en lo que pasó, en las personas que ya no están con nosotros, etc.

Por otro lado, la realidad del “misterio del tiempo” y del transcurrirse de acontecimientos sobre acontecimientos, es una invitación a pensar en la eternidad, en el final del camino de la vida, al final de nuestro camino terreno. Hubo un comienzo y habrá un final, un tiempo para nacer y un tiempo para morir (Qo 3, 2), que a medida que los años pasan se presenta cada vez más cercano.

“Con esta verdad, bastante simple y fundamental -decía el Papa-, así como descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y también nuestros días”.

Mucho se podría decir del valor del tiempo, que ciertamente es muy provechoso. Hay un famoso sermón de San Alfonso María de Ligorio en el que habla sobre el valor del tiempo y de cómo emplearlo bien. De todas maneras, esta consideración quedaría siempre incompleta sin una reflexión al mismo tiempo profunda y responsable sobre cuál debe ser nuestra actitud ante este misterio que nos envuelve y nos define en cierta manera.

¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la vida? ¿Nuestra actitud ante el paso del tiempo, de “nuestro tiempo”, el que Dios nos ha dado y nos hace palpar de una manera tan tangible? ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante los acontecimientos que nos rodean? ¿ante la realidad que nos circunda?

Esto implica, es cierto, como lo señalaba hace poco el Papa Francisco, un examen de conciencia de cómo se ha vivido, de lo que se ha ganado y de lo que se ha perdido en este sentido, sobre qué profundidad se le ha dado a los distintos acontecimientos y vicisitudes, de qué dimensiones se los ha rodeado, en otras palabras, cómo se los ha comprendido y se los ha iluminado.

2. La Solemnidad de María, Madre de Dios

Encuentra aquí su lugar de una manera particular la celebración litúrgica de la cual estamos celebrando las primeras vísperas, que es la de Santa María, Madre de Dios, que ante el misterio del transcurrir del tiempo nos presenta el misterio de la plenitud de los tiempos (como se ha leído en la segunda lectura) cuando Dios envió a su hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para liberarnos a nosotros que estábamos bajo el yugo de la ley.

– La primera respuesta ante el misterio de la vida se encuentra en la Sagrada Escritura, y la trajo a colación San Juan Pablo II en unas vísperas que celebró en la Basílica de San Pedro el 31 de diciembre de 2001, a pocos días de concluir el gran Jubileo del año 2000 y se basa en las virtudes de la humildad y la confianza, sobre las que se construye siempre, siempre, una base segura para edificar luego la vida teologal en el alma.

 “Señor, ¿es este el tiempo?” (decía el Santo Padre) ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber “antes” lo que sucederá “después”, para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hech 1, 6-7). Pero añadió: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (…)hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud “nueva” con respecto al tiempo”[4].

Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.

– Pero hay una segunda actitud que se desprende de esta primera y con la cual se debe enfrentar la vida, y esto es clave: es la centralidad de Jesucristo, en todo lo que sucede, en todo lo que pasa. Es ahí donde se revela el misterio del hombre, el misterio de su fugacidad en esta tierra.

Les decía recién que siempre en este día se lee el texto de la Carta a los Gálatas, en el que se habla de la Encarnación que se dio en la plenitud de los tiempos.  De nuevo al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (Ga 4, 4).

Lo explica el santo Padre con estas palabras “Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente.

En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el todavía no del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el “ya” de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo.

Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra”[5].

Es así que la tensión del alma humana o el drama del hombre encuentra luz, sosiego y tranquilidad solamente en el misterio del Verbo Encarnado, del Verbo que irrumpe en la historia para llenarla de sentido y de finalidad.

Estos textos de Benedicto XVI, iluminan lo que estamos diciendo: “Otro año llega a su término, mientras que, con la inquietud, los deseos y las esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo. Si pensamos en la experiencia de la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que es en el fondo. Por eso, muchas veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a nuestros días? Más concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y dolor? Esta es una pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de cada generación y de cada ser humano.

Pero hay una respuesta a este interrogante: se encuentra escrita en el rostro de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el Viviente, resucitado para siempre de la muerte. En el tejido de la humanidad, desgarrado por tantas injusticias, maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad gozosa y liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y nacimiento nos permite contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno ha entrado en nuestra historia y está presente de modo único en la persona de Jesús, su Hijo hecho hombre, nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar radicalmente la humanidad y liberarla del pecado y de la muerte, para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios. La Navidad no se refiere sólo al cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne directamente, sino que nos la regala nuevamente de modo misterioso y real.

Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4, 4-5). Estas palabras tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque desde el día en que nació el Señor la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros. Así pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno definitivo. Desde que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más esclavo de un tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno.

La Iglesia vive y profesa esta verdad y quiere proclamarla en la actualidad con renovado vigor espiritual”[6].

Queridos Hermanos: es precisamente por esto, principal y eminentemente, que en esta liturgia, mientras nos despedimos del año que queda definitivamente en el pasado, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo. Y es por eso que cantamos el Te Deum, que es un himno de acción de gracias a Dios Padre por la Encarnación de Jesucristo. Lo hemos cantado tantas veces que puede ser que se nos pase por alto la belleza que encierran sus versos.

Después de la acción de gracias a Dios y la alabanza al Verbo Encarnado, el himno termina con una petición y una determinación que bien deberíamos clavar en nuestra alma para que se convierta en una convicción que ilumine el nuevo año que se inicia: In te, Domine speravi, non confundar in aeternum –En ti señor confié, no me veré jamás defraudado.

Que la Santísima Virgen nos conceda la gracia de vivir siempre con la luz de esta fe en nuestra alma.

 


[1]S.S. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de María Madre de Dios, 31 de diciembre de 2006.

[2]Ibidem.

[3]Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et spes, 1.

[4]S.S. Juan Pablo II, Homilía al final del canto del Te Deum, 31 de diciembre de 2001.

[5]Ibidem.

[6]S.S. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios y canto del Te Deum, Basílica Vaticana, 31 de diciembre de 2011.

Nueva Fundación de las SSVM en Alcoy (Valencia) – España

El 9 de febrero las hermanas de la Provincia de España concretaron una nueva fundación en Alcoy, Valencia. Se trata de un antiguo Monasterio en el que sucedió un milagro eucarístico. La Madre Dolorosa nos relata en esta crónica los detalles de la reciente fundación y la historia del Monasterio y del milagro eucarístico.

Queridos todos en el Verbo Encarnado:

En esta crónica queremos hacer partícipe a toda la Familia Religiosa de la llegada de las Servidoras, el día 9 de febrero, a la ciudad de Alcoy, diócesis de Valencia, España.

Las hermanas Agustinas Descalzas de San Juan de Ribera, a quienes debemos la fundación del monasterio de los Santos Patronos de Europa, en L’Ollería (Valencia), solicitaron a nuestro Instituto que nos hagamos cargo de su casa madre “Monasterio del Santo Sepulcro”, que conserva la imagen del así llamado “Jesuset del Miracle”, Niño Jesús del Milagro, testigo privilegiado de un milagro eucarístico. Este convento ha estado durante cuatro años a cargo de las Hermanas “Carmelitas Mensajeras del Espíritu Santo”. La despedida de estas hermanas ha estado prevista para el sábado 11 de febrero, por lo cual ambas comunidades han compartido algunos días juntas en la casa, con el fin de asesorarnos sobre el manejo de la misma.

Momentáneamente, y hasta que se pueda destinar a hermanas de vida monástica a esta naciente fundación de las Servidoras, algunos miembros de la Comunidad de los Santos Patronos de Europa y hermanas de vida apostólica de nuestra Provincia, se irán turnando para mantener viva la presencia religiosa y el culto eucarístico de la Santa Misa y adoración en dicho Monasterio, el único de religiosas de clausura de la ciudad de Alcoy (una ciudad de aproximadamente 60.000 habitantes).

El Convento es muy grande y está preciosamente decorado con mosaicos de valor artístico, como así también con hermosas imágenes y pinturas. Su fundación y misión contemplativa ha estado vinculado a un milagro eucarístico de fines del s. XVI, ocurrido en lo que hoy es una capilla lateral del templo. La fecha nos remonta a los acontecimientos de la así llamada Reforma protestante (de la cual se están por cumplir 500 años), y podemos considerar este hecho como una de las respuestas que, junto con el Concilio de Trento y demás acontecimientos eclesiales de la época, dispuso Dios para defensa y aumento de la devoción a la Sagrada Eucaristía en los fieles cristianos.

Dado que el año que viene se celebran los 450 años del milagro, la nueva fundación queda enmarcada en los preparativos y celebración del evento. He aquí la historia. Corría el año 1568. Era la tarde del 29 de enero cuando Joan Prats natural de Francia, aunque llevaba años en Alcoy, un hombre ateo, de oficio tundidor de paños, entró en la parroquia de Santa María. Abriendo el Sagrario se apoderó de una cajita de plata que contenía unas cuarenta formas consagradas, así como también de un relicario y la custodia. Cuando llegó a su casa, y aprovechando la ausencia de su esposa, escondió lo robado envuelto en un paño, después de haberse comido el sagrado contenido de la caja de plata. Cavó un hoyo en el establo y colocó lo robado allí, dejando fuera la escudilla de la custodia, que ocultó luego en otro lugar de la cuadra, sin enterrarla.

Al día siguiente, el sacerdote mosén Miguel Soler entró al templo a rezar, y enterado del robo, salió a la plaza junto con el sacristán, gritando: “Buscad al Señor del mundo que nos lo han robado del sagrario”. La gente, apenada, acudió a la llamada y se pusieron a buscar, e incluso las autoridades ofrecieron una recompensa de 30 libras (suma cuantiosa en ese entonces) a quien encontrase lo robado y apresase el ladrón. La sospecha recayó sobre Joan Prats, y por dos veces se registró su casa. La segunda pesquisa tuvo éxito cuando Juan Esteve, un alcoyano, encontró primero la escudilla de plata y luego los objetos enterrados. Acudió fray Nicolau Moltó a recoger el tesoro, y en la cajita milagrosamente se encontraban tres formas consagradas. Cuando posteriormente Joan Prats fue interrogado, contestó que no se explicaba cómo habían quedado allí, pues él estaba seguro de haberlas comido todas.

Unida a los hechos del robo y hallazgo del Santísimo Sacramento, está la milagrosa intervención del Niño Jesús. Según actas de la época, esta imagen era propiedad de una viuda llamada Na Miralles, conocida también con el nombre de Argentina, la cual tenía dos casas en la misma calle, una de las cuales alquilaba a Joan Prats.  La imagen tenía el brazo derecho en alto con dos dedos hacia arriba, las piernas rectas y sin estar encorvado. Al enterarse del robo, la viuda fue a la habitación donde estaba y le rogó que intercediera para que se encontrase el Santísimo Sacramento. Cuando regresó, luego del hallazgo, se dio cuenta que dicha imagen “sufrió una inclinación del cuerpo, torsión del mismo, torcedura de una pierna, y variación del brazo, mano y dedos de su parte derecha, así como un cambio en la dirección de sus ojos”. La dirección hacia donde apuntaba ahora, era el lugar donde había sido encontrado el Santísimo Sacramento. Al no haber estado nadie presente durante el cambio de la imagen, se considera que el milagro no fue la causa del descubrimiento del sacrílego robo, sino que se considera “un testigo perenne que recuerda aquel acontecimiento”. Dicha imagen sufrió los avatares de la España de 1936, sobreviviendo a los bombardeos y registros de los perseguidores de la fe y ha gozado siempre de la devoción del pueblo, celebrado juntamente con el hallazgo en una sola solemnidad, con privilegio de la Santa Sede para procesión y Misa de Corpus Christi el día 29 de enero.

San Juan de Ribera quiso que la capilla –hoy una magnífica Iglesia– estuviera custodiada por la presencia de religiosas de vida contemplativa, estableciendo la Orden de las Agustinas descalzas en 1596, para permanente adoración y reparación al Santísimo Sacramento. En la Iglesia, a pocos metros del lugar del hallazgo, conmemorado por una imagen de Cristo yacente en una urna de cristal (llamado “Del Santo Sepulcro”, porque las Hostias consagradas estuvieron ocultas en ese sitio 3 días), se yergue un altar coronado por la imagen del Niño del Milagro, el cual se puede ver también desde un camarín ubicado atrás del altar.

La Iglesia ha tenido adoración permanente durante muchos años, y es de esperar que se pueda ir retomando de a poco, y en la medida que la Comunidad monástica aumente. Dando gracias a Dios por este nuevo monasterio en Valencia, diócesis privilegiada que conserva el Santo Cáliz de la Cena del Señor y confiando en la Divina Providencia que dispone los tiempos y las personas para obrar sus maravillosos planes de salvación, encomendamos a sus oraciones esta nueva misión de nuestra Familia Religiosa. Al monasterio se le ha confiado como intención particular de oración, la educación.

Que la Virgen de los Lirios, Patrona de los alcoyanos, y el Niño Jesús del Milagro, nos alcancen la pureza de corazón de los verdaderos adoradores y amantes de la Santa Eucaristía.

M. María Dolorosa y hermanas de la Provincia “Nuestra Señora del Pilar”.