Roma, 29 de febrero de 2020
Fundaciones de las Servidoras
Como dice la Instrucción Verbi Sponsa, “las monjas de clausura, en la escucha unánime y en la acogida amorosa de la palabra del Padre…, permanecen siempre con Él en el monte santo (2 Pe 1, 17-18) y, fijando la mirada en Jesucristo, envueltas por la nube de la presencia divina, se adhieren plenamente al Señor”[1]. Por gracia de Dios, hemos podido sentar nuestra presencia contemplativa en un nuevo país, ya que el pasado 10 de febrero inauguramos la comunidad del monasterio “Santa Lutgarda”, con la intención específica de implorar “para que los Sagrados Corazones reinen en la sociedad, especialmente a través del apostolado y santificación de los laicos, y en particular por los miembros de la Tercera Orden”. La nueva fundación, en la ciudad de Velzeke, diócesis de Gante, estará asistida por la nueva comunidad apostólica “San Damián”, que ayudará en diversos trabajos de la diócesis.
Hermanas M. Sol de Justicia, M. Reina del Paraíso, Marie Notre Dame Fleur du Carmel, Mons. Msgr Luc Van Looy, Hna. M. Am Kreuz y Madre M. Porta Coeli
Enseña nuestro derecho propio, al referirse a las casas de acogidas para jóvenes, que “es al mismo Jesús a quien queremos servir en cada una de las jóvenes que se nos confían: Aquello que hicisteis por estos mis humildes pequeños, por Mí lo hicisteis (Mt 25, 40). Por esto buscamos darles los medios necesarios para un sano desarrollo humano en orden a la salvación de sus almas”. Es con esta noble intención que asumimos la atención de la “Casa de la Niña de Loreto”, el pasado día 20 de febrero, memoria litúrgica de Santa Jacinta Marto, en Iquitos, en la selva amazónica peruana. La obra que llevarán adelante las hermanas fue iniciada hace 40 años y alberga más de 60 niñas y jóvenes.
Hna. M. de Cristo Triunfante, Madre M. Cor Dulce, M. M. Mater Passionis y Hna. M. Perla del Plata
[1]Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción Verbi Sponsa sobre la clausura de las monjas, 1.
Cambio de nombre de las Servidoras
El día 2 de febrero, en la celebración de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, recibió su nuevo nombre la novicia contemplativa argentina Nidia Acosta, quien desde ahora en adelante, para ocultarse al mundo y consagrarse a Dios, llevará el nombre de “María Madre de los cautivos”.
Comunidad contemplativa Santa Teresa de los Andes en San Rafael, Argentina
Homilía del R. P. Ricardo Clarey, IVE, predicada en la capilla de la Procura Generalicia de las Servidoras el domingo 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el Templo y día en que la Iglesia celebra la Jornada de la Vida Consagrada
En este día en que se realiza la Jornada de la Vida Consagrada, tenemos una ocasión propicia para recordar nuestra propia consagración religiosa, sellada con la profesión de votos perpetuos, dicha con un sí en el tiempo, en un momento y en un lugar de la historia. Ese sí condicionó toda nuestra vida, pero pasó el sonido y quizás hasta el recuerdo, como todas las cosas en este mundo. Y, sin embargo, fue un sí que entrañaba eternidad. ¿Cómo es posible?
1) El tiempo y la eternidad están separados…
La palabra de Dios ha dado el ser a todas las cosas, al pensarlas y quererlas desde toda la eternidad y al crearlas en el tiempo, sobre todo al crear al hombre, hecho a su imagen y semejanza y capaz de conocer y amar al mismo Dios. No obstante, hay siempre una distancia infinita entre Dios y la creatura. A esta primera distancia infinita se agregó una segunda, más profunda aún: el pecado. Es llamativo cómo en el relato del pecado original que nos trae el Génesis, cuando Adán y Eva escuchan que Dios se acerca y los llama, se esconden.
Con la presencia del pecado la voz de Dios se hizo cada vez más tenue, y las voces humanas cada vez más confusas y desesperadas. El mundo moderno, que ha abandonado a Dios, también se siente encerrado en las voces pasajeras, se siente encarcelado en el tiempo. El viejo paganismo lo experimentó, pero es mucho más terrible en la moderna apostasía. Significativamente, “Ser y tiempo” es justamente el título de una de las obras que sintetiza el pensamiento y la filosofía contemporáneas, el pensamiento al que se arriba después del colapso de los grandes sistemas metafísicos de la inmanencia; y la conclusión desesperante a la que arriban es que el ser sólo se da en el marco del tiempo, fuera del tiempo nada puede existir, Dios en consecuencia no existe y es absurdo preguntarse por Él.
Y, sin embargo, la historia de la humanidad no es sino un permanente clamor para que Dios hable y podamos escuchar su voz. ¿Por qué el enemigo ha invadido tu santuario, tu santuario han pisoteado nuestros opresores? Somos desde antiguo gente a la que no gobiernas, no se nos llama por tu nombre. ¡Ah, si rasgases los cielos y descendieses, -ante tu faz los montes se derretirían, como prende el fuego en la hojarasca, como el fuego hace hervir el agua- para dar a conocer tu nombre a tus adversarios…! (Is 63, 19 – 64, 1).
Dios no ha estado callado, sino que ha hablado y clamado desde el cielo. Antes de Cristo ha hablado por la ley natural, los patriarcas, la Ley de Moisés, los profetas… Ha bajado muchas veces a la tierra: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor… He bajado para liberarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra que mana leche y miel (Ex 3, 7-8a).
Sin embargo, los hombres no escuchaban claramente a Dios, no podían juntarse el tiempo y la eternidad. Por un lado, el tiempo, caracterizado por una sucesión de instantes que se escapan, el nunc fluens, como agua que se derrama, propio de nosotros los hombres. Y, por otro lado, la eternidad, esa posesión perfecta y simultánea de la vida sin límites ni términos, un instante que no acaba ni se pierde, el nunc stans, propio de Dios y de aquellos que están indefectiblemente unidos a Dios.
Hasta que llegó la plenitud de los tiempos: Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio (Sab 18, 14-15). Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 14).
2) …pero en un instante se tocan
Esto fue posible gracias a la misericordia del Verbo eterno y gracias a la disponibilidad y fidelidad de la Virgen.
Por eso el sí de María divide la historia. Antes de su sí, no había esperanza para la humanidad: el tiempo era el único horizonte para los hombres, la eternidad era algo inaccesible, limitado a Dios, a un Dios tan lejano… Después de su sí, la divinidad se manifestó en nuestra misma carne, Dios se hizo hermano y amigo y pudimos oír su voz…
Ese sí de María es por esto tan grande y sobrecogedor, que en el momento de su deliberación la historia queda en suspenso. Lo expresa bellamente San Bernardo: “Mira que el ángel aguarda tu respuesta; ya es tiempo de vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, condenados a muerte por una sentencia divina, esperamos, Señora, tu palabra de misericordia. En tus manos está el precio de nuestra salvación; si consientes, de inmediato seremos liberados. Todos fuimos creados por la Palabra eterna de Dios, pero ahora nos vemos condenados a muerte; si tú das una breve respuesta, seremos renovados y llamados nuevamente a la vida. Virgen llena de bondad, te lo pide el desconsolado Adán, arrojado del paraíso con toda su descendencia. Te lo pide Abraham, te lo pide David. También te lo piden ardientemente los otros patriarcas, tus antepasados, que habitan en la región de la sombra de muerte. Lo espera todo el mundo, postrado a tus pies”[1].
El “sí” de María no ha estado solo ni podría estarlo de ningún modo. Ha sido sostenido y fecundado por el eco de otro “sí”: el del Verbo que acaba de tomar carne humana y conoce y elige la voluntad de Dios Padre. Dice: Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron […], entonces –añade-: He aquí que vengo para hacer tu voluntad. […]Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo (Heb 10, 9-10).
Se juntan pues dos “sí”: He aquí la esclava del Señor, Ecce ancilla Domini; He aquí que vengo para hacer tu voluntad, Ecce venio. Dos “sí” dichos casi en silencio: la historia antigua no tomó nota de ellos ni las crónicas de las grandes gestas del mundo les prestaron la menor atención. Pero fue un trueno que ensordeció al infierno, un terremoto que conmovió el universo, un clamor que inició la fiesta de bodas en los cielos. De la unión de esos dos “sí”, pendió la salvación de la humanidad y la gloria de Dios. Sobre la cabeza de la humanidad pecadora no colgó ya una espiritual espada de Damocles sino la oblación del cuerpo de Jesucristo. De esos dos “sí” pronunciados en un momento y un lugar concreto de la historia, dependió que el hombre pueda escuchar a Dios y Dios pueda mostrar su rostro paterno al hombre: A Dios no lo ha visto nunca nadie: el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer (Jn 1, 18).
Gracias a estos dos “sí” tenemos la presencia de la eternidad de Dios en nuestra historia. “Dios está fuera y por encima de los tiempos, ya que Él es la eternidad misma en el misterio insondable de la divina Trinidad. Pero Dios, a fin de tornarse cercano al hombre, ha querido entrar en el tiempo, en la historia humana: naciendo de una mujer se ha convertido en el Emmanuel, Dios con nosotros, como lo había anunciado el profeta Isaías. Y el Apóstol Pablo concluye que, con la venida del Salvador, el tiempo humano llega a la plenitud, puesto que en Cristo la historia adquiere su dimensión de eternidad”[2].
Es aquel momento en el que toda la creación queda conmovida porque irrumpe en ella, escondido, el Creador; aquel instante en el que toda la historia queda como suspendida, ante la presencia de la Eternidad sustancial que comienza a sustentarla en el Hijo de Dios hecho hombre.
3) La profesión de votos perpetuos reproduce esa unión del tiempo y la eternidad
La profesión de votos perpetuos es también un momento de encuentro del tiempo y la eternidad, y reproduce, más aun, actualiza ese momento único de la Encarnación del Verbo. Al profesar, en un único acto interior se unifica y se entrega toda la vida, cada uno de los actos interiores y exteriores. Todo el resto es un despliegue del “sí” que el religioso/a dijo en este momento.
Es un nunc fluens que se vuelve de alguna manera un nunc stans.¿Cómo? ¿Acaso se cambia la libertad humana y ya el religioso se vuelve incapaz de pecar? No, aún debe seguir luchando. Pero la unión con el acto de oblación de Cristo y con el acto de entrega de la Virgen da una fuerza interior de tal naturaleza que es posible confiar en que se podrán superar todas las dificultades. Más aún, es lo más razonable confiar que todas las dificultades se superarán: tentaciones contra la fe, tentaciones de futuro, consecuencias de pecados pasados, pruebas y purificaciones interiores, calumnias y desprecios, ingratitudes de otros, frutos apostólicos que no se ven, contradicción de los buenos… ¿Qué nos esconde la Providencia de Dios para el futuro? ¿Qué se desplegará en nuestra vida? No lo sabemos, solo sabemos que nada nos separará del amor de Cristo (es decir, nada nos puede obligar a separarnos del amor de Cristo): ¿La tribulación?, ¿la tribulación?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?[…]En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó (Ro 8, 35.37). Podemos flaquear, pero siempre será porque queremos dejarnos caer y no porque no podemos mantenernos en pie.
En consecuencia, debe haber una íntima compenetración de inteligencias y voluntades, de criterios y de elecciones, del consagrado con Jesús y María. Siempre ha de ser verdad que, como les decía San Juan Pablo II a las religiosas en Chile, “el amor a la persona de Cristo y la dedicación a su obra redentora constituyen vuestra opción de vida. Por la profesión religiosa habéis optado por Él en forma tan radical que la insondable riqueza de Cristo (Ef 3, 8) se ha vuelto el centro y la medida de todo otro compromiso. Tan sólo en Cristo y a través de Él vosotras discernís y lleváis a cabo cualquier otra opción, de tal manera que vuestro servicio a los hermanos pasa por la donación incondicional a Cristo, vuestro Señor y Esposo”[3].
Para una tarea y una aventura de tal envergadura, el modelo y ejemplo que toda religiosa deben tomar y con cual se deben identificar es el “sí” de María. Su “sí” es modelo de la consagración de toda religiosa, como enseña el Papa Magno: “El sí de María, pronunciado el día de la encarnación y mantenido durante toda su vida, debe ser para todas las religiosas y personas consagradas un estímulo y una ayuda en su entrega total al Señor. Aquel sí de María lo hacemos nuestro todos los días, en particular cuando decimos el “amén” al final de la oración eucarística”[4].
Y en este sentido, se puede aplicar a cada religiosa lo que Juan Pablo II decía sobre la Santa Casa de Loreto, entre cuyas paredes ocurrió el misterio de la Encarnación: “Esa Santa Casa nos trae a la mente la salvación en su nacimiento, que, como todos sabemos, es siempre el más sugestivo; hace presente, de alguna manera, aquel instante único en la historia, en que la gran novedad hizo su irrupción en el mundo. Así pues, ayuda a recuperar cada vez el estupor, la adoración y el silencio necesarios ante tan gran misterio”[5].
María Santísima nos alcance a todos los consagrados repetir día a día nuestro tenue y débil “sí”, y unirlo permanentemente al “sí” simultáneo del Verbo y de la Madre.
[1]San Bernardo, Sobra las excelencias de la Virgen Madre, Homilía 4, 8.
[2]Juan Pablo II, Sermón en el Santuario “Cuore spirituale” de Altagrazia (Italia), 12 de octubre de 1992, 2.
[3]San Juan Pablo II, Alocución a las consagradas en Maipú (Chile), 3 de abril de 1987.
[4]San Juan Pablo II, Alocución a las religiosas en La Paz (Bolivia), 10 de mayo de 1988.
[5]San Juan Pablo II, Carta por el VII centenario lauretano, 15 de agosto de 1993, 6.