Dice San Pablo: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Ro 6,3-4). En el año dedicado a la vida consagrada, esta noche quisiera hablar brevemente de la vida religiosa como una profundización del bautismo.
1. En efecto, “en la tradición de la Iglesia, la profesión religiosa es considerada como unasingular y fecunda profundización de la consagración bautismal” (Vita Consecrata 30).
Esto se debe a que, por medio de la práctica de los consejos evangélicos, lo que se intenta hacer es precisamente morir radicalmente al pecado y a sus raíces, en orden a vivir más plenamente la vida de la gracia. Y como leíamos en San Pablo (cf. Ro 6,3-23), por el bautismo morimos y resucitamos con Cristo; y con el bautismo recibimos al Espíritu Santo y el don de la caridad.
De suyo, la consagración consiste en sustraer algo al uso profano para dedicarlo al servicio divino. Esto es precisamente lo que hace el bautismo, que consagra a una persona haciéndola apta para el culto y al servicio de Dios.
Ahora bien, lo que define a la persona es fundamentalmente su actividad y vida interior: el conocimiento y el amor, la libertad y la responsabilidad. Al elevar a una persona al plano sobrenatural, todos estos aspectos, aun sin perder su condición natural, adquieren una nueva dimensión, inmensamente superior. La vida del bautizado adquiere, de este modo, un carácter eminentemente teologal, es decir, queda centrada en Dios, en su conocimiento y amistad.
Pues bien, la vida religiosa no tiende a otra cosa que al desarrollo pleno de todas las virtualidades del bautismo, ya que como sabemos su ley fundamental es la búsqueda de la perfección de la caridad a través de la práctica de los consejos evangélicos. Por este motivo, la Iglesia ve en la vida religiosa la forma de vida que objetivamente tiende a realizar los efectos el bautismo del modo más perfecto. La vida religiosa es, en otras palabras, una radicalización de la muerte con Cristo para vivir más plenamente en él.
2. Hablando a un grupo de religiosas, el Papa Pablo VI les decía que ellas poseen una posición verdaderamente distinguida en la Iglesia. Decía también que esta distinción exige de ellas un estilo de vida propio y específico, una iniciación al mismo, una custodia especial, y toda una mentalidad particular[1].
Decía que la Iglesia tiene una necesidad creciente de saberse adornada y contenida por la presencia de religiosas. Y se apresuraba en aclarar que esta necesidad de religiosas no se basa meramente en la de atender ciertos servicios, aun cuando fueran de índole apostólica. No se trata solo o principalmente del hecho que las religiosas se dedican con mayor libertad y empeño a las obras pastorales, caritativas, o de magisterio. Esta necesidad de las religiosas se funda especialmente en la relevancia de su consagración a Dios. La Iglesia necesita de las religiosas especialmente por su entrega a Cristo. Decía así: No sólo por lo que vosotras, religiosas, hacéis y sois capaces de hacer por el bien de la Iglesia, sino sobre todo por tender a la perfección, por ser capaces de hacer brillar en vuestra vida la completa autenticidad del bautismo, llevada hasta las renuncias más radicales que su misterio de purificación y penitencia reclama, y llevada a la vez a las cimas de la vida espiritual y del absorbente amor a Dios, a Cristo, a la Iglesia, a los hermanos necesitados, tal como el misterio del bautismo ofrece a los que lo viven en plenitud. La Iglesia necesita de vuestra santidad, no menos que de vuestra laboriosidad[2].
Como vemos, la Iglesia necesita más que nada de almas que se arrojen del modo más perfecto posible a vivir plenamente la vida bautismal, y a sus más radicales renuncias. Necesita de la santidad de las religiosas. De aquí, el Papa invitaba a las religiosas que ellas mismas saquen las conclusiones, pero él señalaba una: La vida religiosa, hoy más que nunca, debe ser vivida en su genuina integridad, en sus altas y tremendas exigencias, en la profundidad –siempre alimentada con puntuales y regulares oraciones– de su vigilante interioridad, en la observancia austera, normal, connaturalizada, de los santos votos; debe ser santa, en una palabra; y santa de acuerdo a las mayores necesidades de la psicología moderna, y de acuerdo al combate moral, hecho más arduo y más vigoroso por el laxismo moderno circundante. O es santa, o no es[3].
Dado que la profesión de los consejos evangélicos se encuentra en el punto más alto del ejercicio de la vida cristiana, recibida en germen en el bautismo, el religioso tiene la grande responsabilidad de mostrar al mundo el tipo del cristiano perfecto, la anticipación escatológica del Reino de Dios en la tierra[4].
Es como cuando, para manifestar o enseñar algo, uno muestra el prototipo ejemplar de lo que quiere enseñar. Los valores del Evangelio deben resplandecer en el mundo por el testimonio de los cristianos. Pero estos valores han de relucir de un modo eminente en quienes profesan los consejos evangélicos. Como dice la Lumen Gentium (44): “Así, pues, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana… El mismo estado imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo… Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad”.
Cuando en una diócesis faltan los religiosos, en la misma hay algo esencial que falta.
Concluyo señalando sólo una consecuencia de esto. Se trata de algo que debe caracterizar a la vida religiosa como algo propio, y es consecuencia de la vida de unión con Dios: la alegría que deben tener las almas consagradas a Dios.
“Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28). Estas palabras, lejos de ser un reproche a la maternidad de María son un elogio: “Bienaventurada la que ha creído”, le dijo Santa Isabel (Lc 1,45). Y San Agustín: “María fue más bienaventurada aceptando la fe de Cristo que aceptando la carne de Cristo”[5]. Las religiosas son quienes han escuchado la voz de Cristo y de hecho la han seguido. Pues bien, Cristo las llama bienaventuradas.
La alegría debe ser una nota característica de la vida religiosa. Precisamente por estar como saturada de gracia y por la caridad, debe resplandecer por la alegría. Las palabras de San Pablo a todos los Cristianos: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Fil 4,4), se aplican de modo especial a las religiosas. Si la humildad, la pobreza, el pasar ocultos, la mortificación, el espíritu de sacrificio, y las pruebas propias nos acompañan en esta vida, el verdadero trasfondo de la vida religiosa es la alegría.
Esta alegría es el espíritu que debe caracterizar –y de hecho, por gracia de Dios, caracteriza– a nuestras casas. Es la alegría que es un sostén para la perseverancia en el seguimiento de Cristo, que atrae las vocaciones. Es una alegría que es un anticipo del cielo.
“Y esto es lo que queremos deciros, y desearos y recomendaros (…): ¡sed felices! Felices, porque vosotras habéis elegido la mejor parte. Felices, porque, como dice San Pablo ¿quién o qué os podrá separar del amor de Cristo? (Ro 8,35). Felices, porque vosotras habéis destinado vuestra vida al único y más alto amor. Felices, porque vosotras sois las hijas predilectas de la Iglesia, y participáis en su alegría y su dolor, su fatiga y su esperanza. Felices, porque nada de lo que hacéis, oráis o sufrís se pierde, nada es desconocido al Padre, que ve en lo secreto, y nada dejará sin recompensa. Felices, porque como Nuestra Señora, vosotras habéis escuchado la palabra de Dios y habéis confiado en ella, la habéis seguido”[6].
[1]Cf. Pablo VI, Mensaje La Chiesa alle religiose: Onorare la vocazione santa, 11-IX-65.
[2]Ibid.
[3]Ibid.
[4]Cf. Pablo VI, Il Capitolo generale dell’Ordine Agostiniano, 30-VIII-1965.
[5]Beatior Maria percipiendo fidem Christi, quam concipiendo carnem Christi — De Virg. 3 — P.L. 40, 398
[6] Pablo VI, Mensaje La Chiesa alle religiose: Onorare la vocazione santa, 11-IX-65.