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Homilía predicada por el R.P. Gonzalo Ruiz Freites en la Solemnidad del Nacimiento de Nuestro Redentor, Casa Procura Generalicia, Roma

El 25 de diciembre nos reunimos las Hermanas de la Casa Procura Generalicia junto a las Hermanas de la Provincia Nuestra Señora de Loreto para celebrar el Nacimiento de nuestro Redentor. En la Santa Misa, el P. Gonzalo Ruiz Freites, IVE, nos predicó una hermosa homilía que publicamos a continuación.

 Nació para sufrir

Celebramos la Navidad y nuestro corazón se dirige lleno de amor al Niño Jesús que yace en el pesebre. Lleno de amor y de ternura al contemplar al mismísimo Dios que se hace tan pequeño, tan débil, tan necesitado por amor a nosotros. Y tan amable, porque como dice S. Alfonso, los bebés no tienen que hacer nada para despertar el amor de los grandes: por sí mismo son amables, despiertan ternura y amor. Y por eso el Dios se hizo niño… para atraer nuestro amor.

Cuando nace un niño la alegría de sus padres, y de la casa entera, es inmensa. El mismo Señor lo recuerda[1]. Cuando nace un niño lo que tenemos delante de nosotros es una vida nueva, un nuevo inicio, algo que llena el alma de esperanza. Y uno podría preguntarse qué será de este niño, qué hará, qué estudiará, cómo será su carácter y mil cosas más. Pero en el caso del Niño de Belén hay algo que marca su nacimiento como en ningún otro caso: este Niño viene al mundo para sufrir. Tiene un destino ya marcado, que Él mismo ha elegido libremente por amor nuestro: sufrir toda su vida indecibles sufrimientos, hasta llegar al colmo del sufrimiento en la cruz. Por amor a mí. Porque como bien dice S. Tomás, el fin de la encarnación era poner remedio al pecado[2]. La encarnación es el primer y el gran anonadamiento, como dice la carta a los Filipenses: (Él) siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se anonadó a sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 2-6). Pero también, y para poner remedio al pecado, ofreció el supremo sacrificio de su vida en la cruz, derramando su sangre por nosotros: mi cuerpo entregado… mi sangre derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 26-28), porque como bien dice la Carta a los Hebreos, sin efusión de sangre no hay redención (Heb 9,  22). O como dice S. Juan Apóstol, Él es propiciación por nuestros pecados y no solo por los nuestros, sino por los del mundo entero (1 Jn 2, 2); y esto desde el inicio y movido por su infinito amor, desde su ingreso en este mundo, es decir, desde su envió por parte de Dios: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados(1 Jn 4, 10).

Por eso ya en Belén se proyecta la sombra de la cruz. Incluso ya en Belén, se comienzan a ver muchos sufrimientos que el Niño Dios, el Rey del cielo y de la tierra, el todopoderoso, ha querido sufrir libremente por nosotros. Se ve así su pobreza radical, su falta de acogida por parte de los hombres (no había lugar para ellos; Lc 2, 7); su debilidad física, su necesidad de comer, de ser alimentado, de ser abrigado, de ser sostenido, se ve también cómo su nombre suscita la persecución del mundo (Herodes busca al Niño para matarlo; Mt 2, 13), y en su nombre son martirizados los santos inocentes (Mt 2, 16ss); aun Él no ha hecho nada y ya tiene que huir de su patria y sufrir desprecios y destierro. Y junto a Él, sufren los que son suyos, los que están con Él: María y José.

De hecho, la cruz aparece también profetizada en la presentación de Jesús en el Templo, en las palabras del anciano Simeón, que llama a Jesús Luz para iluminar a las naciones (Lc 2, 32), lo cual reclama los Cánticos del Siervo Sufriente de Yavéh (Is 42, 6: te he establecido como luz de las naciones; 49, 6: yo te haré luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra). Siervo que dará la vida en expiación por nosotros, los pecadores: Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.  ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y en sus llagas hemos sido curados… Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca… Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido; y se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba, por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca[3].

Y esos sufrimientos acompañarán también a los que están con Él, a los suyos. Por eso el mismo Simeón profetiza a María: y a ti misma una espada de dolor te atravesará el alma (Lc 2, 35). El mismo Juan Bautista, en los albores de la vida pública del Señor, lo llamará Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29.36), Cordero, porque es el verdadero Cordero pascual que será inmolado en la verdadera pascua, de la cual la antigua pascua judía era una simple figura y profecía, una sombre. El nombre de “Cordero” indica la naturaleza sacrificial de su misión. En el Cuarto Cántico se dice también del Siervo que como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca (Is 53, 7). Y en el Apocalipsis se presenta a Cristo como el Cordero que ha sido degollado, pero está puesto en pie (Ap 5, 6): es decir, Cristo que ha padecido, pero que ha resucitado, y por eso es digno de recibir recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5, 12-13). Todo en Él, entonces, desde el inicio, indica que viene para sufrir y para redimirnos por medio de sus sufrimientos.

Es una de las paradojas de la Navidad: vemos un Niño apenas nacido, con toda la vida por delante, lleno de vida y sabemos que en realidad viene para sufrir, viene para morir, por amor nuestro ¿Cómo no nos va  conmover tanto amor?

Jesús sufrió todos los géneros de sufrimientos

En una conocida questio, S. Tomás se pregunta si Cristo padeció todos los tipos de sufrimientos[4]. Después de descartar esto, dice sin embargo que padeció todos los géneros de sufrimientos. Y esto sea de parte de los hombres que lo hicieron sufrir: padeció tanto de los gentiles como de los judíos; de los hombres y de las mujeres (las sirvientas que importunan a Pedro). Padeció también por parte de los jefes y de sus ministros, e incluso de la plebe, según las palabras de Sl 2, 1-2: ¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías. Padeció también de los familiares y conocidos, como es claro en el caso de Judas, que le traicionó, y en el de Pedro, que le negó.

Otra, por parte de todo aquello en que el hombre puede padecer. Cristo padeció en sus amigos, que le abandonaron; en la fama, por las blasfemias proferidas contra él; en el honor y en la gloria, por las burlas y las afrentas que le hicieron; en los bienes, puesto que fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes.

Además, padeció universalmente por lo que atañe a los miembros del cuerpo: en la cabeza la corona de espinas y los golpes; en las manos y pies, taladrados por los clavos; en la cara, las bofetadas y salivazos; y en todo el cuerpo, los azotes y golpes. Padeció también en todos los sentidos del cuerpo: en el tacto, por haber sido flagelado y atravesado con clavos; en el gusto, porque le dieron a beber hiel y vinagre; en el olfato, porque fue colgado en el patíbulo en un lugar maloliente, llamado lugar de la calavera, a causa de los cadáveres allí existentes; en el oído, al ser herido por las voces de los blasfemos y burlones; en la vista, al ver llorar a su madre y al discípulo amado.

Por eso se le aplican bien las palabras de Isaías: desde las plantas de los pies a la cabeza no hay en él nada sano, sino, sino heridas y golpes y llagas abiertas que no han sido vendadas (Is 1, 6). O como dice el Sl 38, 3: no hay parte ilesa en mi cuerpo. Este mismo cuerpecito que ahora vemos en los brazos amorosos de María.

Jesús sufrió por amor nuestro

Todo ese sufrimiento, que comienza en Belén, fue por amor nuestro. Y fue voluntario: Yo doy mi vida para retomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo mismo la doy” (Jn 10, 17-18). No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15, 13). Por eso en el Apocalipsis se nos dice que los santos se han purificado en la sangre del Cordero, pues Él nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5; cf. 5, 9, 7, 14 el lavado de los vestidos en la sangre del Cordero; 12, 11). Al punto tal que al final del Apocalipsis se lo ve a caballo, acaudillando victorioso, y se dice que lleva un manto teñido de sangre, y su nombre es el Verbo de Dios (19, 13).

Tenemos que seguir a Jesús en la Cruz

Contemplando hoy al Niño Dios, tan amable y cuyo amor nos llena de ternura, debemos comprender, en la fe, que viene para salvarnos, para sufrir, para morir por nosotros, para ofrecerse en sacrificio expiatorio de suave olor para Dios. Y tenemos que tomar la firme decisión de amarlo por sobre todas las cosas, cumpliendo así el primero y más grande mandamiento (Mt 22, 37ss). De seguirlo en la cruz, porque esa es la primera condición de sus discípulos (Mt 16, 24ss). Y de amar la cruz, como Él la amó porque ella éramos nosotros. Y tenemos que comprender que llevar la cruz es una gracia: es una gracia que se nos conceda poder padecer algo por Cristo. Lo enseña S. Pablo: porque en relación a Cristo, a vosotros se os ha dado la gracia no sólo de creer en Él, sino también de padecer por Él (Flp 1, 29). De hecho, Él ha querido asociar a los suyos a su pasión para la redención del mundo. Ya dijimos que desde el inicio sufren los suyos con Él: María y José. Y eso mismo es lo que Él nos pide.

Escuchemos en este día de gozo su apelo y su llamado urgente. Enamorémonos de Él, y sigámoslo en la Cruz. Allí está, además, el centro de nuestra vocación como almas consagradas: la total identificación con Él, obrada por el amor que hace uno con el amado porque transforma en el amado. Digamos con Santo Tomás Apóstol: vayamos también nosotros a morir con Él (Jn 11, 16).

Nos lo conceda María Santísima.

Nino Jesus

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