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Sermón del R.P. Gustavo Nieto, IVE, con ocasión de la toma de hábito de dos novicias monásticas

El sábado 14 de abril, en una solemne ceremonia en el Monasterio “San Paolo delle Clarisse”, dos novicias monásticas recibieron el hábito religioso. Se trata de las hermanas María de la Antigua, proveniente de Panamá y Maria Mater Animae, originaria de España. Con el hábito religioso damos testimonio de un modo elocuente de nuestra total pertenencia a Dios. Dicen nuestras Constituciones: “Amemos, pues, el hábito, que se nos debe hacer piel. Decía San Francisco de Asís que con la sola presencia del religioso vestido con su santo hábito ya se predicaba”.[1] A continuación les ofrecemos el sermón que el P. Gustavo Nieto, Superior General del IVE, predicó para la ocasión.

toma de hábito

Queridas Madres y Hermanas, primero que nada, les agradezco sobremanera la invitación para celebrar esta Santa Misa aquí con Ustedes, particularmente en esta ocasión en la cual las hermanas María de la Antigua y Maria Mater Animae tomarán el hábito monástico por primera vez en este noviciado de las Servidoras.

Ante esta gozosa ocasión quisiera desarrollar un punto de nuestro Directorio de Espiritualidad, aunque sea brevemente.

En el punto 53 de dicho Directorio se dice lo siguiente: “La religiosa que verdaderamente anhele ser esposa del Verbo debe, por amor a este divino Esposo, unirse con todas sus fuerzas al Verbo”; y especifica “por la caridad y por una fidelidad estable, firme y constante a la voluntad de Jesucristo”.

Me pareció que es un punto básico, pero que al mismo tiempo es muy profundo y fundamental de nuestra consagración y que es bueno que esté siempre grabado a fuego en nuestra alma. Esto es válido para todos, pero pienso que puede ser particularmente útil para estas hermanas que de alguna manera hoy inician su vida religiosa, para que siempre recuerden, al pensar el día de la imposición de su santo hábito, lo que significa el “amor a este divino Esposo” al cual hoy empiezan a entregarse.

1. Unirse con todas sus fuerzas al Verbo:

Cada una de Ustedes, por ser religiosa esta “llamada a unirse a Dios en Cristo”[2]. Simplemente porque la alianza esponsalicia busca la unión con el Amado. Por eso nuestras Constituciones señalan que para cada uno de nosotros “es absolutamente imprescindible unirse a la Persona del Verbo, es decir, tener su Espíritu, asimilar su doctrina, frecuentar sus sacramentos, imitar sus ejemplos, amar entrañablemente a su Madre, estar en perfecta comunión con su Iglesia Jerárquica”[3]. Y si bien es cierto que esto corresponde a todo religioso, explícitamente dice el derecho propio, que esto nos corresponde aún más a nosotros por ser de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado.

Es decir, no es algo que se puede obviar. “Esta impronta cristocéntrica debe quedar marcada a fuego en nosotros y en todo lo que hacemos, especialmente en nuestro apostolado de evangelizar la cultura”[4].

Por tanto, esta unión con Dios a la que debemos propender con todas nuestras fuerzas toda nuestra vida, ya por ser religiosos y mas aun por ser ‘del Verbo Encarnado’, es la meta –digamos así– obvia que debemos buscar de alcanzar. Por eso hay que disponerse con todas las fuerzas a pasar por las necesarias purificaciones[5] para llegar a tal unión. Es decir, hay que aplicar la voluntad y no asustarse ante las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu. Porque suele suceder que las cosas que no dan gusto, por buenas y convenientes que sean, nos parecen malas y adversas[6], y obviamente las purificaciones son algo muy saludable para nuestras almas. Acuérdense siempre que lo que mata al Amor (con mayúscula) son los amores.

Por eso, “muy insipiente sería –dice San Juan de la Cruz– el que, faltándole la suavidad y deleite espiritual, pensase que por eso le falta Dios, y cuando le tuviese, se gozase y deleitase, pensando que por eso tenía a Dios. Y más insipiente sería si anduviese a buscar esa suavidad en Dios y se gozase y detuviese en ella; porque de esa manera ya no andaría a buscar a Dios con la voluntad fundada en vacío de fe y caridad, sino el gusto y suavidad espiritual, que es criatura […]. Y así, no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas, lo cual es –escuchen bien– poner toda la fuerza de la voluntad en Él[7].

Es lo que siempre se nos ha enseñado, con insistencia: “Dios no se contenta con un escondrijo, con un pedazo estrecho del alma; no desciende a componendas, no se queda a mitad de camino: de lo contrario no sería Dios. Amor propio y afectos terrenos hacen que Él ‘no pueda entrar’. Sin un total despojo, la unión amorosa con Dios no puede ser vivida. Sin una plena unión esponsalicia del alma con Cristo es imposible vivir la plena unión con Dios”[8].

Entonces cuando el alma experimenta esta desnudez y laceración, por ej., en las incomprensiones, en las dificultades, en el desamparo, en la aridez, ¡no hay que retroceder!, ¡no hay que turbarse! Antes bien, con ánimo magnánimo abrazar la Cruz con voluntad de tercer binario. Que eso es unirse a Cristo y querer formar parte de su reino[9]. Allí en “las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[10], como indica nuestro carisma, es donde demuestran Ustedes el temple de verdaderas esposas del Verbo.

2. La esposa del Verbo ha de unirse a Él por la caridad

Dios las ha amado y las ama con un amor infinito, perpetuo, eterno. Pruebas tienen de sobra. Por tanto, se sigue que del mismo modo ustedes deben corresponderle.

San Pedro Julián Eymard, en unos ejercicios espirituales que predicó a las Siervas del Santísimo Sacramento en 1866, les decía: “No deseen otra felicidad que servir a Dios, ni otro consuelo que amarle. […] Tienen que ser muy humildes de corazón […] pues es el único medio de probar que aman verdaderamente a nuestro Señor”[11]. Y sigue diciendo el Santo: “Pero hoy voy a pedirles también otra cosa. Ser puro, ser humilde, es mucho. Pero hace falta algo que dé fuerzas, virilidad, y esto lo da la fortaleza, la virilidad del amor de nuestro Señor Jesucristo. El amor es la misma fuerza, es más fuerte que la muerte”[12].

Es decir, el amor de una Servidora por su Esposo, el Verbo Encarnado, no puede ser un amor intermitente, tembleque, que se deshace a la menor incomprensión, que retrocede ante las dificultades, que anda distraído en vanidades. Una Servidora debe amar a Dios con la total “donación gratuita de sí misma mediante un amor hasta el extremo”[13], como hermosamente señala el derecho propio.

La doctora de la Iglesia Santa Catalina de Siena tiene un texto similar al de San Pedro Julián. Ella escribió en su Diálogo –que el mismo Dios le dictó– las señales por las que se conoce que el alma ha llegado al amor perfecto y que nos pueden servir a nosotros de parámetro. Allí dice que se trata de “la misma señal aparecida en los discípulos después de haber recibido el Espíritu Santo, pues salieron de casa y, perdido todo temor, anunciaban mi palabra, predicando la doctrina del Verbo; no temían los castigos; más bien se gloriaban en ellos; no sufrían preocupación por hallarse ante los tiranos del mundo ni por enseñarles la verdad. […] Esta caridad que es el Espíritu Santo, le da fuerza al alma para sufrir los trabajos y salir de casa en mi nombre para ejercitar la virtud en favor del prójimo”[14]. Y esa es la virilidad, la fortaleza a la que impulsa la caridad, de la que también hablaba San Pedro Julián Eymard.

Es la idea clamorosa de sacrificarse[15] por amor a Cristo, serena y alegremente, porque es el modo de mostrar que estamos enamorados de Dios.

Por eso, el ser esposa del Verbo Encarnado, trae implicado -aun en el claustro- el fervor misional, apasionado, con dulzura, pero también con mano firme; que no desperdicia ocasión para hacer el bien, que no conoce de horizontes, que no teme el sacrificio. Es un fervor misional sin apocamientos, sin timidez porque a nosotros nos llamó Cristo a ser testigos y ser testigos implica dar la vida por amor, como Él mismo lo hizo. Es un fervor misional que hay que nutrir y acrecentar desde ya. No sólo suspirar por entregarse a Cristo en tierras de misión, hay que, de hecho, entregarse concretamente a Él ya desde ahora. Por caridad a Cristo deben darse, y multiplicarse y sacrificarse sin medida: en el estudio, en la vida de oración, en la convivencia con otras hermanas, etc. Porque el mismo Verbo Encarnado nos lo dijo y nos dio ejemplo:No hay amor más grande que dar la vida por los amigos[16]. …Es lo que el mismo Cristo nos enseña en el Evangelio de hoy con la parábola del buen samaritano.

3. Por la fidelidad estable, firme y constante a la voluntad de Jesucristo.

Finalmente, el Directorio señala la fidelidad a la Voluntad de Dios como prueba indefectible de un verdadero amor al Verbo. Fidelidad que debe ser establefirme y constante. Es decir que se debe extender a cada área de nuestras vidas: al estudio, la vida espiritual, la vida comunitaria, el apostolado. Es una fidelidad que trasciende la mera realización de actos exteriores, del cumplir ‘por fuera’ con lo que tengo que hacer. Esta fidelidad de la que estamos hablando es más bien una fidelidad que nace de la convicción del amor de Cristo por nosotros y de que con nuestras vidas podemos –con la ayuda de su gracia– ofrecerle algo hermoso a Él, aunque solo Él lo note.

Porque nuestro amor por Cristo no depende de variables tales como los oficios que tenemos, de si está uno consolado o no, de si lo mandaron a una misión fácil o difícil, de si tiene una comunidad de pocos miembros o de muchos, de si está en una misión alejada o rodeada de otras casas de la Congregación; ni mucho menos depende de circunstancias tales como la edad, la salud, el tener o no una superiora que ‘me entiende’… ¡no! Nuestra fidelidad debe ser establefirme y constante porque así es el amor de Cristo por nosotros. El nuestro debe ser un amor que es fiel en todo lugar, en todo estado del alma, en todo momento, hasta en los detalles. Fidelidad que, de nuestra parte, es cierto, a veces es heroica.

Hay un párrafo hermoso de nuestro Directorio de Vida Consagrada que a mi me gusta mucho citar y de hecho, quizás lo habrán leído en alguna de las Cartas circulares. El texto dice así: “La fidelidad al único Amor (de la persona consagrada) se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que en la propia carne falta a las tribulaciones de Cristo (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo”[17].

Por eso, San Francisco de Sales le escribía a una religiosa de la Visitación –y con esto ya voy terminando–: “Ser buena servidora del Señor no es estar siempre consolada, siempre en dulzuras, siempre sin aversiones ni repugnancias al bien; porque si fuera así, ni Santa Paula, ni Santa Águeda, ni Santa Catalina de Siena habrían servido bien a Dios. Ser servidora del Señor es ser caritativa para con el prójimo, tener en la parte superior del espíritu una inviolable resolución de seguir la Voluntad de Dios, tener una muy sincera humildad y simplicidad para confiar en Dios y levantarse cuantas veces se haya caído, fortalecerse uno mismo en las humillaciones y soportar tranquilamente las imperfecciones de los demás”[18].

Quiero decirles una cosa: ¡se espera mucho de Ustedes! La Iglesia, la Congregación, necesitan de esposas de Cristo fieles, muy fieles, fuertes, alegres, entregadas a Dios y al prójimo, que con ímpetu misionero se establezcan por el mundo haciendo por las almas, mediante la oración y el sacrificio, lo que el buen samaritano del evangelio: teniendo compasión.

Por eso, muy queridas hermanas, como verdaderas esposas de Cristo que son y como dedicadas almas contemplativas a quienes se les ha dado gozar “de la parte mejor” Ustedes distínganse en ese tender a unirse al Verbo con todas las fuerzas por la caridad y por la fidelidad. Dondequiera que estén, estén alegres y constantes en nuestro Amado Jesús y sean de esta manera un testimonio vivo y un ejemplo elocuente para todos los religiosos de nuestra congregación

Hagan todo lo que más puedan sin reticencias, que Dios hará lo demás. Y si alguna vez fallan en esta fidelidad o menguan las fuerzas, ¡jamás desalentarse!: con confianza vuelvan al camino del amor y de la cruz.

Recuerden siempre: ¡Nuestro Señor es de Ustedes! Vayan a Él siempre con confianza porque es eterno su amor[19].

A nuestra Madre Santísima, la Virgen Fiel, las encomendamos hoy y siempre. Y a Ella le pedimos en esta Santa Misa, que haga de Ustedes Servidoras fieles, que amen y sirvan a su Hijo con un corazón indiviso, hasta la muerte en Cruz y aun después de ella.

Que siempre sea así.



[1]Constituciones, 154.

[2]Cf. Directorio de Vida Consagrada, 36.

[3]Cf. Constituciones, 210.

[4]Cf. Directorio de Vida Consagrada, 37.

[5]Cf. Directorio de Espiritualidad, 22.

[6]San Juan de la Cruz, Epistolario, A la M. Ana de Jesús, OCD, Madrid, 6 de julio de 1591.

[7]San Juan de la Cruz, Epistolario, A un religioso carmelita descalzo, Segovia, 14 de abril de 1589 (?).

[8]P. C. Buela, IVE, Servidoras IV, II Parte, Cap. 2. a.

[9]Cf. Constituciones, 50.

[10]Constituciones, 30.

[11]Obras Eucarísticas, Ejercicios Espirituales dados a las Siervas del Ssmo. Sacramento.

[12]Ibidem.

[13]Directorio de Vida Consagrada, 228.

[14]Cf. Dialogo, La doctrina del Puente, 74.

[15]Cf. Directorio de Espiritualidad, 146.

[16]Jn 15, 13.

[17]227; op. cit. Vita Consecrata, 24.

[18]F. Vidal, En las fuentes de la alegría con San Francisco de Salesop. cit. San Francisco de Sales, Obras Completas, Tomo XIII, p. 313.

[19]Salmo 136.

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