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Homilía predicada por el R.P. Alberto Barattero el día 19 de marzo de 2015, en ocasión de la Solemnidad de San José y votos perpetuos de Maria Ancilla Humilis Correia de Barros, misionera en Papúa Nueva Guinea

Vida religiosa: un programa centrado en el ser

            En una Misa de profesión, antes de la misma algunos sacerdotes estaban confesando. En un momento, fue a confesarse una señora –era la primera vez que participaba de una Misa de profesión– con los ojos llenos de lágrimas… no lloraba por sus pecados, lloraba porque estaba asombrada de ver tanta alegría en tantos religiosos jóvenes, estaba conmovida y lloraba porque no lograba entender por qué estaban contentos, “¿cómo es posible?”, se preguntaba.

            Ella no entendía y tenía razón de no entender, porque la llamada y la alegría de ser religioso no se puede entender si uno la ve con los ojos humanos, que ven lo exterior y lo superficial. Sólo se puede ver –y no sólo ver, sino vivir– con ojos sobrenaturales, con los ojos de la fe, que nos hace ver lo interior, lo profundo; porque la alegría de ser religioso es “la alegría de pertenecer exclusivamente a Dios, de ser  una herencia particular del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Redemptionis donum, 8). Es la alegría que nace del encuentro interior con el amor de Dios.

1. Diferencia entre el ser y el tener

            ¿Qué significa mirar lo interior, ver lo profundo? Mirar lo profundo significa poner la mirada en el ser y no en el tener. Los hombres, solemos darle más importancia al tener (mirar más lo que se tiene): “yo soy importante y feliz porque tengo” dice el mundo, porque tengo dinero, una casa grande, un “autazo”, joyas…; y no sólo bienes materiales, sino también cosas espirituales como sabiduría, amigos, autoridad, y –sobre todo hoy en día– estima y afecto: la gente piensa que es algo importante porque tiene el afecto de los demás (buscan tener este afecto), porque los demás la consideran (buscan tener esta consideración).

            En cambio, la vida religiosa pone su mirada en otra cosa, en el ser: soy importante porque soy hombre, porque soy bueno, porque soy hijo de Dios. De hecho, aquellas hermosas palabras que Jesús dirigió, después de haberlo amado –Jesús, fijando en él sus ojos, lo amó (Mc 10,21)– a aquel joven rico que quería ser perfecto, significan una invitación “a renunciar a un programa de vida en cuyo primer plano está la categoría de la posesión, la del «tener», y en cambio le invita a aceptar en su lugar un programa centrado sobre el valor de la persona humana: sobre el «ser» personal, con toda la trascendencia que le caracteriza” (Redemptionis donum, 4).

            Precisamente ese Jesús totalmente desnudo, casi sin discípulos y abandonado por el Padre (según sus palabras: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34)), es decir, ese Jesús que no tiene nada pero que vale todo para los hombres, nos enseña otra cosa, nos enseña que lo importante no es tanto lo que uno tiene, sino lo que uno es: Él es importante porque es el Redentor, aun cuando en la Cruz no tiene nada. Es decir, nos enseña esa paradoja evangélica que es convertirse en la basura del mundo, el desecho de todos (1 Cor 4,13), para ser divino, para encontrar la vida divina. Jesús, con aquel vende todo y después sígueme, invita al joven rico a acoger esto, que es el secreto de la vida religiosa: ser despreciado por el mundo para ser de Dios.

            Porque según el mundo –como ya dije– lo que importa es lo que uno tiene, y por tanto uno es en la medida en que tiene; y por eso el religioso, para el mundo, no vale nada y no significa nada (¡y por eso la gente no entiende por qué estamos contentos!). Pero esa es la fuente de la alegría del religioso: porque es en Dios, es decir, en la medida en que tiene menos cosas humanas se vuelve más divino, deja de tener pero comienza a ser, comienza a ser divino (por participación), es decir, la vida divina transforma su ser y comienza a ser un “hombre divinizado” (Beato Manuel González).

            Pero esto lo debemos entender bien, porque a veces no se hace esto en la perspectiva del “ser” sino del “tener”, es decir, se toma el camino de la vida religiosa para obtener de Dios lo que los hombres buscan obtener de las creaturas: seguridad, comodidad, una vida tranquila sin problemas, afecto, etc. Por eso es importante no buscar a Dios como se buscan las cosas, porque el poseer a Dios es, en realidad, un dejarse poseer por Dios, y esto significa renuncia; por tanto, no puede ser propiamente un tener. Es decir, si nosotros buscamos a Dios porque Dios nos puede dar lo que nos dan las creaturas, ese buscar a Dios se convierte en un buscar “tener”, y significa propiamente un perder a Dios.

2. Los Votos, fuentes de vida interior

            Frente a esto nos podemos preguntar: ¿por qué los votos nos hacen buscar a Dios no para tener sino para ser? Es decir, ¿cómo podemos, a través de los votos, transformar nuestro ser humano en un ser divino? Los votos nos transforman porque los votos transforman en vida interior esos movimientos que tienen su raíz en las tres concupiscencias (enfocadas en el tener): concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida; que deforman, incluso más, impiden la relación, no solo con el mundo creado sino también con Dios.

            Pero ¿qué quiere decir que estos movimientos se transforman en vida interior y cómo sucede esto? Quiere decir que toda esa fuerza que tenemos, que por el pecado “ha errado el camino” (es decir, ha recorrido caminos malos de los cuales la prostitución, el hambre y las bombas atómicas son solo algunos frutos de estas vías equivocadas que toma el hombre, dejándose arrastrar por la triple concupiscencia), comienza a utilizarse para hacer crecer la vida interior (para ser), es decir, para hacer crecer la vida divina que la gracia ha introducido en nosotros.

            De hecho, la pobreza evangélica, que encuentra su máxima expresión en el voto de pobreza, ayuda a encauzar todas las fuerzas, que los hombres usan para tener riquezas, para hacer crecer la vida espiritual. Por eso, el religioso, en lugar de preocuparse por las cosas de este mundo, de mantener sus propiedades y su familia, de tener y acumular bienes aquí en la tierra para su sustento, orienta todas sus fuerzas al crecimiento en la virtud. Así comenta San Ambrosio la primera bienaventuranza: “Los dos evangelistas han puesto la pobreza en la primera bienaventuranza. Verdaderamente es la primera en jerarquía, es como una madre y generadora de virtudes”, es decir, de vida interior.

            Lo mismo la castidad que aparta al religioso de las realidades venéreas. Porque así como “el uso de las realidades venéreas aparta al alma de su esfuerzo total de tender a Dios” (santo Tomás de Aquino), así la castidad hace que el religioso empeñe todas estas fuerzas en la contemplación de Dios que es alimento espiritual, que hace crecer la vida interior.

            Finalmente, aunque no menos importante, la obediencia que es la oblación de la propia voluntad para someterla a Dios en orden a la perfección de la caridad, por eso dice San Francisco de Asís: “El sentido de esta obediencia es la caridad, el amor de Cristo y de la fraternidad en Cristo”. Hace tomar un camino que une directamente con Dios: la caridad; en lugar de gastar las fuerzas en seguir la propia voluntad, como solemos hacer los hombres.

            ¡Este el secreto de la vida religiosa! Este es el secreto de la alegría de la vida religiosa: ¡ser totalmente de Dios! Esta es la diferencia entre los hombres de este mundo y los religiosos: los hombres de este mundo quieren tener, y lo mismo los religiosos mundanos buscan tener –ya sea bienes, ya sea Dios–,  y se equivocan. Porque la vida religiosa no existe para tener a Dios sino para ser de Dios, para ser divinizados. Esta es la diferencia y el secreto para estar siempre contentos, para estar siempre alegres en el Señor (Flp 3,1).

            Conclusión

            Quisiera terminar haciendo una breve referencia a San José, a quien hoy celebramos. Porque San José fue modelo de esto que estamos diciendo, en el sentido que él en su vida tuvo poco y nada, de hecho los pasajes evangélicos en los que aparece dejan ver que tuvo una vida llena de sufrimientos y esto no sólo porque era pobre, sino porque la voluntad de Dios para él no fue fácil en absoluto. Imaginemos, por ejemplo, el esfuerzo de levantarse de noche, despertar a la Virgen, tomar al Niño y huir a Egipto (¿no podía Dios matar a Herodes? ¿No podía Dios hacer que Herodes no encontrase a Jesús? Dios podía hacer tantas cosas para proteger a Jesús sin tanto esfuerzo de San José, pero Dios quiso otra cosa… levántate, toma contigo al Niño y a su Madre y huye a Egipto; y San José, sin decir nada, se levantó, tomó al Niño y a su Madre, de noche, y salió para Egipto (Mt 2,13-14)).

            Pero no podemos decir que la vida de San José, aun con estos sufrimientos, fue una vida triste; al contrario, como la vida de la Virgen de los Dolores, fue una vida llena de alegría. Por supuesto, no era aquella felicidad momentánea que nos da el mundo (que hoy tenemos y mañana perdemos), sino la alegría de ser de Dios, de estar inmerso en el profundo misterio de Dios. Y tal vez, después de la Virgen –que fue Madre de Dios–, por ser el padre putativo de Jesús fue quien más inmerso estuvo en ese misterio.

profesión perpetua

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